m^.. ^^f^A H:^^^^^^- JW ^^. * .\ Jl? «*■ •♦ -I ?ij y^f ^l 'i^. ■*-•< ^-.Al ^ft ;v<>' ^.«^ .^i ^SA^, From the library of J. H. Cornyn, Mexico City, Mexico ^/ aáyfUM'Jí/t, ^ LA HIJA DEL DIPUTADO. Presented to the University of Toronto by J« H* Corny n Date ?f<>^. :?C^^f^X BIBLIOTEO^íÍL r>E "EL IVIXJIVDO'» '" ■ - -- - - — - - -, LA HIJA DEL DIPUTADO POR JOR&E OUTLET. ^.:2£L. m:exico. IlfFBBSO EN LAS OFICINAS DI «BL MÜKDO.» Segunda de las Daxnaa número i, 1890. 1 LA HIJA DEL DIPUTADO. 1 Al volver, como todos los dias^ á las siete á su suntuoso hotel de la calle de Presbourgo, el barón Tre sorier no se dirigió, según su cos- timiljre, hacia el saloncillo de su mujer, para charlar con ella unos cuantos minutos antes de ir á ves- tirse paia la cernida. Subió en de- rechura la ancha escalera de ba- laustres de ónix y ya en el primer piso llamó con el timbre á su ayuda de cámara y en tono seco, que ha- cia centraste con la política benévo- la que siempre adoptable, respecto de sus sirvientes, dijo: — ¿Hay todavía gente en las habi- tacicnes de la señora? — Creo que si, señor barón, Hay dos coches esperando tn el pa- tio.... pero voy á preguntarlo en la antecámara. . . . — Ko. Baje usted al salón, y diga á la señora que verga á hablar con migo en cuanto le sea posible. — El criado salió y Tresorier en- tró en su habitación ali mbrada con luz eléctrica; arrojó el sombrero y los guantes encima de la mesa, se quitó el gabán y sesentó con aire de mal humor al lado de la chime- nea. Era un sábado, diade liquidación de quincena en la Bolsa, y el agen- te de cam.bio tenia la coquetería de no parecer ni siquiera cansado por aquella tarea enorme, que ponía en movimiento á todo el personal á sus órdenes, empezando por él mismo. Volvía á la oficina por la noche pa- ra echar una ojeada al trabajo, y después iba á recoger á su mujer á los salones ó á la Opera cómica, donde se presentaba sonriente, lis- to, alegre, cerno si no tuviera otra cosa en qué ocuparse más que en sus placeres. Le encantaba que le dijesen: «Es usted asombroso, ami- go mío; nadie diría que está usted metido en los negocios: sólo se le ve vivir para diveitirse.» Yen realidad, jamás sibarita al- guno había entendido la organiza- ción de las comodidades ni la distri- bución de los goces de la vida romo el barón. Desde el arreglo del hotel hasta la confección de las listas de sus comidas, todo en su vida era re- finado y exquisito. Era un hombre que sobresalía en el arte de almoha- dillar la existencia, desacarlaquin- BIBLIOTECA DB «EL MUNDO. > ta esencia del lujo y de dar á, la de- coración que le rodeaba el grado máximo de elegancia y de suntuo- sidad. Era, en su género, un artista, y se le citaba como un organizador de fiestas absolutamente sin rival. En esto fundaba su vanidad y todos sus esfuerzos estaban dedicados á no decaer en ese carácter especial. Este hombre brillante, dichoso, atra- vesaba la vida con la sonrisa en los labios, al acecho de todo lo que pu- diera consolidar su prestigio; capaz de prodigalidad por hacerse de un cocinero afamado; pronto á hacer una locura por adquirir un cuadro que sobresaliese en una galería cé- lebre. Presumía de legitiraista, fre- cuentaba la sociedad más encopeta- da, tenía una excelente mujer y se veía con orgullo reproducido ea su hijo, guapo mozo, de refinado buen gusto y que, menos egoísta que su padre, prometía ser un amable com- paiiero. Nuestro hombre poseía, pues, cuanto es necesario para ser dichoso, y en realidad, lo era. Sin embargo, en aquel momento, recorriendo á largos pasos su habi- tación, parecía presa de una moles- ta agitación. Se detuvo delante de una ventana; echó una mirada al patio, blanqueado por los rayos de las lamparas del vestíbulo, y con aire de melancolía, volvió á sentar- se en un sillón cerca de la chimenea y se abstrajo en una meditación que no parecía agradable, porque las cejas fruncidas coronaban sus ojos y su boca se contraía con amar- gura. De pronto marmuró: — ¡El majadero!. . . . Al ver entrar á su mujer, un poco sofocada por haber subido de prisa, se levantó. — ¿Qae hay pues, amigo mío? pre- guntó la baronesa con cierto apre- suramiento inquieto. — I Oh! .... Hay .... hay bonitas co- sas, ¡mira! exclamó el ^agente de cambio en tono regañón. Tu señor hijo me ha dado un placer. . . . Según que Enrique Tesorier se portaba bien ó mal, era ó no el hijo de su padre. Cuando la baronesa oía decir «tu hijo» á su marido, era que el heredero se había atrevido á cometer alguna escapatoria que ne- cesitaba una reprimenda, de la cual ella tomaba para si las tres cuarta» partes, para que tocase eso menos al muchacho. — Me habías asustado enviándo- mo á buscar tan solemnemente. Te- mí algún contratiempo en la Bol- sa... . — ¡ No! j no! dijo Tresorier con aire de importancia; la liquidación se ha heclio' con regularidad. .. .Pero tu hijo.... — Y bien, ¿qué es lo que ha hecho ese pobre chico? ¿Deudas?. . . . —¡Deudas! Eso no sería nada. — ¿Ha tenido algún desafío? — ¡Eso seria una desgracia para su adversario! exclamó el barón, cu- ya vanidad paternal tuvo una re- caída. — ¿Ha robado alguna mujer? — ¡Quisiéralo Dios! -¡Oh! Tresorier se colocó delante de la baronesa y en tono de indignación, exclamó: — ¡Ese imbécil quiere casarse! La madre sonrió, arrojó un suspi- ro, y sentándose tranquilamente, pre- guntó á su marido: — ¿Y cómo lo has sabido? — i Ah! i Cómo lo he sabido! Par- diez, con mi buen olfato ya sospe- chaba yo que había algo. . . .Desde que volvió de las fiestas rusas, de Tolón, no era el mismo. Habla de- jado de ir á la Opera. Aquellas mu- chachas me decían continuamente: «Pero, ¿y el joven barón? ¿qué es de él? i Ya no se le ve!» Yo no podía realmente ofrecerme á reemplazar- le. . . .Seguía con la vista á mi buen LA HIJA DB UN DIPUTADO. mozo y le sorprendía distraído, preo- cupado. Un día me embrolló todas las órdenes de la carpeta de la ren- ta... .de modo que el 3 por 100 bajó siete céntimos sin ninguna razón. . . y hasta ganamos una buena suma, sin querer, ese día. . . .En cuanto sa- lía del despacho, en lugar de ir al bosque ó al círculo ó á buscar á sus amigos, mi hombre se escurría y yo no podía sabe# á dónde. En fin, en sus costumbres había un cambio ra- dical. .. .sí, radical, esa es la pala- bra; vas á ver. Esta mañana, antes de la apertura de la Bolsa, mi colega Heurtebise, que anda en tratos con el Gobierno porque quiere que le condecoren, me dijo con aire soca- rrón: «¡Calla. . . .Tresorier; ayer no- che vi á ta hijo en el baile!» — ¿En qué baile? — «En el Ministerio de Co- mercio.» Naturalmente, me quedé helado. Enrique en un baile oficial, con su nombre, sus gustos, sus re- laciones. . . .El, que es aristocrático hasta la punta de las uñas. . . .y que no hubiera ido al Elíseo ni aun por una fiesta de beneficencia .... La co- sa era increíble. . . .Entonces dije á ese barbarote de Heurtebise. «¡Ah! sí; ya lo sabía Se trataba de un negocio. . . .No fué allí por su gus- to.»—«¡Bah! me respondió mi hom- bre; pues él, sin embarg-o, bailaba lindamente con la hija de Courcier.» — ¿El diputado radical de Bizy? — «Sí, querido, tu diputado, el que te ha derribado en las últimas elecciones . . ¡tu vencedor! Ahora, ¿sabes? tu hi jo puede vengarte. . . Es muy boni- ta la muchacha.» No quise oír más y fingí que arreglaba mis papeles. Por otra parte, la campana sonó muy oportunamente. . . .Puedes imaginar cómo tendría yo la cabeza para los negocios. . . .Hasta las tres, he com- prado y vendido sin saber precisa- mente lo que hacía. . . .Por fin se ce- rró la contratación; yo estaba ar- diendo .... Di todos mis papeles á mi ayudante y corrí á la oficina. . . .En- rique estaba allí fumando un ciga- rrillo en mi despacho. Cerré la puer- ta y le dije á quemarropa: ¿Qué aven- tura es esa del bale del Ministerio de Comercio que acaban de contar- me? Se puso pálido y se le alargóla nariz. . . .ya sabes, como cuando le cogíamos en falta, siendo niño. — ¡Pobre chico! interrumpió dul- cemente la madre. — Oh! espera, espera, para abo- gar por él. Veremos lo que dices dentro de un instante. Como se que- dó mudo, con el aspecto de buscar una historia, repetí más severamen- te: Sí, señor, ¿qué aventura es esa del tal baile? Me miró con aire agra- dable y con su voz más cariñosa me dijo: «Dios mío, papá, una curiosi- dad que he tenido. Sabes que Bri- goizier — uno de mis empleados— tie- ne un hermano que es jefe del per- sonal en el Ministerio de Comercio. Me trajo una invitación y por cu- riosidad No creo que eso sea un gran crimen. . . . Por lo demás, ese baile estaba mucho mejor de lo que hubiera podido suponer. ... El mundo oficial se va formando.» Trataba de bromear.... Entonces le asesté el golpe decisivo: Y para contribuir á que se forme mejor, has bailado con la señorita Courcier, la hija de mi enemigo político. . . , Enrique se incomodó, sus mejillas se pusieron rojas y pregntó con ai- re furioso: « ¿Quién te ha contado eso? — Alguien que lo sabe. — ¡Pues tendrá que habérselas conmigo! Es- to\^ soguro de que ha sido el imbé- cil de Heurtebise. . . . — Sea él ó sea otro, poco importa; ¿es verdad?. ...» Dudó un momento y en seguida di- jo con resolución: «Sí, es verdad ¡Pues bien! supongo que me vas 4 explicar qué significa semejante cambio en tus costumbres. ...» ¡Oh» no se encontraba á sus anchas en. aquel momento el joven barón, qq. 8 BIBLIOTECA DB «SL MÜMDO.« mo al lado de sus amigas de la Ope- ra. . . . Hubiera cedido su sitio por poco precio Se veía el sudor que brotaba de su frente Y sin embargo, yo no soy un padre terri- ble. Dios sabe si he educado á ese muchacho con suavidad, acaso ex- cesiva, y si le quiero tiernamente. Creo que es preciso que le dé toda la dicha posible á fin de hacer su existencia tolerable. El puede decir si he sido siempre débil para él Pues bien, estaba delante de mi co- mo un culpable delante de un juez. — iBien! y de este modo le tortu- raste allí durante un cuarto de ho- ra.. . En fin, ¿te ha confesado algo? — ¡Todo! ¡Oh! debo hacerle esa justicia; ha tenido una franqueza completa. Y entonces he sido yo el que ha empezado á no reírse. — Pero, en fin, ¿qué es lo que te ha dicho? — ¡Oh! sencillamente, ¡que ama á la pequeña Courcier! — ¡Y bien, pobre chico, si la ama... — ^^¡Eso no es una razón! La hija de ese socialista, de ese comunero, de un bandido que me ha calum- niado, ultrajado. . . . arrastrado por el arroyo — ¡Procedimientos electorales!... . Eso no es serio. — ¡Cómo que no es serio! Un bri- bón, que ha vociferado por todo el distrito que mi casa de la Chevro- liére devora las cosechas de los cam- pesinos; ¡yo, que pago 80,000 fran- cos de multas todos los años! que yo era el candidato de los conejos. (1) y que, á última hora, se ha atrevido á pegar en la tapia misma de mi po- sesión un inmundo cartel con estas dos solas palabras impresas: Treso- rier, cazador! ¿Y crees que puedo (1) des lapivs; imposible dar ó, esta frase el doble sentido que tiene en el original fran- cés, Un lapin, es algo parecido á lo que se lla- ma en español, en lenguaje canallesco, t¿n mi- co.—N. del T. olvidar tales injurias? Sin contar con que ha sido elegido, el muy ani- mal.... ¡Gracias á qué chanchu- llos! Dios y el Consejo de Prelectu- ra lo saben. Y yo he salido por mis 60,000 francos de gastos. ¡Puedes juzgar de qué modo he recibido á tu señor hijo cuando me ha decla- rado que ama á la chicuela de ese desarrapado! — !La chicuela! Acaso esa joven sea muy presentable. —¡El dice que es encantadora! — ¡Lo ves! — Pero repito que eso no es una razón. ¡Existe el padre, el atroz padre! — Seguramente; eso es fastidio- so.... El padre es deplorable Pero — Sí, ya te veo venir; me vas á obsequiar con el clásico argumento: no se va á casar con el padre. . . .Lo que no impide que forme parte déla familia, por que es imposible tener- le enteramente alejado, so pena de tener dificultades con la hija, y en- tonces, pocoá poco, acabaremos por tenerle á nuestra mesa, á tu dere- cha, ¿entiendes? A tu derecha ese radical, ¡ni siquiera á tu izqúierdal Hablando de este modo, Treso- rier se había animado y puéstose muy rojo. Se miró en un espejo al paso, observó aquella coloración inusitada, y como cuidaba mucho su salud y entre rodos los acciden- tes érala apoplejía lo quemas le ha- cía temer, se detuvo de pronto y sentándose enfrente de su mujer, gimió: —Ya ves de que color me he pues- to... . ¡Harán que me muera si me atormentan asi!. . . . — Cálmate, dijo la baronesa; te acaloras de un modo Hablemos tranquilamente. — ¿Hay medio de hacerlo así, cuan- do se trata de una cosa tan grave?. . — Pero ¿dónde ha conocido á esa LA HIJA DEL DIPUTADO. joven? ¿Dóiulo la ha encontrado? SegiiraiíU'nte no ha sido en nues- tra boeiedad. . . . — Dice que ha sido durante el via- je de Tolón, . . . ¡Bonito neg-ocio he- mos heco con la alianza rusa! Esto es todo lo que me ha producido has- ta ahora 1 — ¿Y él te ha declarado que la ama? — Sí, y que quiere casarse con ella. — Vamos, amigo mío; son cerca de las ocho. . . . Bajemos á comer. . . . Esta noche cogeré á solas á ese ni- ño y yo le diré — ¡ Si crees que esta aquí ! ¡ Como que iba á venir á afrontar nuestras observaciones !. . . . Me ha dicho que iba á comer con unos amigos.... Puede que en casa del padre de su novia. . . . — ¡Oh! No se conducirá tan libre- mente. ... Es reservado y mientras no esté seguro de nuestras intencio- nes no se comprometerá con esas gentes. . . . Yo hablaré mañana con él.... Hasta entonces no interven- gas en el asunto. Es preciso no vio- lentarle. . . . Eso sería comprometer el porvenir. . . . — Bueno, dijo Tresorier. . . . Pero cuando pienso que hay quien se que- ia de no tener hijos. . . . No sabe lo feliz que es. — Callapio digas lo que no pien- sas.... jQué sería de tí, con tus ideas, si no tuvieras un heredero á quien dejar tu nombre, ta situación, tu fortuii.v, todo, en fin. . . . — ¡Sin duda! Pero, si contrae esa triste alianza..,. ¡Qué escándalo! ¡Qué dirán los Príncipes! — Nosotros trataremos de impe- dirlo. La baronesa se levantó y tocó el "botón del timbre. El ayuda de cá- mara apareció. — Diga usted que sirvan la^co- mida. Y volviéndose hacia su marido que permanecía pensativo en (d si- llón, aí'iadió: — Vamos, no tengas pena. Todo se arregla en la vida. — Bien lo sé; pero lo im[)ortante es que todo se arregle como uno desea. II Muy cerca de la dársena, en la orilla del muelle, blanco de sol, la chalupa de vapor del Latouche- Tré- ville, esperaba al mando de un ofi- cial. En el tapiz de paño azul que cubría la popa estaba sentado un joven muy elegante, moreno, de ojos azules y fino bigote. Después de un rato de silencio, el joven dijo al ofi- cial: —Mi capitán, ¿pensará hacerse es- perar mucho tiempo ese personaje oficial? — Querido señor, todo lo que él guste. . . . Estamos á sus órdenes. . . . Ya sabe usted que en la actualidad todo está á la disposición de los se- ñores diputados. . . . Hay unos vein- te almorzando en la Prefectura y mientras no se acabe el champagne, tendremos que tascar la aldaba. . . . — Tasquemos, pues, mi capitán. Encendió un cigarrillo y contem- pló el curioso cuadro que se ofrecía á sus ojos. En los muelles empave- sados, en todas las calles, en las que flotaban las banderas, las oriflamas, azules y blancas por la Rusia, trico- lores por la Erancia y de todos los matices por los países extranjeros, una multitud bulliciosa se apiñaba, rodando hacia el puente con ensor- decedor estrépito df cantos y de m.úsicas, para presenciar la llegada de la escuadra rusa, vista hacia una hora entre Sicié y Saint-Mandrier. En la rada pululaban los botes, las lanchas, los navios, los remolcado- res, las balandras de vela, de vapor 10 BJBLIOTKCA DB «UL MUNDO Ó de remo, cubiertas de pasajeros hasta hiinilirse y ostentando á miles los vestidos claros, los sombreros lloridos, las sombrillas brillantes; una orgía de colores bajo el rutilante sol (le la Prov^en/a. Todo se movía, to- do se deslizaba; los muelles estaban negros de gente; el mar desapare- cía bajo las embarcaciones. Y allá, en el horizonte de un tranquilo azul, los grandes acorazados de la ilota francc'sa, salidos al encuentro de la escuadra rusa, esperaban empave- sados de banderas y empenachados de humo. — ¿Cuánto tiempo necesitaremos parallegar al Latouche Trév¿lle,uú capitánV preguntó el joven oñcial. —Media hora próximamente, caba- llero. — ¿Y el comandante Beauvoisin ha dalo á usted orden de esperar al di()utado? — Si, señor; y á usted. — ¡Oil! yo he llegado con tiem- po.... Pero, ¿quién es ese diputa- do? ¿Usted lo sabe? — Lo ignoro por completo.. . . De- be üer un personaje importante. — Alguno de esos individuos que echan pestes en la tribuna contra los supuestos despilíarros del pre- supuesto de Marina y á quienes tra- tan con tanto miramiento porqueles temen como á una epidemia. El oíicial no respondió más que con una sonrisa. TJn grupo de señoras vestidas de claro, acompañadas de unos seño- res confaji^ tricolary escoltadas por funcionarios de uniforme, apareció abriéndose paso trabajosamente en- tre la multitud. Un hombro de as- pecto grave, vestido de negro y som- brero de copa y con una sombrilla blanca en la mano, se destacó del grupo y se aproximó á la lancha. — ¿Es usted, señor mió, quien man- da la embarcación del Latouche- Tréville? — Yo soy, si, señor, dijo el oficial. — Entonces, yo soy la persona que usted viene á buscar. — Estoy á las órdenes de usted. — Ven, hija mía, dijo el diputado dirigiéndose á una joven alta que esperaba el resultado de la infor- mación. Esta es la lancha que debe conducirnos. La joven se adelantó y poniendo en la proa un bonito pie muy bien calzado, saltó '. la chalupa, sosteni- da por el oñcial, al que dio las gra- cias con una sonrisa. En seguida se dirigió á popa, donde fué recibida sombrero en mano por el joven pa- sajero. Se embarcaron los marine ros, se sentó el oficial y la chalupa de vapor se puso en marcha pasan- do con facilidad y rapidez sorpren- dentes por enmedio de los barcos de todas las formas y de todos los ta- maños que se dirigían á alta mar; movimiento espontáneo y grandioso de un pueblo entero que sale al en- cuentro de sus aliados para feste- jarlos. En la chalupa, los viajeros empe- zaron á comunicarse sus impresio- nes excitados por aquel espectáculo sin par. — ¡Qué prodigioso cuadro, di:o el diputado, y qué admirablemente da idea de la fuerza de un pueblo! — ¿Cuántas embarcaciones habrá en movimiei'toen torno de n'osotros? preguntó el joven al oficial de ma- rina. — Es muy difícil de calcular Pero todo lo que Tolón puede po- ner á íiote sin riesgo deiise á fondo está hoy en el agua. — Escuchen ustedes, dijola joven; allí cantan. Los ecos de la Marsellesa, trans- portados por las olas, llegaban á nuestros expedicionarios. Era una sociedad coral embarcada á bordo deuna chalupa, queamenizaba aque- lla larga espera improvisando un. LA HIJA DEL DIPUTADO. 11 concierto. De pronto, en otro barco, lina l)an(ia tomó parte en la íicsta y empezó A tocar con todos sus instru- mentos el vals del Petit Bleu. Y en- tonces se produjo un extraordinario desacorde entre el canto patriótico y el estribillo de café concierto, pe- ro en medio de aquella atmósfera recarirada, de aquella orgía de culo- res y de aquel desbordamiento de entusiasmo, las voces y los instru- mentos se confundían en el ruido universal y no desentonaban. Deslizándose por la rada, la cha- lupa había dejado atrás los barcos de los paseantes que bordeaban por el puerto: los pasajeros no veían á su alrededor más que los buques ca- paces de afrontar el movimiento de las olas que á la proximidad de la alta mu* se dejaban ya sentir. El diputado palídei'ió lig^eramen*:e y comprendió que su dignidad parla- mentaria podría resultar súbi ..amen- te comj)rometida si se acentuaba un poco más aquel vaivén. — ¿Estaremos pronto á bordo del buque? dijo. — Dentro de un cuarto de ^ hora escaso, señor; respondió cortesmen te el oficial. Y señalando con la ma- no una mole negra que levantaba sobre las olas su arboladura empa vesada, añadió: ahí tienen ustedes el Latouche- Tréuüle. Sentado en el tapiz de paño azul que guarnecía la popa de la lancha y muy ocupado en contemplar á la encantadora hija del diputado, el joven pasajero no sentía su aten- ción más que muy débilmente solí citada por lo que pasaba á su alre- dedor. Desde el primer momento quedó conquistado por la gracia espontánea de los movimientos de la muchacha rubia y por la candida sencillez de su atavío. Había apro- vechado cómodamente la ocasión de admirar su fino perMl, sus hermo- sos ojos y su boca traquila. La jo- ven no se fijó siquiera en él, absor- bida por el espectáculo que se desa- rrollaba ante su vista. Ni una acti- tud afectada, ni una palabra que tendiese A producir afecto. Se di- vertía de buena fe y lo deja])a ver. El elegante pasajero, por aquella naturalidaíl, tan rara en las mucha- chas que tenía costumbre de encon- tras en sociedad, cedía poco A poco á la dulzura de su admiración y ol- vidando su escéptica indiferencia habitual, se dehannaha en el mo- mento en que precisamente hubiera debido acorazarse mejor. Pero creía correr tan poco peligro al lado de aquella candida persona, que l<' hu- biera parecido una locura tomar precauciones. La joven no le había mirado si- quiera y ciertamente no hubiera po- dido decir si su vecino era joven ó viejo, guapo ó feo. El mar, el cielo, las costas, los barcos ocupaban sus miradas y transportada de alegría, no tenía pensamiento sino para ex- tasiarse. Sin embargo, cuando la chalupa llegó al Latouche- Tréuiile y se colocó al pié do la escalera que conducía sobre cubierta, se vio obligada á dar las gracias á su jo- ven compañero, que la cogió del brazo para impedir que perdiese el equilibrio al subir, á causa de la agitación de las olas. Entonces di- rigió lo vista hacía él y viéndole tan obsequioso y amable, no pudo me- nos de mirarle con complacencia. Desdo este momento, sin haber sido mutuamente presentados y aun sin conccer sus nombres, se hablaron con una especie de irresistible sim- patía. Envueltos en el movimiento de aquella admirable solemnidad, per- dieron casi por completo las costum- bres de reserva y hasta de forma- lismo que debían á su educación. Eran jóvenes, se sentían expansivos y aprovecharon esa tendencia para 12 BIBLIOTECA DID era robarla en un instante toda su poesía. ¿Qué era lo que podía evo- car en su imaginación «la señorita Courcier?» Una co.^turera, una mo- dista, una doncella de ca3> «niña.» Enrique se puso á buscar qué nombre podía conve- nirla, y trató de buscarle en conso- nancia con la gracia modesta y dul- ce de su persona. ¿María? No; no le parecía encontrarla en la acentúa- 16 BIBLIOTECA DB «KL. MUNDO.» ción de esas doa silabas. ¿Matilde? ¿Juana? ¿Luisa? No; ninf^uno de esos nombres le satisfacía. No se detuvo, naturalmente, en los nom bres ridículos y anticuados de Eu frasia, Noeniia, Úrsula. Le hacia fal- ta altjo candido, amable, fino, que le diese la sensación de una ñor, de un perfume delicado y casi desva- necido. Y cada vez más esta inves- tigación evocaba en su espíritu la idea de un ramo de lilas blancas. La flor virginal y aristocrática le parecía que personificaba maravi- llosamente á sus ojos, á la adorable joven que por primera vez le había vuelto soñador. Entonces tomó la costumbre de llamarla lila blanca cuando pensaba en ella, lo que su- cedía casi continuamente. Al cabo de una semana su carac ter pareció tan cambiado á todos los que vivían cerca de él, que se lo hi- cieron observar, y de repente Enri- que adquirió la certidumbre deque la crisis moral que estaba sufriendo era más grave de lo que había creí- do. Si sus padres, si sus amigos le hubieran dejado entregado á si mis- mo, acaso hubiera olvidado, Pero las preguntas inquietas «¿Qué tie- nes? ¿Estás malo? ¿Por qué estás preocupado?» dieron á su estado toda la importancia de un hecho de notoriedad pública. No trató va de defenderse, y se confesó á si mismo que estaba completamente cogido. Una mañana, en la oficina, antes de la Bolsa, cogió maquinalmente el Todo Paris y al hojearle saltó bruscamente á su vista este nom- bre: Courcíer (Julio), diputado de Seine -et-Marne, calle de Spontini, 48, yenBizy (Seine-et-Marne). Ce- rró el libro con despecho, encendió un cigarro y pasó á la habitación de los empleados para distraerse de aquella irritante obsesión. Pero á eso de las cuatro, después de haber dado cuenta de sus operaciones, to- mó un coche de alquiler y se hizo llevar á la entrada de la calle de Spontini, esquina do la avenida Víc- tor Hugo. Una vez allí, recorió len- tamente la acera, por el lado de los impares, buscando el número 48. Le encontró y vio delante de él una especie de cuartel de piedra sille- ría, de cinco pisos, con siete huecos de fachada y la planta baja ocupa- da por un ( afé, un comercio de pá- jaros y una librería y papelería. Sus miradas recorrieron la facha- da en todas direcciones buscando algún indicio para reconocer la ha- bitación del diputado. Y pensó: «Quién sabe, acaso vive en el fondo del patio. Por el otro lado, la casa debe tener vistas al jardín.» Una gran tristeza se apoderó de él al creerse incapaz de obtener ni el más sencillo dato acerca del señor Cour- cíer y de su hija. ¿Entrar en casa del librero y tratar de hacerle ha- blar? El medio era muy usado y muy vulgar, sin contar con que se expo- nía á ser denunciado al padre 7 á causar de este mo:lo una contrarie- dad á la joven. ¿Instalarse en el ca- fé, al lado de los cristales, y espe- rar? El tiempo pasaría sin que reco- giese indicación alguna. Y por otra parte, ¿qué vería? ¿Salir al padre? ¿Entrar á la muchacha? ¿Y después? ¡Bonito adelanto y feliz resultado! Reflexionando así, observó que al lado de la puerta cochera había un letrero que decía: «Se alquila un cuarto» y le ocurrió la idea de visi- tarle. Entró en el departamento del portero y se encontró enfrente de una mujercilla muy pálida, de aire enfermizo y que cosía á la máquina. Explicó que buscaba habitación y la mujer se levantó, arregló su costura y cogiendo un manojo de llaves que estaba colgado cerca de la chime- nea, dijo: — Tenemos desalquilados tres cuartos; dos al p*ktio, uno á la calle; LA HIJA DEL DIPUTADO. 17 mil trescientos, mil ciento y dos mil. Si usteEL MUNDO.> el cuarto y se hubiese marchado en- seguida. ¿Qué hacia? ¿Pastaba allí todavía? Puede que estuviese ace chando el jardín desde la ventana. Muchas ganas tenía de bajar, pero no se atrevía. Llamó á la criada y dijo: — Ilosalía; he oído pasos en el cuarto de encima; el inquilino está, me parece, en su casa y hasta pue- de que se ocupe en mirar al jar- dín. . . .Es muy fastidioso para mi, que tanto rae gusta pasear en él. . . . — ¡Bah! ¿qué te importa eso, hija mía?. ... Te estorban los demás ve- cinos de la casa? Sin embargo, to- dos pueden verte cuando cuidas el jardín. . . . — Están más lejos de mí. Mira si está observando ese señor. La doméstica abrió la puerta de cristales, bajó la pequeña escalina- ta que conducía al jardín, dio algu- nos pasos, levantó la cabeza y con todas sus fuerzas se puso á gritar: — Gilberta, no hay nadie; puedes venir. — ¡Chis! calla, pues; dijo la joven, roja de despecho; si no mira, puede escuchar. . . . — Pero qué tienes, hija mía? pre- guntó la vieja, asombrada de pre- cauciones tan inusitadas. — ¡Nada! dijo la joven desconcer- tada. Y dejando á Rosalía entrar en la casa, empezó á dar vueltas por los estrechos senderos, que el otoño ha- bía ya sembrado de hojas muertas. Al acecho, detrás de la cortinilla hábilmente dispuesta para poder observar sin ser visto, Enrique asis- tió á toda esta escena, oyó á la cria- da llamar á la señorita Courcier «Gilberta,» y quedó asombrado de no haber creído nunca que pudiera llamarse asi. ¡Gilberta! sí, podía muy bien llevar ese bonito nombre, de corte un poco novelesco. Resu- mía perfectamente la gracia candi- da y altiva, el encanto á la vez sen- cillo y refinado de la que tan pron- ta y fuertemente se había impuesto á su pensamiento. Había sentido placer llamándola, en su ignoran- cia, con el nombre de una flor, ptíro experimentó una deliciosa satihfac- ción al poderla dar su verdadero nombre, aquel con el cual vivía, amaba y era amada. Al mismo tiem- po se dio cuenta de la turbación de la joven y tuvo la certeza de que estaba ya informada de su presen- cia, de que se ocupaba de él, de que lío era para ella indiferente. Sintió, sin embargo, escrúpulos de turbar aquel joven espíritu, y re- solvió no mostrarse á Gilberta, res- petar la libertad de su existencia ordinaria, no molestar en nada sus modestas distracciones de todos los días. Y latiéndole el corazón, devo- rándola con los ojos, permaneció de- trás de la cortinilla, inmóvil, silen- cioso, invisible. Fué para él un go- zo indecible verla andar por las ca- lles del jardín, chafando con su pie menudo las hojas amarillentas. Se daba cuenta de su turbación, veía sus miradas inquietas y curiosas di- rigirse hacia las ventanas y perci- bía sus palpitaciones df. impacien- cia. La joven no quería aparecer preocupada, y afectaba un aspecto libre y descuidado; pero sentía una increíble irritación por no saber si era observada. Si hubiera visto al joven indiferente y en modo alguno ocupado en seguirla con la vista, hubiera experimentado un alivio singular, mezcla de seguridad y de- cepción. Paseó cerca de una hora, maquinalmente y casi sin saber lo que hacia, y al caer la tade entró en su casa un poco triste y muy des- contenta. En cuanto desapareció del jardín, se oyó un ruido de pasos, ligeros en el entresuelo, después el golpe vago de una puerta al cerrar- se; luego, el silencio. El señor Ger- LA HIJA DEL DIPUTADO. 25 vais acababa do dejar su observa- torio, en el que nada tenía ya que observar y se alejó de la casa. Por la noche, al volver de una se- sión tumultuosa de laC.\mara,Cour- cier pareció nu\s satisfecho. Jacqui- not había fracasado en su tentativa de formar ministerio, y no pudiendo elevarse con él, su amigo le veía caer con citrto gozo. Aquel fracaso les aproximaba. — Sabes, dijo á su hija; ese pobre Jacquinot no ha podido ag^'upar do- ce republicanos. En cuanto esos per- sonajes se han visto juntos, se han inspirado horror los unos ñ, los otros Barouillet es, sin duda, el que va á continuar las negociaciones. Este es un hombre realmente capaz. . . . No me sorprendería que intentase cerca de mi. . . . Hay ministerios en los que no es preciso hablar. . . . Así es que. . . . — Pero tú hablas tan bien aquí, entre tus amigos .... — ¡Ah! si, aquí, en familia, cuando nadie me interrumpe Pero si pierdo el hilo, me cuesta un trabajo del diablo volverle á atrapar Interpelo notablemente, porque el Gobierno me deja hablar. . . . El ata- que. . . . ¡he aquí mi fuerte! Pero al replicar, en medio de los gritos y los apostrofes, me turbo y todo se va á paseo ¡Ah! es una gran desgracia; pero acabaré por acora- zarme y el porvenir será mío. . . . Gilberta tenia mucha gana de pre guntar á su padre si había tomado informes sobre el nuevo vecino, pero no se atrevió á pronunciar el nom- bre de Enrique. Le pareció que de- jaría abrir su alma y que se podría sorprender en ella todo lo que que- ría ocultar. Ocho días transcurrieron así. Cour- cier, entregado por entero á las preo- cupaciones políticas, parecía haber olvidado completamente á su veci- no. No le había vuelto á encontrar y no sabía siquiera que existía. Sin embargo, Enrique Gervaisiba á la casa asiduamente y con regu- laridad. Lleg'íil)a á eso de las cua- tro y se marchaba al caer la noche, es decir, en cuanto Gilberta desapa- recía del jardín. Hubo algunos días malos en los que la lluvia impidió h la joven recorrer aquellas calles encharcadas, y entonces oyó al ve- cino pasearse de arriba á abajo du- rante dos horas para entretener sus ocios, y en la manera de andar, len- ta y un poco cansada, adivinó su despecho y su descontento. ICstuvo á punto de coger un paraguas é ir, bajo el chaparrón, hasta las plantas del fondo para dar al pobre mucha- cho la ocasión de verla; perc juzgó esa salida demasiado significativa y verdaderamente arriesgada. Se re- signó, pues, á escuchar 'os tacones de su enamorado, marcando el ritmo de su desolado paseo. Y aqu(d rui- do monótono, regular, continuo, to- mó para ella una significación sin- fónica. Descubrió en él toda una lamentación, ruegos, declaraciones, como el lenguaje de un espíritu gol- peador que hubiese traducido los sentimientos de un amante deste- rrado. Courcier, sin embargo, que con tenacidad de sectario, nada olvida- ba, había avisado al secretario ge- neral de la prefectura la llegada misteriosa de «un llamado Gervais> á la casa. El secretario general en- cargó de practicar investigaciones á uno de los jóvenes agregados ásu despacho que hacían su aprendiza- je administrativo gozando de los placeres de la capital. Una observa- ción rápidamente llevada y muy fá- cil de realizar, porque Enrique no se ocultaba, condujo al agente des- de la calle de Spontini á la de Pres- burgo, y en doce horas obtuvo lasno- ticias pedidas. El inquilino á quien 26 BIBLIOTECA DE «BL MUNDO.» se conocía con el nombre de Enri- que Gervais, era el hijo del barón Tresorier, ag-ente de cambio y due- ño de una de las más considerables fortunas de Paris. Ahora bien, la casualidad quiso que el joven funcionario fuese un compañero de coleg-io de Enrique; buen muchacho, entre^í'ado á la ca- rrera prefectorial por la escasez de sus medios y la veleidad de su ca- rácter. Antes de proceder á nada, reflexionó. Tresorier ahrjuilando una habitación de mil francos en una casa de un barrio extraviado nada podía haber allí que fuese amenazador para el orden social. Alguna intriga de mujeres; un mis- terio galante. ¿Era cosa de estorbar aquella dicha clandestina y hollar con las botazas de la policía los sen deros discretos donde dos amantes paseaban sin duda sus deseos? No hizo siquiera llamar á Enri- que; pasó por la Bolsa, después de almorzar, y llevándose á su amigo al Jardín, le dijo á quemarropa: — Diga usted, señor Gervais, ¿qué es lo que usted trama en un entre- suelo de la calle de Spontini? El joven Tesorier hizo un violen- to ademán de sorpresa. — Amigo mío, tiene usted á la po- licía sobre su pista hace dos días y sin mi estaría usted expuesto á al- guna sorpresa desagradable. Aca- so tiene usted consideraciones que guardar, por sí ó por otra persona. . . Supongo que no conspira usted! contra el Estado ! . . . . He creído, por tanto, conveniente prevenirle. . . , — ¡Oh! amigo mío, ¡qué servicio me hace usted! exclamó el joven.. . ¿Cómo agradecérselo? Sí, ha adivina- do usted la verdad; tengo conside- raciones que guardar. ... Y le ase- guro que no se trata ae política. . . . Pero dígame usted, se lo ruego, ¿quén me hace vigilar? — Un diputado muy avanzado y que se mueve mucho Una her- mosa barba, detrás de la cual está el vacio: Courcier —¡Diablo! ¿Pero, por qué me hace espiar? —Para saber quién es usted, de dónde viene y qué quiere. . . .Es un imbécil que cree que el mundo ente- ro se ocupa de su augusta persona y que tiene á la policía como al fue- go, sin perjuicio de servirse de ella contra los demás .... ¿Qué le res- pondo? — Pues es muy sencillo, amigo mío; que me llamo Gervais y que me encierro en la calle de Spontini para estudiar economía política — Bueno; pero no cometa usted alguna imprudencia que nos com- prometa — Esté usted tranquilo, y muchas gracias. Courcier, completamente tranqui- lizado al saber que su vecino era efectivamente Enrique Gervais y que se dedicaba á estudios trans- cendentales, había dejado de ocu- parse de él, cuando un jueves, á eso de las cuatro, se cruzó en el patio con el joven, el cual, no cpontento con saludarle, se acercó á él con aire lleno de deferencia. — Señor diputado, dijo inclinán- dose como ante un potentado, no sé si tendré el honor de que usted se acuerde de mi. He tenido ya el ho- nor de encontrarme en su presen- cia. . . .Y si me atrevo á dirigirme directamente á usted es porque sé que un hombre de su valía no re- chaza á los principiantes ni á los laboriosos por modestos que sean. . Courcier se irguió y echando ma- no de su voz electoral, respOiidió: — Veo que usted me conoce, jo- veuj sí, me intereso por los que tra- bajan y especialmente por los prin- cipiantes... . ¿En qué puedo ser á usted útil? — He emprendido un trabajo im- LA HIJA DEL DIPUTADO. 27 portante sobre el colectivismo, y co- mo sé que usted es el depositario de la doctrina pura, desearía con- sultarle ciertos puntos, para no ex- ponerme á críticas apasionadas. . . . — ¡Ah! ¡An 1 ¿Realmente, joven, so- bre el colectivismo? Obra inmensa y que necesita facultades genia- les — Por eso he tenido la idea de di- rigirme á usted .... — Sí, yo sin duda Pero, ¿usted no ha conocido al padre?. .. .¡Ah! aquel era un cerebro colosal. . . . — En su defecto. . . . — Si, sí, ya lo sé Yo sólo po- seo su verdadera doctrina. . . . pue- do decirlo ¡Si, oslo! Porque no faltan audaces. ... Pero poco importa. .. .Yo escucharé á usted; soy el apóstol de las ideas colecti vistas y no puedo negar mis conse- jos. . . .Mañana, en la Cámara, A, eso de las once, nadie nos molestará... . Haga usted que me pasen su tar JQta — ¡Cuánto se lo agradezco! — No me dé usted las gracias. , . . Me debo á usted desde el momento en que usted defiende, como yo, la causa del progreso humano. . . . Dirigió un saludo protector k su vecino y entró en su casa. Por la noche, en la comida, Gilberta tuvo la sorpresa de oír á su padre decir de repente: — He encontrado hace poco al se- ñor G^rvais. . . .Es un joven muy agradable, poseído de las buenas ideas No me extrañaría que tu- viese un buen porvenir. . . . La joven pensó: «¿Cómo había hecho para ablandar á papá? Se co- noce que es hábil 3' que me ama ver- daderamente, porque el paso que ha dado ha sido para acercarse á mí. ¿Quién sabe? ¡Acaso papá le to- me afición; parece muy disouesto hacia él?» Y toda la velada estuvo alegre y se sintió]feliz. Durante aquel tiempo, Enrique, encerrado en su casa de la calle de Presburgo, se echaba al cuerpo á Proudhon y á Cabet á fin de asimi- larse bastante sus ideas para poder sostener el papel que pensaba re- presentar con Courcier. Y en el mag- nífico hotel de su padre, rodeado de todos los refinatnieHtos del lujo, leía con aplicación el célebre folleto: «Z/a propiedad es un robo.-» A la hora indicada del día siguien- te, p]nrique Tresorier llegg al Pala- cio Borbón y de empleado en em- pleado llegó ala bibliot,'.ca donde Courcier leía los periódicos espe- rando la hora de aL5ted no se fija en lo que estoy ley ende. . . . — Perdóneme usted, señor Cour- cier; no pierdo una palabra. . . . — El piano de mi liija le distrae.. Vamos á cerrar la puerta de la sala. — ¡Oh! no; se lo ruego. Ambos estaban sentados delante de la mesa de despacho y Courcier daba conocimiento á Enrique de un brillante manifiesto destinado á El partido revolucionario, mientras en la habitación inmediata Gilber- ta, á la que hal)ían dejado sola des- pués de cüiíit^r, tocaUa para dis- traerse un andante de Beethoven. Y aquella música clásica, que en el Conservatorio, interpretada por la primera orquesta del mundo pro- ducía al joven un profundo fastidio, le producía el más vivo placer toca- da por la señorita Courcier en un mal piano. Hacia diez minutos que no oía siquiera la voz del diputado, que seguía declamando los perio- dos inflamados de su prosa. No te- nía oídos más que para Gilberta, que, puesto el pedal de la sordina, para no molestar á los dos colabo- radores, bordaba la ejecución con la vaga sospecha de que su enamo- rado podira escucharla de todos modos. Y ciertamente la escuchaba. Se haoía colocado de manera que le permitiese cotemplarla y por la puerta entreabierta divisaba una parte del hombro, un delicado per- fil y una mano ágil que recorría las teclas. Enrique, poseído de la melo- día, marcaba con movimientos de admiración la pieza ejecutada por 30 BIBLIOTECA DB «EL MUNDO.» la joven, mientras Courcier, que creía dedicada á él toda aquella mi- mica, exclamaba con su fuerte voz: —¿No está mal, verdad? ¡Esto es contundente!. .No les dejo hacerse ilusiones, ... ¡Si después de esto no están convencidos de la suerte que les espera!. . Y aquellos á quienes se referían tales interjecciones é interrogacio- nes de satisfacción, ''ellos", eran los propietarios, los rentistas, los capi- talistas execrados, Tresorier padre é hijo, en fin, y todos sus amigos.. . Hacía ocho días que el señor Ger- vais comió por primera vez en ca- sa de Courcier y el día siguiente mismo se había comprado El Parti- do revolucionario. Después, las ne- cesidades de la organización ha- bían hecho ir con frecuencia á En- rique á casa de su director y el fer- vor politico del joven se sostenía por la irresistible influencia que ejercía sobre su resolución la dul- ce mirada de Gilberta. Sin coque- tería, sin cálculo, por el solo presti- gio de su inocencia y de su belleza, la joven había convertido al pobre muchacho en dócil servidor de su padre. Enrique no discutía las ideas de Courcier; las admitía en conjun- to. No quería más que una cosa, ver á Gilberta. Cuando estaba cer- ca de ella no retrocedía ante las teo- rías más monstruosas. La miraba, la admiraba, la adoraba, y esto le era suficiente para ser dichoso. Pero lejos de su presencia reco- braba su libre albedrío y entablaba terribles discusiones con su concien- cia. Se creía loco de atar. ¿A dón- de le conduciría su pasión? ^En qué tirrible callejón sin salida iba á ver- se acorralado deun momento á otro? Porque era bastante inteligente pa- ra comprender que todo le separa- ba del objeto de su amor y que le sería más fácil amalgamar el Mont- Blanc con el Vesuvio que conse- guir un acuerdo entre el barón Tre- sorier y el ciudadano Courcier, Sin embargo, persi«)tía en su empresa. ¿Qué esperaba? ¿Cuál era su sue- lto? ¿Se había presentado á su men- te el proyecto de seducir á Gilber- ta? Ni un solo momento había dis- cutido consigo mismo la posibilidad de semejante desenlace. No hubie- ra pensado en él más que para re- chazarle con horror. Su respeto por la joven era igual á su amor.' En realidad, era muy desgracia- do. Su preocupación constante, des- pués de haber puesto á Courcier el pie en el estribo y de haberle pro- porcionada la cabalgadura, era no caracolear ni exhibirse con él. Huía del periódico y temblaba ante la idea de que se pudiera saber su par- ticipación en aquella obra malsana. Después que veía á Gilberta dia- riamente y se paseaba con ella por el jardín, hubiera querido aniquilar el periódico que había sido causa de sus alegrías. Una mañana,, en el despacho, tu- vo una viva emoción. Sobre una mesa, en el gabinete de su padre, se destacaba un número áe, El Parti- do revolucionario, arrugado por una mano irritada y con la tinta de imprenta fresca todavía. Viéndole como fascinado ante aquel temible papel, Tresorier le dijo: — Sí, querido; aquí tienes á ese canalla de Courcier que posee un periódico ahora.... Tenemos que esperar que nos arañe el mejor día. . . . Pero el diablo me lleve si esta vez no ensarto á ese charla- tán .... ¡Mira ! Lee el articulo de en- trada. . . .Hay ahí también un mal- vado, que firma, Gervais. . . . Un fu- turo huésped del presidio, segura- mente Enrique, con la frente mojada ea sudor, cogió el número para disi- mular y se encontró con un repug- nante artículo firmado Gervais y LA HIJA DEL DIPUTADO. 31 escrito por Courcier, pues por eco- Douiia, el diputado redactaba todo el periódico y ;i fin de evitar la mono- tonía se servia indistintamente del nombre de su colaborador y del sa- yo. Era una innoble apologia de la indisciplina en el ejército. Enrique se puso pálido, dio un gran golpe en el periódico con la mano, y bal- buciente de cólera, exclamó: — ¡Pero!. ... ¡Esto es insufrible! jEsto no puede pasar! Y lanzó á la chimenea la inmun- da hoja, hecha una bola, ya que no podía hacer lo mismo con Courcier. — Querido hijo, ahí tienes cómo estamos, añadió el barón; pero no te incomodes por tan poco. La poli- cía correccional hará cualquier día justicia á esos bribones. Por la noche hubo una explica- ción un poco viva entre Courcier y GervaíSj el cual empleó con su jefe un tono tan áspero, que el diputado, estupefacto, no halló una palabra que responder. — ¡Caracoles! Yo soy soldado, de- cía el joven. ¿Sabe usted que con "un artículo como el de esta maña- na podría hacerme caer en un con- sejo de guerra? Diga usted cuanto se le antoje, pero bajo su nombre, no bajo el mío .... Además, creo que conduce usted el periódi- co de un modo ib ínrdo y no quiero ocuparme más en él. En vez de abordar las grandes cuestiones, de desarrollar las teorías, no trata us- ted más que personalidades y no discute sino hechos .... No compren- do la discusión como usted ¡Hasta aquí hemos llegado! En lugar de enfadarse, el diputa- do, aterrorizado por el pensamiento de perder un auxiliar tan útil, pro- metió formalmente la enmienda. Se convino en que el nombre de Ger- vais desaparecería de las columnas del periónico y que Courcier sería en adelante el único responsable. En realidad, éste prefería que las co- sas se arreglasen así, porque de ese modo no se repartiría la infiuencia y en adelante no se vería ni se te- mería sino á él. Y como precisamen- ttó había enviado á las cajas un ar- tículo firmado Gervaís, que debía aparecer el día siguiente, y en el cual se maltrataba con dureza al clero y al papa, Courcier cogió á to- da prisa el sombrero y el gabán y se preparó á correr al teléfono pa- ra dar orden de suprimir la firma. — Espéreme usted; la oficina del teléfono está á dos pasos; estaré de vuelta dentro de un cuarto de hora.... Solo con Gilberta la primera vez, libre de las miradas de la anciana Rosalía y desembarazado de la vi- gilancia de Courcier, Enrique se sentó cerca de la joven y silencio- samente la miró trabajar. E>taba haciendo un bordado en seda y era delicioso ver aquellos dedos blancos y finos pasear los colores en el cam- biante cañamazo. Un poco inclina- da bajo la lámpara, sus ojos estaban ocultos, pero la luz enviaba un rayo dorado á su bonita nuca desnuda, acariciaba su aterciopelada mejilla y jugueteaba en el hueco nacarado de sus diminutas orejas, orladas de rosa. Alzó un poco la frente y dijo sonriendo: — Me parece que no está usted en- teramente de acuerdo con papá. . . . He oído que hablaban ustedes fuer- te en el gabinete. . . . Siempre se tratará de esa dichosa politic«i que tanto detesto. . . . —¿Y por qué? — Porque todas las penas que he- mos tenido hasta aquí han proveni- do de ella. ... Mi padre que es tan bueno, se pone terrible cuando se trata de sus opiniones, y siempre tengo miedo de que se comprometa en aventuras peligrosas. . . . Ya me ha tenido muchas veces con el alma en un hilo. ¿Cómo es que usted, se- 32 BlBLlOTfCCA OR Iie)itas que esa fortuna me moleta un poco.... Se podrá creer que soy una ambiciosa y me sentiré menos libre para defender mi dicha. — Acépteme usted rico, como mo hubiera aceptado pobre, Gilberta, dijo Enrique tiernaaiente. No escul- pa mia si hay tanto dinero en mi ca- sa. Yo no he hecho nada para ga- narlo. Soy un hombre de negocios bastante mediano y en realidad no hubiera tenido grandes necesidades, porque soy sencillo en mis gustos; pero prometo á usted que daré mu- c!io dinero por sus manos á los que sufren, para que se me perdone el poseer más de lo que es justo. Se echó á reír y dijo: — Quisiera que su padre de usted estuviese allí: vería que soy también un poco socialista. . . . — ¡Oh! usted es generoso y bueno y me gusta todo lo que le oigo de- cir... . Pero es muy tarde; es preci- so que se vaya usted, porque mi pa- dre puede volver y sería violentar- le si le encontrase aquí. ... Su ma- cr.í de usted quiere verme; ¿cómo haré para encontrarla?. , . . —¿Asustará á usted ir mañana á la calle de Presburgo con Rosalía'?.... — Intimidarme, un poco. . . . pero asustarme, nó. — Entonces voy á anunciar su vi- sita y mamá la esperará. . . . Deje us- ted su explicación con elseñor Cour- cier para la noclie, si es posible, á fin de tener toda su libertad de es- píritu durante el día. — ¡Qué precupado está usted por el efi'xto que pueda producir! — Si nada la turba, si es usted. . . usted misma, ¡oh! entonces estoy 40 BIBLIOTECA €DH RL MUNDO.» tr.anquilo; obtendrá usted todos los sufragios. — ;.tíu padre de usted estará en casa? — No; no está nunca durante el día. — ¿Y usted? — Me parece más correcto no pa- recer por allí. Se encontrará ubted sola con mamá.... Y verá usted Gilberta mía, que mujer tan perfec- ta y adorable. . . . Todavía niuy her- mosa, aunque el gandulón de su hi- jo la envejece un poco. . . . Pero so- bre todo, amable y benévola. . . .Us- ted la amará, estoy séf^uro Y ella también tendrá que amar á us- ted Gilberta sonrió y señalando el re- loj, dijo: — Vamos Enrique; es preciso se- pararnos. — ¡Es verdad! Me estaría aqui hasta la noche si usted no me des- pidiese.... No me doy cuenta de que pasa el tiempo, tan dulce es pa- ra mi estar cerca de usted. . . . ¡No separarnos más, Gilberta, nunca, nunca ! Sera una felicidad tan gran- de, que me preg'unto si llegaremos á realizarla. — ¿Ya duda usted del éxito? — A fuerza de desearle. — Hombre de poca fe, y sobre to- do, de poca obediencia; hay que marcharse. . . . — Sí; y no puedo decidirme á ello. Si una vez fuera de aqui no pudie- se volver, ni ver á usted más Tengo el corazón apretado como por el presentimiento de una des- gracia. La joven fijó en él sus ojos tran- quilos y francos. — ¿Me olvidaría usted, dijo, si no me volviese á ver?. . . . — No, Gilberta; pero sería muy desgraciado. — Yo también sería muy infeliz, por raí y por usted Acaso con- sintiera en sufrir sola. .. .Pero sa- ber que usted sufría como yo y por mi causa, creo que me daría el va- h)r necesario para afrontarlo todoá fin deponer coto ásu pena. ...No du- de usted, pues Si . . . me ama verda- deramente, nada podrá separarnos, sino nuestra voluntad. — ¡Que si amo á asted! .... — Hasta la vista, entonces. — Hasta la vista. Se estrecharon largamente las ma- nos y pareció que en aquel apretón de sus dedos temblorosos, cambia- ba sus corazones. YHI La tormenta que Gilberta y Enri- que habían resuelto retardar hasta el día siguiente por la tarde, des- pués de la visita á la calle de Pres- burgo, estalló de improviso aquella misma noche. Al volver Courcier á las se]s de la Cámara, solamente en su paso irregular y en su manera brusca de cerrar las puertas adivi- nó la joven que su padre no se en- contraba en su estado ordinario de espíritu. Por lo demás, apenas en- tró en el gabinete para dejar sus pa- peles, pasó á la sala, y sin tomarse tiempo para decir buenas noches, se apoyó en la chimenea con aire trágico y exclamó: — ¡Bonitas cosas he sabido hoy, hi- ja mía! Verdaderamente, cree uno ser perro viejo, haber visto mucho y estar ala defensiva, y está expues- to á pesar de todo á las peores sor- presas Nuestro vecino, ese jo- ven, ese Gervais, que se decía tan buen republicano, que subvenciona- ba mi periódico y que se hacía mi discípulo, mi satélite Ah! ¿Sa- bes quién es? Gilberta palideció de dolor y de inquietud, y con voz alterada res- pondió: — Pero, papá. ... LA HIJA DEL DIPUTADO. 41 —¡Xo, tú no puedes sospechar una cosa así! La realidad va más allá de toda provisión, de toda suspica- cir . . . .Parece que está uno soñan- do Ese joven no se llama Ger- vais, es un reaccionario furioso, no ha puesto El Partido revoluciona- rio á mi disposición más que para perderme, se ha unido á mi para es- piarme. . . .Es un polizonte, un ca- nalla, y para decirlo todo, el hijo de mi peor encmig-o: el barón Treso- rier. Gilberta prorrumpió un ¡oh! que tanto podía pasar como una pro- testa que como una acusación, y temblorosa, no abrió los labios. Su ]>adre andaba á larg'os pasos y ame- nazaba al techo con sus brazos fu- riosamente a^^itados. — ¡Quión comprende semejante aventura! ¡Y yo he caído como ua imbécil en las redes de e?'} mal- vado!. , . .Tenia el aire tan candido, tan convencido .... y después, pa^^-a- ba. ¿liase vií.to cosa semejante? ¡Pag'aba 1 Yo mismo le he visEo sa- car treinta mil francos del bolsillo, como yo sacaría cincuenta cénti- mos. . . .¿Y para qué? Si, ;. para qué? Evidentemente para embarcarme en alq'ún mal asunto y perderme ¿Piensas cú que se dan treinta m.il francos asi como asi, para nada, por el g'usto de p:astarlos? El mejor día me hubiese visto maniatado, á mer- ced de esos innobles realistas, que hubieran tratado de convertirme en un traidor á nñ partido. ¡Ah! ¡Xo me conocen! ¡Antes la muerte! si, ¡la muerte! Estaba rojo como la púrpura y su larga barba, erizada por el furor, presentaba unas puntas como dar- dos. Kizo un ademán á lo Danton y rompiendo en una carcajada, ex- clamó: — ¡Ah! pero ya he descubierto la mina. .. .Ahora, que vengan; aquí me encontrarán! Un poco aliviado por aquel des- ahogo furioso, anduvo n:cnos brus- camente y sin vociferar. Entonces Gilberta se arriesgó á preguntar: — Pero, cómo has sabido .... — ¡Oh! iJe la manera más senci- lla. . . .Había sabido que en la pre- fectura de policía había hecho mu- cho efecto el gran artículo que jiu- bliqué hrice dos días, titulado: La revolución y los agentes ¡n^ovocado- res. . . . Hoy he encontrado á Marve- jouls, empleado en el despacho del prefecto; me paró en la galería de la Paz y (ne dijo: Vam.os á ver, Cour- cier; ¿es una guerra á muerte laque usted nos declara?— Si, respondí; ya lo sabe usted, nada dctreguas. — En- tonces él replicó:— Eso noes amable; abusa usted de. nuestra complacen- cia, porque si quisiéramos hundir- le, lo hariamos con una sola pala- bra.— ¡Cómo hundirme!— Si. Basta- ría hacer publicar por uno de nues- tros amigos ce dónde viene el dine- ro de s'.í periódico de usted. . . .En- tonces, tú me conoces, la sangre se me subió á la cabeza y me puse á gritar: ¡De seguro no viene de uste- des! ¡Xo! ¡Xada de fondos secretos! ¡Yo no cometo tal bajeza! El im- bécil se permitió mofarse y me res- pondió:— Usted preüere el dinero de los jesuítas y de losorleanistas. — Di un salto:— Expliqúese usted, sino — Entonces me sopló al oído que mi comanditario no se llama Gervais, sino Tresorier; que es esto, que ha- ce lo otro. . . . todo lo que yo sabía tan bien como él, y me dejó petrifi- cado al pie del busto de Mirabeau, que parecía burlarse de mi. . . .¡Aquí tienes cómo lo he sabido! ¿Cabe imaginar una combinación más tor- tuosa ni más pértlda? ¡De los jesuí- tas, si; tenía razón Marvejouls, y do los orleaniatas! ¡Bien se ve su mar- ca de fábrica! Pero esto no puede quedar así: en cuanto Gervais, ó it^e- jor dicho, el hijo de Tresorier, cai- 42 BIBLIOTECA DB «EL MUNDO.» <]^a en mis manos; ¡yo le, haré saber si os permitido burlarse impunemen- te íle un discípulo de Blanqui ! — Pero, padre mió. replicó Gilbt'r- ta dulcem*»iite; ¿es seguro que el se- ñor Tresoricr ha tenido proyectos tan maquiavélicos?. . . . Acaso la ver- dad sea mucho más sencilla de lo que te han dicho y de lo que tú crees Courcier se detuvo bruscamente, y ])ia atándose delante de su hija, con la mirada severa y ceño fi unci- do, dijo: — ¿Qué significan esas palabras?.... Explicate sin reticencias (jSabes alg'o? ¿Ese Gervaistelia ha- blado? — Si, papá mío; hoy mismo. — ¿Y qué te ha dicho? Gil berta permaneció silenciosa, pero su silencio estaba tan lleno de revelaciones, que Courcier vio cla- ro en un iiistante, y todos los velos se descorrieron para él. La conduc- ta de Enrique resultó explicada y se hizo racional y lógica, pero nc más satisfactoria para el pa«lro de familia y tan conipromeíed'ira como antes para el hombre político. Des- pués de un instante de reflexión, durante el cual la situación se des- envolvió en su mente hasta las más remotas con.-^ecuencias, Courcier cre- yó necesario interroo-ar á su hija, y dijo con mucha calma: — Así, pues, era por ti, por quien se acercó á nosotros. . . . — Sí, padre mío. — Pues bien, hija mía; por cam- biar de obje'to no es menos repren sible la conducta de ese hombre, porque además del daño que su in- ^•ercncia en mis asuntos me ha cau- sado, existe el que su intrusión ha podido causarte. Pero ¿ha tenido la audacia de declararte sus sentimien- tos?.... — Preciso ha sido. Debo decir que se ha explicado con una perfecta conveniencia — ¿Y cuál ha sido su conclusión? — La única, ])adremio, que podía ser admisible: me ha ex[)resado el deseo de casarse conmif^o. . . . Courcier exclamó con furor: — ¡Tú! La hija de Courcier, casar- se con ese aristócrata? — ¿Acaso te opondrías á ello, pa- dre mío? — No tendría necesidad de mez- clarme en el asunto para que todos esos hermosos proyectos viniesen á tiiU'ra, dijo Courcier con amar^^-ura. ¡Verás lo que piensa de ellos la fa- milia Trcsorier! ¿Gilberta Courcier nuera de la señora baronesa? ¡De una mujer que exhibe armas nobiliarias en la porte^zuela de su coche, que es amig-ade. la madre del pretendiente y que preside la aso- ciación de propaganda á'A Sagrado Corazón? ¡Ah! mi pobre hija; tú ve- rás lo que somos nosotros para esa gente. ... ¡Su hijo, el joven Treso- ricr! ¡Una princesa les parecería po- co! ¿Sabes que. el barón tiene más de un millón, dosciento.=í mil francos de renta ganada en la BoJ&a, que es el oficio más degradante que existe? ¿\^ todo ese dinero iba á ser para la hija de Courcier? ¡Vamos! En primer lugar, yo no querría. . . . ¡Pe- ro no tendré el trabajo de negarme! no se nos ofrecerá semejante cosa... — Entonces, papá, ¿qué significan las palabras del señor Tresoricr? ¿Qué oculta su petición? — ¡Un lazo! Un lazo innoble y muy usado á fuerza de haber servido. £1 de todos los seductores que, antes, dan palabra de matrimonio y des- pués. . . .Bija mía, te he dado una educación viril; conoces las dificul- tades y los peligros de la vida y tu virtud está iluminada por tu inteli- gencia. . . . Pueíio, pues, hal)lar sin herirte. ... No tengas confianza al- guna en las promesas que te haya LA HIJA DEL DIPUTADO. 43 hecho Son oti'íis tantas menti- ras. . . .IVases (lo hombro corrido,. , . subtortu,i>*ios df 1 auti<;'U0 r(\£^'iinon.... Esc cabaüero se ha dignado lijarse en vnia hija del puel)Io y con osa proU'taria todo es pcu-niitido; ¡son jue<^*os de f^rnn señor!. . . . ]Ostate en guardia; no te dejes convencer, por- que no tendrías bastantes Ligrimas para llorar tu des(!ngaño Por lo demás, ya estov sobre aviso y me encargo de dar buena cnenta deesa galanle ave de rapiña si se atreve siquiera á pasar por delante de mi casa. ¡Tan verdad como que todos los hombres son iguales; si le atrapo, le rompo la cabeza! Gilberta lunñera podido traer á su padre á nn concepto más justo de la situación revelándole las in- tenciones de la señora de Tresorier, pero creyó prudente no decir nada. Dado el estado de su espíritu, Cour- cier tenía que apreciar torcidamen- te la intervención, tranquilizadora sin embargo, de la baronesa. ¡Quién sabe si se hubiera opuesto á la cn- irevista proyecrada y hubiera hecho asi muy improbnble la realización La señora de Tresorier, al oír es- tas palabras, paració asaltada por una inquietud repentina. Dejó oir una tos nerviosa y sonrió, pero ya no con expansión, L'na contracción involuntaria crispó sus facciones y pareció dudar, como si temiese dar forma al pensamiento que encerra- ba en su mente. Por fin preguató con voz un poco alterada: — Sm embargo, ¿ha dejado á us- ted cumplir sus deberes para con Dios? Gilberta dirigió á la señora de 46 BIBLIOTECA DF. «EL MUNDO.» Tresoricr una mirada en la que cen- telleaba el candor y respondió sen- cillamente: — Señora, tenía un año cuando perdí á mi madre, y todo lo ignoro en relii^'ión. A excepción de mi an- tigua doncella, nadie se ha tomado el trabajo de guiar mi conciencia. Soy una ignorante completa, lo con- fieso ruborizada delante de usted, pero soy demasiado sincera para ocultarlo. — ¡Cómo! exclamó la señora de Tresorier con estupor: ¿Nada de re- ligión? ¿Nada de creencias? ¿La indi- ferencia absoluta?. . ..Pero, hija mía, los salvajes qu'v'. los mi>íoneros en- cuentvan en el desierto no tienen el alma más cerrada. . . . ¡Veinte años y sin religión ! ¿Es posible? ¡Pero eso es un crimen! — ¡ Oh ! señora. . . . contestó Gilber- ta, cuyos ojos se llenaron de lágri- mas. — Perdóneme usted, querida ni- ña. Yo me exalto. . . .¡ Es esta una sorpresa tan grande y tan dolorosa para mi. , . .Pero, vamos á ver; no es posible que esté usted comphta- mente fuera de la Iglesia. . . ¿Ha si- do usted al menos bautizada? — Si; señora. . . . — j Ah! ¡El cielo sea loado! excla- mó la señora de Tresorier como ali- viada. ¡Siquiera es uu sacramento! y no está usted como un perro ó un gato. . . .¡Pero hasta los veinte años lejos de la luz, sin creencia buena ó mala, ni aun herética!. . . .En íin, to- do se puede reparar.... Veamos; cuénteme usted .... expliqueme — Es indudable, señora, que si mi pobre madre hubiera vivido, hubie- ra yo seguido su religión sin que mi padre pusiese obstáculos. . . .Ella era piadosa y papá la dejaba en completa libertad. Respecto de mí, hubiera sido preciso que él rompie- re su neutralidad y no ha querido... — y usted, querida niña, ¿no ha pedido nunca hacer su primera co munión, aj)render el catecismo, co- mo sus amigas? — Nunca las he tenido, señora; siempre he vivido muy aislada. .Mi padre, que no es de París, nunca ha entablado relaciones más que de po- lítica ó de negocios. Solamente á los quince años he tenido compañeras en el liceo, al que he asistido como externa para, completar mi educa- ción. — i Al liceo! exclamó la baronesa fijando en Gilberta miradas de cons- ternación. ¡Naturalmente; esto no podía faltar! ¡Al liceo de ni- ñas!. . . .¿Y qué han enseñado á us- ted en esa casa, hija mía? — ¡ Oh ! aqiudlas señoras eran muy buenas, dijo la joven, y todo lo que nos enseñaban era excelente.... Sería una ingratitud no reconocer- lo.... — Pero ¿qué principios han dado á uste^i? ¡Qué! ¡La escuela sin Dios; las niñas sin religión ! ¿Pero qué nuijere?. serán después? ¿Qué ma- dres? ¡Si! Esas desgraciadas tendrán á su vez hijos, y no les enseñarán á juntar las manos para decir una ora- ción, y no les mostrarán el cielo, y no les hablarán de la Virgen ni de Jesús Les ocultarán los más her- mosos ejemplos de abnegación y de caridad que se conocen. . . . ¡Queri- da hija mía; eso es monstruoso! ¡No! no puedo discutir con calma seme- jantes cosas. . . . ¡ Ah! yo no me espe- raba muchas dificultades y terri- bles sorpresas, pero lo que acabo de descubrir excede á todo lo que pudiéramos temer. . . .;Sin religión! Pero al menos, veamos, dígame, ¿no la tiene usted horror? La baronesa, mientras hablaba^ se había acercado á Gilberta; la ha- bía casi cogido en sus brazos y la interrogada con un ardor en el que s'e veía ya el proselitismo. —¿Cómo he de tenerla horror?. . . LA HIJA DEL DIPUTADO. 47 La tumba do. mi madre tiene una cruz ^'rabada v.n la piedra y me arrodillo .siempre delante de ella cuando voy á llevarla floros. . . .Mi vieja IvOMilia, cuando yo era muy pequeña, me eiisefió una oración, la única que conozco, para pedir que mi querida madre reposase en paz.... Esta oración se dirii:ía al cielo, á \u\ ser que yo desconocia, pero al que invocaba para que fue se indul<;ente con aquella cuya des- aparición me llenaba de pena. Us- ted lo ve, señora; la religión no pue- de ser repulsiva para mi, puesto que ha estado mezclada á mis fer- vores instintivos y á mis recuerdos más tiernos. — ¡B.^ndito sea Dios! Nosotros la salvaremos y de este modo será us- ted aún más la predilecta de mi co- razón. Pero, hija mía, es preciso que usted reílexione sobre lo que acabamos de decir: todo estoesi;"ra- ve y no debe ser tratado lig-eramen- te. Se le presenta á usted una mo- dificación moral considerable, y con- viene que usted la acepte, ¿qué di- go? que la desee con ardor. No quiero que hablemos de e-to más tiempo, porque temo no dejar á us- ted batstante libertad .... La señora de Tresorier, que ha- bía recobrado toda su sangre fría, tocó con su blanca mano la mejilla de Gilberca, y dijo muy afectuosa- mente: — ¡Ah! pag-ana, usted no ha ado- rado nunca más que á la naturale- za. . . y no ha pensado en el que la creó Pero, ¿á quién atribuyen esa obra sus maestros de usted? ¿A la cusualidad? Gilberta sonrió y un relámpago de malicia brilló en su mirada. — ¡Oh! á la casualidad no, señora. ¿Cómo creer eso? A transformacio- nes sucesivas de la materia. . . . La baronesa le puso la mano en la boca, y dijo riendo: — ¡Pequeño monstruo, cáUese us- ted! ¡ Está usted blasfemando ! lAyl ¡No se les habla de Dios y se les pre- dica Darwin! ¡Vamos! Separémo- nos Hemos hablado demasiado para poder dormir esta noche Qe.iera Dios que nu(>stro sueño sea mañana más tranquilo. La baronesa se levantó y acom- pañaba á Gilberta, cuando al pasar jtor una de sus hermosas vitrinas llamó su atención un objeto. Era un librito encuadernado en tafilete vio- leta* con fiores de oro, cerrado por un broche en forma de cruz. La se- ñora de Tresorier se detuvo, abrió el mueble, y cogiendo el volumen, se le ofreció á la joven. — Tome usted, hija mía; no quie- ro que se vaya con las manos va- cías. . .Llévese este libro: tiene un valor histórico que usted apreciará, porque perteneció á Mme. Isabel, hermana de Luis XVI, y en él leía < n el Temple esperando la muerte.... Pero tiene también otro valor mo- ral; es la Imitación de Jesucristo.... Léale y encontrará en él todavía las huellas de las lágrimas de la noble mártir á quieu ayudó á sufrir con resignación .... Es la obra más bella que ha salido de manos de los hom- bres. . . .En él aprenderá usted á co- nocer lo que la han dejado ignorar. Gilberta recibió el precioso volu- men con mano un poco temblorosa. Tímida, balbuceaba una fórmula de agradecimiento,, cuando la señora de Tresorier la atrajo hacia su pe- cho con un movimiento maternal y la abrazó con ternura. Se abrió la puerta, la joven, toda turbada, vio en una banqueta de la antecámara á la vieja Rosalía que la esperaba, y después de dirigir á la madre de Enrique el último ademán de des- pedida, se alejó. 43 BIBLIOTECA DB «EL MUNDO.* IX ^ Oculto tras una cortina de la ven- tana de su cuarto, Enrique observó la llegada deGilbertay con el co- razón palpitante gozó de aquel es- pectáculo deliciosu para él; la entra- da en a(iuellu casa de l.i que amaba. Eí^to primer acto de una posesión^ que en su pensamiento debía ser de- finitiva, pues él no admitía que la señorita Courcier pudiese no ser su- ya, había sido preparado por él cun una perseverancia que no le era ha- bitual. Su indeíVrencia y su moli- cie ordinaria se habían trocado en decisión y atrevimiento. Se sentía apercibido á la lucha y no dudaba de la victoria. Al oír el apagado rui- do de idas y venidas en el hotel, se dijo: ya sube la escalera principal; ya llega al saloncillo; ya entra y se encuentra delante de mamá. ¡Con tal que no esté demasiado asusta- da!. . . . Quizo aguzar el oído, pero no oyó nada más; entonces se puso á pasear para entretener el tiempo, desde ia puerta hasta la chimenea, con la vista en el reloj y observan- do con alegría que la entrevista se prolongaba. Al cabo de tres cuar- tos de hora, un vago movimiento, el ruido de una puerta al cerrarse, pasos ligeros en el vestíbulo, le ad- virtieron que la visita terminaba. Se acercó al balcón y vio á Gilberta que atravesaba el patio, en compa- ñía de su doncella: iba con la cabe- za un poco inclinada y como embar- gada por graves reflexiones. La por- tera abrió un postigo y Gilberta de- sapareció. Enrique, repentinamen- te triste, sin saber por qué, perma- neció cerca de los cristales mirando la arena del patio, con una sensa- ción de frío en el corazón. Aquella impresión era tan penosa, que qui- so sustraerse á ella, y lanzándose fuera de su cuarto se dirigió al de su madre. La baronesa estaba sentada con aire jensativo al lado de la chime- nea en (d sitio en que la dejó Gil- berta. Levantó la cabeza al ver en- trar á su hijo, y adivinando su im- paciencia, dijo: — Acalca (le salir, liijo mío. . . .¡Ay! ¡Qué encantatlora es: — ¿Por qué «¡ ay!» mamá? — ¡Ah! amigo mío, porque todo cuanto pudiéramos temer de su ho- rrible padre, es nada, comparado con lo que acabo de saber. — Pero .... ¿qué? — I Qué no tiene religión! Enrique hizo un gesto que podía muy bien significar, ¿y no es más que eso? porque su madre añadió en seguida: — ¿Qué podría ocurrir más grave? — ¡Por favor, mamá; no exagere- mos. Efectivamente, eso es mu\'' se- rio, pero no irremediable. Y desde luego es infinitamente preferible á que tuviese una pierna rota. . . . —¡Qué horror! exclamó la baro- nesa escandalizada. He aquí cómo pensáis ahora. ... ¿Y es mi hijo el que habla de ese modo? — Vamos, mamá, dijo Enrique; te lo suplico, no tomemos las cosas á lo Torquemada. . . . Sabes muy bien que no tengo ideas subversivas, pe- ro, sin embargo, he adelantado con mi siglo. . . . Un poco de liberalismo no sienta mal Seamos toleran- tes — Pero, en fin, ¡tú no pensarás ca- sarte solamente en la alcaidía! ¿No es verdad? Ni con una mucha- cha que V. penas está bautizada. . . . si lo está. . . . Ella lo asegura, pero... La señora de Tresorier no termi- nó la frase; la palabra expiró en sus labios, porque la puerta del salón se abrió y entró su marido. La madre y el hijo cambiaron una mirada an- siosa. La aparición del barón les puso instantáneamente de acuerdo. — i Y bien ! ¿qué sucede? preguntó LA HIJA r>EL DIPUTADO. 49 el barón adelantándose, ¿os callAis cuando yo entro? ¡ Parece que dis- putábai.>! ¿Son aún las historias ab- surdas de Cfcte caballero las que in- troducen aquí la turbación? Vamos á ver, ¿qué pasa? Quiero que se me explique La baronesa se creyó en el caso de decir la veraad. — He tenido la curiosidad, que tú me perdonarás, (!<; conocer á esa jo- ven. . . .Ya sa'ues. . . . — ¿La señorita Courcier? ,— Si; la he vog-ado que viniese á verme y acaba de salir de aquí, — ¡Bueno! ¿Y cómo la has encon- traílo? — ¡Encantadora, amig-o mío, com- pletamente encantadora! . . < . — ¿Que me dices?. . . . — Solamente que he quedado en- teramente contrariada porque en el curso de la conversación he averi gLiado que no ha cumplido ning'uno de sus deberes reliádnosos. . . . La baronesa esperaba una explo- sión, pero su marido no pestañó. La miró tranquilamente, y dijo: — ¿Y qué te asombra en eso? — ¡Cómo! balbuceó la señora de Tresorier; ¿no estas indig-nado? — ¡Indig-nado! ¿De qué? Eso era de esperar. Vais á buscar la hi- ja de un canalla y os quedáis estu- pefactos porque no es un ángel. . . . ¡Es g-racioso 1 Al oír esta conclusión, Enrique, que empezaba á animarse viendo á su padre mucho más moderado de lo que esperaba, se dejó caer en un sillón y se apretó desesperadamente la cabeza con las manos. — ¡Enrique! exclamó la baronesa, y volviéndose hacia su marido, aña- dió: ¡No vez la pena que causas á este muchacho!. ... — ¿Piensas que le voy á ocultar la verdad? Le trato como aun hom- bre. Se lia metido en una aventura que no le producirá más que ma- les... . Quiero salvarle, antes de quo sea ya tarde. . . . Enrique bajó las manos y mostró una cara cuya palidez y cuya tris- teza alarmaron dolorosamentc á sus padrts. En seg-uida dijo con voz firme: —Mi padre quiere tratarme como á un hombre y se lo ag-radezco. Tam- bién yo hablaré como hombre. Sin culpa alguna por mi ¡¡arte; ¡lor el solo efecto del azar, he encontrado á la señorita Courcier, la he amado, y la considero como inocente de las malas acciones que podéis achacar á su padre. Os pregninto, pu(;s, álos dos, si queréis contribuir á aseg"u- rar mi dicha haciendo todo lo que dependa de vosotros para que so allanen las dificultades contra las cuales voy á estrellarme. Sin voso- tros, no puedolog-rar nada; con vos- otros puedo esperarlo todo. Tenéis en mí un hijo respetuoso. Hasta hoy jamás os he causado una pena, que yo sepa, y en todo caso habria íiido involuntju'ia y os pediría sincera- mente perdón. Me queréis mucho, no puedo dudarlo, porque me ha- béis dado de ello muchas pruebas; y no podéis desear que sea desagra- ciado. Sed, buenos, pues, conuíi^^o hasta el punto de ayudarme á sacar á esa joven de la mala atmósfera en que se encuentra; á educar su al- ma como so ha ediicad-o su pensa- miento; á hacerla, en fin, tan per- fecta en lo moral como lo es en lo fí- sico. Os lo suplico, no rechacéis el rueg-o que os dirijo, olvidad vuestras prevenciones, prescindid de vues- tros prejuicios. Sed parala queamo tan indulgentes como habéis sido para mi, y toda la vida la pasaré en demostraros, con más cariño toda- vía, el ag-radecimiento que llenará mi corazón. . . . Dominado poco á poco por una emoción creciente, Enrique pudo apenas articular las últimas pala- 50 BIBLIOTECA DE «LE MlTNnO.> bras. Las lág-rimas acudieron á sus ojos y ahog'ado por los sollozos, per- maneció nuulo ante sus padres, que sentados Juntos, miraban con estu- por á aquel hernioso joven, del que estaban tan orgullosos y que pare- cía encontrarse en el último g'rado de la desesperación. Les parecía que aquella existencia tan cuidada, tan dichosa, tan brillante, caía de pronto en ruinas. La madre no pu- do resistir más tal espectáculo; co- gió la mano de Enrique, y atrayén- dole hacia ella, dijo: — Vamos á ver, Enrique; no va- yas á ponerte malo .... ¿Ves? es- tás tembloroso .... Abrázame. . . . ¿Acaso te hemos dado jamás una pena tu padre ni yo?. . . . No tene- mos más que á tí en el mundo, bien lo sabes. . . . ¿Qué sería de nosotros si te viésemos desgraciado?. . . . Tu padre va á encontrar un medio de arreglar todo esto. . . . Tranquilíza- te.... Ya sabes que es hombre al que nada se resiste cuando quiere formalmente una cosa. ... El ten- drá piedad de nosotros. . . . ¡Es tan bueno! Viendo .1 su mujer pasarse de es- te modo al enemigo, anta sus ojos, y dejarle solo en su campo, el ba- rón hizo un ademán de descontento. — ¡Esa es buena! ¡Asi tenía que acabar esto! ¡La madre y el hijo aliados contra nd! ¡Diablo! hija mía; no tienes carácter.... No puedes ver llorar á este gandulón durante cinco minutos sin volverte loca ¿Qué puedo hacer ahora para resis- tir su obstinación? ¡Voy aparecer un tirano, y bien sabe Dios que no tengo semejante vocación! Y empezó á pasearse por el sa- loncillo, contrariado, perplejo, pero ya tranquilo. Al cabo de un instan- te se detuvo delante de la madre y el hijo, que estaban abrazados para consolarse de sus recientes v comu- nes angustias, y preguntó con aire regañón: — ¿Y es muy bonita osa chiquilla? — ¡Oh! papá, ¡si la viíiras! — ¡Su sangre es mala! No me fío.... ¡Nos hará andar en un pie!.... Ya ha empezado por de pronto. — Pero es dulce, buena, encanta- dora — Antes, todas son asi; pero des- pués. ... — En cuanto hables con ella cin- co minutos, la adorarás.... Aquí tienes. . . .mamá. . . . — Tu mamá no es^á tan entusias- mada. . . .¡Eres tú el qiie la vuelve del revés!. . — Sí, amigo mió, dijo la señora: deTresorier;es verdaderamente de- liciosa... .Creo que nos haría ho- nor. . , .Y til, que eres tan aficionado á todo lo bello. . . . — ¡Eso está bien! ¡Ahora salimos con otra canción! ¿Qué apostamos á que va á ser preciso meter á esa jo- ven en nuestra falilia á titulo de ob- jeto de arte? — ¡El más preciso de tu colección! — ¡ El más caro, sobre to/lo! ¡Cás- pita! ¡La hija de un Courcier! ¡Qué- efecto para el mundo! ¿Qué S3 va á decir? — Bien sabes que nadie se atre- verá á discutirte. . . .¡Un hombre co- mo tú ! . . . . El barón no pudo impedirse una sonrisa, y dijo con aire tranquilo: — Es verdad que se me trata bien generalmente.. ¡Buena falta va á hacerme, porque, en realidad, esto va á ser una irrisión! — ¡ Ah! ¡Ya no dices que no! — ¡Qué medio me queda, si me es- táis atormentando los dos!. . — Enrique saltó á su cuello con tan buenas ganas, que^ estuvo á punto de ahogarle. Y mientras su padre le acogía sin resistencia, dijo: — Será preciso que tomes á tu LA HIJA DEL DIPUTADO. 51 carg'o el ver al señor Coureicr. . . . — Pero. . . . — Es indispensable. ¡Fiíriirate si estara or^-ulloso, en el fondo, por el paso que vas á dar! — Nunca lo estará tanto como 30 contrariado. . . . — No querrás que sea mamá la que vaya —No. ¡yo iré!. .. ¡Yo iré!... ¡ Ah! Ese Cour'íier . . . Pero que no esté in- conveniente, porque entonces. .. — ¡Gil! No irás á verle para bus- carle querella ¿Quieres que te acompañe? — No seria correcto. Y después, prefiero que no presencies mi humi- llación. . . . —¿Entonces irás mañana? — ¿Por qué no ahora mismo? — Es que creo inútil que reflexio- nes. . . . Puedes enfriarte. . . . — ¡Ah! Enrique, ¡qué mal trago me haces pasar! ¡Yo, que te estaba arre- g'lando un buen matrimonio con la chica de Hennecourt!. . —¡No hablemos de eso! Te lo rue- go... . — ¡Dos millones de dote y una de las mejores casas de Francia!. . — Si, pero fea como los siete pe- cados Prefiero á mi Gilberta sin nada. El baróu de Tresorier miró a su mujt;r con expresión de asombro. — ¡Cuando pienso que yo acusaba á este muchacho de ser "^demasiado razonable! ¡ Aii! ¡Qui pronto ha re- cuperado «1 tiempo perdido! Enrique dijo alegremente: —Por algo la mitología ha dado alas al amor. — Pero le ha puesto una venda en los ojos, replicó el padre. Estas dos frases inofensivas die- ron fin á una batalla tan violenta- mente comenzada, y la velada con- tinuó tranquila. A eso de las seis del día siguien- te, estaba el señor Courcier en su gabinete, leyendo los periódicos de la tarde, cuando entró Rosalía y le anunció que un caballero deseaba hablarle. —¿Le conoce usted? preguntó el diputado, que se había vuelto esca- món después del chasco del falso Gervais. — Esta es su tarjeta, dijo la do- méstica. Y dejó sobre la mesa un pedazo de bristol en el que Cour- cier leyó: El barón Tresorier, agen- te de cambio. Tuvo que leerlo dos veces, tan grande fué su sorpresa, y por íin dijo ccn voz alterada: —¿Dónde está esa persona? — En la antesala. — Hágale usted entrar en el sa- loncito. Se levantó, se quitó la americana, se puso de levita, y más emociona- do de lo que hubiera pensado, salió de su gabinete y entró en la habita- ción contigua. De pie, á tres pasos de él, vio al barón Tresorier con as- pecto grave y solemne. Los dos ene- tnigos se midieron un instante sin hablar. En seguida, Courcier indicó una butaca á su visitante, se sentó y preguntó ceremoniosamente: — ¿A qué debo, señor barón, la hon- ra de verle aquí? El barón se inclinó ligeramente, y con mirada que hasta podía pas'-r por amable, dijo: — Señor Courcier, vengo á enta- blar con usted una pretensión cuya enunciación basta para dispensar- me de explicaciones más completas. Usted tiene una hija. , . .encantado- ra. . . á la que mi hijo tuvo la dicha de encontrar. . . . No ha podido ver- la sin amarla, y vengo á rogar á us- ted que nos haga el honor de conse- dérsela por esposa. . . . Courcier sonrió con amargura; se pasó la mano por la barba oprimién- dola contra el pecho, y después di- jo, mirando á Tresorier con aire burlón: 52 BIPLTOTEOA DR «EL MUNDO > — No estaba pri^p;irailo ;i tan hiila- {^iieua petición, pero, auto todo, con- vione osc.larccer nn punto; su soñoi* hijo de, ustoid, ¿es un llamado Ger- vais que, se introduce en las familias con falsos pretextos y que vive en esta casa, encima de mi cuarto? El barón se puso rojo y después muy pálido. Hizo un movimiento brusco para levantarse, pero se con- tuvo y respondió con sang-re fria: — IMi hijo es, en efecto, ese del que usted habla. . . .El mismo expli- cará á usted cuánto lo pesa su su- perchería... .Su excusa es que no liubiera podido, acaso, haber obra- do de otro modo.... En todo caso, espero que usted tendrá en cuenta que su petición desvanece esas lige- ras faltas, puesto que prueba la leal- tad, de sus intenciones. Al oir e.-;to Courcier, se irguió y e.ou voz de reunión pública, acom- pañada de grandes actitudes, ex- clamó: — ¿Qué es lo que oigo? ¿Se trata de una ve¡')aración? ¿licaso la nece- sitamos^? ¿Hay aquí lo má.s mínimo que reparar? Si hemos sido victimas (le un impostor, ¿tenemos algana culpa? Las injurias que se nos han hecho, ¿exigen que se nos indemni- ce? ¡Mi hija y yo desdeñamos esos ofrecimientos! No os conocemos más que bajo falsas apariencias muy re- pugnantes y muy despreciabltíS ¡A esas queremos atenernos! Tresorier, sentado, escuchó impa- sible aquella violenta salida. So pe- llizcó los labios con gesto desdeño- so* y respon'lió secamente: — Señor Courcier, temo que esté usted loco — jLoco! exclamó Courcier. ¿Y usted, qué viene á mi casa para ha- cerme esas asombrosas proposicio- nes? ¿Acaso ha}', acaso puede haber algo de común entre los dos! —Empiezo á temerlo. — Usted es de los aristócratas, cTo los explotadores, délos repletos y cree que nos hace un gran favor in- vitándonos á participar de su co- rrupción. . . . --Perdone usted, interrumpió fría- mente el barón; hay aquí un ligero error. No es la mano de usted la quo te''go el honor de pedir Es la de su hija. —¡Señor mío! — Sé , hace mucho tiempo, lo que usted pieiisa. y conozco á fondo su retórica. Permítame recordarle que no se trata aquí de sus sentimien- tos, sino de los de Gilberta. . .Usted nos aborrece, convenido; poro ella... ¿Está usted seguro de que ella nos detesta?. . . . — Ella no puede hacer más que despreciar á su hi;o de usted. Tresorier se sintió posoído de una especiíi de ironía que le alivió. — ¡Bah! dijo; las mujeres care- cen con frecuencia de lógica. — Se sonrojaría de venderse por unos cuantos millones. . . , — Siempre es eso mejor que ven- derse por algunos escudos. Courcier so puso lívido. Yió en esas palabras, dichas por -el barón sin S''gunda intención, una alusión á los veinte mil francos de El Parti- do revolucionario, y herido á la vez en su in-terés y en su amor propio, contestó: — Crea usted, señor mío, que de- volveré el precio del periódico y que ni un céntimo del dinero de su hijo de usted qued¿irá en mis ma- nos. —¿Qué dinero? ¿Qué periódico? — El Partido revolucionario, que su hijo de usted redactaba bajo el nombre de Gervais. . . . El barón se quedó con la boca abierta ante aquella revelación enor- me. En un instante acudieron á su memoria aquellos artículos feroces firmados por Gervais y que tanto le indignaban. Olvidó dónde esta- I*A HIJA DEL DIPUTADO. 53 ba y dolante de quién hablaba, y danvlo con ainl)as manos» una pal- mada, exclamó: — ;Oir. Eso e^demasiado. . . . ¡Ha lleg-ado hasta hacer una política do incendiario y de bebedor de san- gre. . . .! ¡Él, mi hijo! ¿Y despuí-sdc semejante prueba de amor, anda us- ted con di>tin^os para darle su hija? — ¡Mi hija no será nunca de tal peíardistal —Su hija de uPted será de quien ella quiera.... No se dejará tira- nizar. . . . ¡Hay leyes, señor mío, pa- ra los padres ciegos por las preocu- paciones! — Xo las hay para autorizr.r el rapto y yo se lo ])robaré á usled. —Señor Courci^r. . . . He venido á esta casa resuelto á sufrirlo todo con paciencia. . . . Sin embarg'O. to- do tiene su límite. . . . — ¡Ah! ¡Ah! su delfín de u^ted, con- tinuó Courcier, se ha dignado hon- rar á mi fan-ilia coa sus preferen- cias.... ;0h!.... Consiente en ha- cernos el favor de renunciar á sus aspiraciones nobiliarias: ¿pero irá, eso piadoso joven, hasta contentar se con un matr'nionio civil'? ¡Mi hi- ja no ha sido educada en el seno de la Iglesia! ¡Es independiente y li- bre! Al decir esto, saltaba de entusias- mo, creyendo haber asestado el gol- pe decisivo á su adversario, pero el iDaión permaneció impasible y dijo: — Pues bien, nosotros la converti- remos; será una admirable conquis- ta que ofrecer á Dios. . . . Ante esta réplica inesperada, Cour- cier dejó completamente de ser due- ño de bí mismo y con los ojos fuera de las órbitas, babeando de furor, rugió: — I A.h ! Ese es el plan de ustedes; robarme mi hija para entregársela á los curas. . . . ¡ Perderme á los ojes de mis amigos, que me creerían su cómplice! ¡Pero yo pondré estas co- sas en orden I Sépalo usted; ¡ja- más será mi hija de .su hijo de us- ted ni de su Dios! Pataleando y con el brazo levan- tado, amenazaba á Tresorier Do pronto se detuvo. Se abrió unapuer- la y C liberta apareció en el umbral. Estaba muy pálida, pero tan bella, que el barón, ilesvanecido de admi- ración, permaneció en su sitio sin saludar, sin hablar, con los ojos cla- vados en aquclhuiiñacuya cara res- plandecía á la vez de energía y de dolor. Gilberta se adelantó hasta inter- ponerse entre los des hombres, y hablando con lentitud, co:no si qui- siera estar segura de no ir más allá de su pensamiento, dijo: — Padre mío, el ruido de esta dis- cusión á ido á alarmarme en mi cuarto. ... A pesar de mi voluntad de no mezclarme en tal debate, he tenido que oír tus últimas palabras y estoy ¡)or ellas perietrada de do- lor. Para satisfacer tus rencores, has traíicado con mis scntimientoss' abu- sado de mi coraztjn. ¡Eso está mal hecho! — ¡Mi hija! giitó Courcier espan- tado. La joven se dirigió á Tresorier, y con una íirmeza que parecía inven- cible: — Señor, le dijo; es necesario que usted lleve de aquí una respuesta para su hijo. Dígale u^ted que le he dado mi corazón, y que si no pue- do ser suya, porque en esto depen- do de mi padre, nada me impide ser de su Dios, porque para esto no ten- go más dueño que mi conciencia. — ¡Gilberta! exclamó de nuevo Courcier. Me haces traición, mt aban- donas .... La joven no respondió. Erguida, inmóvil en medio de la sala, con la bonita cabeza atrevidamente levan- tada, tenía tan soberbia apostura y tan altivo continente, que Tresorier 54 BIBLIOTECA DE «EL BlUNDO.» permanecía clesvaneciclo. Sin cm- barg'o, so sustrajo á su contempla- ción,y saludando á Courciorcou un movimiento altanero de cabeza, se inclinó ante Gilberta muehó más que tenía por costumbre hacerlo an- te las princesas. X El P. Brossard, scg-undo gran vi- cario, estaba en su despacho del ar- zobispado, ocupado en corregir las pruebas de unas instrucciones di- rigidas á los curas de la diócesis, cuando un eclesiástico entró sin lla- mar, se acercó á pasos discretos has- ta incline rse sobre el hombro de su superior y murmuró con voz apa- gada: — ¿Tendrá usted inconveniente, señor abad, en recibir á una joven que se presenta sin tarjeta de au- diencia para hablar á su Eminen- cia? — ¿Sola? preguntó el vicario, sin apartar la vista de su trabajo. — No, señor abad; acompañada de una sirvienta y con aire muy respe- table — Si quiere hablar con su Eminen- cia, nada tiene que ver conmigo. . . . Dígale usted que escriba — Creo, por su insistencia, que tiene una petición urgente que diri- gii' — Pues bien; hágala usted entrar. El vicario apartó los papeles y se levantó. Era un hombre delgado, muy moreno, de aspecto escéptico, vasta frente y mirada chispeante de inteligencia. Sobre la sotana negra llevaba lamuceta ribeteada de rojo, del aba.!, y su delgadez le hacía pa recer más alto de lo que era en rea- lidad. Con sus manos largas y finas daba vueltas á un cruciíijo de cobre que llevaba suspendido al pecho. Con aire pensativo anduvo por su amplio despacho, pobremente amue- blado con un escritorio de madera negra y tres sillas tapizadas de cue- ro usado. Sobre la ajada alfombra, sus pasos se deslizaban sin ruido, y sólo un reloj de mármol turbaba con su tic tac el silencio de la habi- tación. La puerta se abrió misterio- samente, y guiada por el eclesiásti- co, apareció Gilberta. E\ vicario des- pidió al introductor con un signo de cabeza, é indicando á la joven una silla, permaneció de pié delante do ella, apoyado en la chiminea y la miró con interés, pero sin sombra de curiosidad mundana. — Señorita, dijo, y su voz resonó musical y simpática; me han adver- tido que quería usted ver á su Emi- nencia el cardenal arzobispo pero tengo el sentimiento de hacer á usted observar que no ha solicita- do audiencia — Es verdad, señor, respondió Gil- berta; soy muy ignorante de estos usos Venía á pedirle consuelo á mi pena, naturalmente, como á un guia y á un consejero. Perdóneme usted — No tengo nada que perdonarla, hija mía, replicó el sacerdote con dulzura; muy al contrario Y si monseñor estuviera en el palacio, no dudaría en faltar á la regla para conducir á usted hasta él El me daría las gracias, porque es un tierno pastor y los afligidos tienen sus preferencias Pero, hija mía, ¿quiere usted volver ma- ñana? ó si no le conviene es- perar, ¿no podría darle la asisten- cia que viene á buscar otro menos sabio y menos inspirado segura- mente, pero tan benévolo y tan sin- cero? La gracia y la unción del discurso eran tan perfectas, que Gilberta se sintió tranquilizada, y tomando su partido en un momento, resolvió confiarse al que la acogía tan pater- nalmente. Dirigió híicia él sus be- LA HIJA DEL DIPUTADO. 55 líos ojos que imploraban, y dijo un poco más bajo: — Haré á usted mi juez, si tiene la bondad de oírme El sacerdote bajó la cabeza en se- ñal de asentimiento y con cierta ex- trañeza preguntó: — ¿Es una confesión lo que usted quiere hacer? — ¿Una confesión? ¡Oh! no, señor. El sacerdote la interrumpió con mucha benevolencia v dijo: — Llámeme usted padre. — Pues bien, padre mío, es un pro- ceso; el de mi dicha, por el que ven- go á abogar aqui Necesito ser bien comprendida para que se me juzgue con equidad ¡ Ah! mi situación es tan cruel, que no puedo tomar sola una resolución. Usted mismo, ¿se atreverá á dictármela? — Responderé en conciencia y si hay motivo de dudas, rogaré á Dios que me ilumine. Antes de ha- blar, hija raía, ¿quiere usted que le roguemos junto»? Junte usted las manos como vo, v diga e\Pad7'e nues- tro. Gilberta se ruborizó y las lágri- mas brillaron en sus ojos. Con voz sorda, respondió: — No sé rezar. El sacerdote hizo un gesto de asombro compasivo: —¡Cómo! hija mía; ¿no es usted cristiana? — No soy nada, padre mío, más que una pobre alma turbada. Mi es- píritu está en la obscuri lad y mi co- razón en la duda. Nada me han en- señado y de ahí viene todo mi mal .... — Parece usted de una condición social acomodada. ¿Cómo, entonces, ha sido usted educada fuera de la Iglesia?. . . . — Mi padre la odia y hace alarde de combatirla. . . . ;0h! Dios mío, ex- clamó Gilberta con desesperación: después de lo que me he visto obli- gada á confesar á usted, ¿no me to- mará horror y so negará á seguir oyéndome? — Más paternalmente aún, hija mía, porque juzgo que es usted más digna de compasión Vamos; se- rénese usted; ponga en orden sus ideas. Si el esfuerzo que tiene que hacer para exponerme su situación es muy grande, ¿quiere usted que yo la interrogue? — Si, padre mío; pregunte usted y yo le responderé con toda fran- queza Entonces, entre el sacerdote, que sondaba aquella pura conciencia con respetuosa precaución, y la joven, que depositaba sus penas en aquella alma consoladora, se desarrolló el relato de aquella página de amor empezada en la alegría y muy acer- ca de terminarse en la pena. Gil- berta no ocultó nada, ni sus inocen- tes engaños respecto de su padre, ni los artificios de Enrique para aproximarse á ella. Al oír el nom- bre del señor Tresorier, el vicario permaneció impasible y no pareció conmoverle más el de Courcier. Es- cuchó grave y religiosamente, ha- ciendo preguntas que daban á los incidentessuverdadero valor, y pres- cindiendo de las personas como si no t ivieran para él la menor impor- tancia. Cuando Gilberta terminó su relato, permaneció un in>tante pen- sativo y como deliberando consigo mismo. Por fin dijo: — Si he comprendido bien, hija mía, usted viene aquí á preguntar cuáles son sus derechos morales en- frente de su padre, pues en cuanto á los materiales, no dependen de nuer^tra jurisdicción. ¡Pues bien! Los mandamientos de la ley de Dios le responden: Honrarás padre y ma- dre. . . . L'sted debe, pues, ante todo, obediencia á las órdenes de su pa- dre, y aunque el respetarlas deba costaría la felicidad, debe usted in- clinarse ante su decisión. Así, si él 56 BIBLIOTECA DE «EL MUNDO.» no aprueba el matrimonio que usted desea contraer, no resista usted á su autoridad y busque sólo en la sumi- sión y eu la ternura los medios de hacerle volver de su acuerdo. Gilberta inclinó la cabeza con hu- mildad, y pálida por su doloroso es- fuerzo, respondió: — Eso es, justamente, lo que yo misma pensaba; usted me confirma en mi decisión. Mi deseo es, suceda lo que quiera, no aceptar por mari- do al que mi padre rechaza, . . . Pe- ro ¿quién me dará la fuerza del sa- criñciO? La frente del sacerdote se irguió, sus ojos se iluminaron, y con voz ar- diente exclamó: — Dios, nuestro divino Salvador, que usted no conoce y del que ema- na toda g-r.icia. Kuéguele, ámele, sírvale y él la concederá la resig'na- ción y la paz. Y con tanto mayor fuerza, cuanto que acabo de acon- sejar á usted que obedezca á su pa- dre, la mando volverse hacia el Creador, que es el padre de todos. U^ted seria culpable si se sustrajera á la ley paternal, pero ¿qué seria us- ted si, ahora que le ha sido revela da, desconociera la supremacía di- vina? Si su padre terrenal la hace llorar, su padre celeíjtial la consola- rá. El uno la hará sufrir la prueba del dolor; el otro sabrá recompen- saría por haberla soportado. Hubo un silencio. En la habita- ción desnuda y pobre, ante la ven tana por la que se descubría un es- pacio de cielo azul, Gilberta lloró amargamente, porque comprendía que toda felicidad había acabado para ella. El sacerdote la miraba, triste, pero firme, después de habí r- la hablado seg*ún su conciencia. Gil- berta se levantó, se enjugó los ojos y sonrió á su rudo y sincero conse- jero. — Padre mío, doy á usted las gra- cias por haberme hablado como lo ha hecho. No sé qué me reserva el porvenir; pero en las horas de duda ó de sufrimiento, acaso tendré nece- sidad de un apoyo contra mi debili- dad. ¿Podré venir á ver á usted? — Me encontrará usted, hija mía, siempre pronto á compadecerla y á consolarla. — Hasta la vista, pues, padre mío. Se inclinó, y el sacerdote levantó la mano y con un. ademán augusto bendijo á la joven. En el vestíbulo encontró Gilberta á Rosalía que la esperaba paciente- mente haciendo calceta; y aíligida pero resuelta salió del palacio arzo- bispal. Por la uoche. después de una co- mida silenciosa, turbada solauuinte por las idas y venidas de la domés- tica, Gilberta y su padre se encon- traron frente- á frente en la sala. El diputado era nn hombre ardiente que no temía los disturbios: sus cos- tumbres electorales lo probaban. Y bin embargo, hacía una hora que se scnti'-i molesto bajo las miradas tran- quilas de su hija. No se habían vis- to desde la víspera, pues éj, exaspe- rando, había ido á comer fuera de ca- sa después de la escena con que ter- minó la visita de Tresorier, y por la mañana almorzó en el ambigú déla Cámara. Comprendía que era nece- saria una explicación entre su hija y él, y la calma de Gilberta le hacia presentir que esa conversación sería escabrosa. No pensaba, sin embar- go, evitarla, y la esperaba con un poco de crispación nerviosa. Al tiempo que cogía un periódico de la tarde y rompía la faja, Gilberta, en lugar ele tomar la labor, se aproxi- mó á la chimenea y dijo: — Creo, papá, que no verás con disgusto que recuerde los sucesos de ayer, para discutir razonable- mente sus consecuencias probables. La joven miraba á su padre cou LA HIJA DEL DirUTADO. 57 completo desembarazo: él no bajó los ojos y respondió: — Lo creo indispensable. Es \ re- ciso saber exactamente á qué ate nernos el uno y el otro. . . . ¡ Me has amenazadol — lie lieciio mal, dijo la joven con sumisión, y te pido queme perdones. — ¡.Vil! ¡Vamos, dijo Cjurcier en tono satisfecho; eso es ya un progre- so. Si has comprendido, por lo me- nos, todo lo que tenia de insu tante para mí el pa.so de ese jactancioso personaje que ha introducido la per- turbación en nuestra casa. . . . — No veo en qué te ha podido ofender Coureier dio un salto. Había creí- do Vencer sin combate y de pronto se trababa la lucha. — ¡ Cómo! Ese viejo ridiculo, que tiene la audaeia de venir á insultar- me en mi propia casa y que me ofre- ce al arlequín de su hijo por yerno... — Si no hubiera dado ese paso, ¿qué hu'oierasptmsado de éi y de su liijo? Tú mismo decías el día ante- rior que el barón no consentiría nuu- ca ese matrimonio y que su hijo te- nía linicamente intenciones perver- sas.... Y no encontrabas palabras bastante desprejíativas. íloytepro- pcmen ese matrimonio, que te pare- cía tan improbable; ¡y eres tú el que no quiere! La lógñca de su hija exasperó á Coureier. — ¡ Xo! ¡Xo quiero ! ¡Xo tent^o g'a- na de parecer el criado demij^ernol Yo sé n.uy bien lo que esa gente piensa de mí ¡Una alianza con ellos ! ¡Yo, Coureier, á (juien los más suspicaces creen incorruptible! ¡Va- mos, pues! Y además, ¿qué di- ría mi partido? — ¡Ya s ilió á plaza la g-ran cues- tión! dijo fríamente Gilberta. Me sa- crificas á tu partido. Temes las crí- ticas de tus amigos, de esos amigos tan fieles que siempre te han aban- donado cuando podían servirte y han vuelto áti cuando podías serles útil — ¡Eso es una gran verdad! do- claró con acritud Coureier. Yo soy más liel á mi partiilo que mi parti- do lo es para mí. . . . Pero mi honor consiste en ser asi y no cambiare. Y después, hija mía, ten entendido que te evito muchas penas contra- riando tu empeño. Si tú supieras las decepciones que haliría de pro- ducirte un matrimonio con el tal TresorievI. . . . No serías nunca de los suyos; no tendrías jamás sus ideas, sus gustos, sus tendencias. . ¡Erías he- cho traición y abandonado á tu pa- dre; para nada. ¡ Entonces no te quedaría otro ve- curso que venir á llorar á su lado! Te lo ruego, no te obceques nflexiona Ten confianza en mí. . . . Dentro de dos años, mis ami- gos y yo estaremos en el poder y te casarás con algún guapo muchacho de porvenir, que tendrá un día ba- jo sus pies la Francia y todos los Tresorier con ella. Fia en mí duran- te ese tiempo solamente, y verás qué suerte te preparo. La joven movió la cabeza. — Padre mío, no nos entendemos. Te hablo ternura, y me contestas ambición. Preferiría una vida mise- rable con el que amo, á una exis- tencia brillante con alguno que me fuera indiferente. Amo á Enrique Tresorier; te suplico que me permi- tas casarme con él. — i Estás loca ! Debo defen- derte de ti misma. 58 BIBLIOTECA DB >EL MUNDO.» — Si mi madre viviera, ella tam- bién te rog-aría conmig'o. — ¡Tu pobre madre tenía muchas ideas falsas! — Ella creia en Dios. --Ya lo ves. Debilidad de espi- Titu De todas las palabras que se ha bian eruzado, alg-unas de las cuales hablan sido muy crueles, esta fué la más g-rave y la más decisiva, por- qxLQ hirió á Gilbcrta en el corazón, — Seré, pues, débil como ella, di- jo la joven con dolorosa sonrisa, y si tengo la desgracia de no poder obtener de tí lo que espero, ojalá pueda abandonar la vida, joven tam- bién, para uo tener mucho que su- frir. Esta respuesta desesperada hizo á Courcier volv'er un instante á la realidad. Vio á su hija, á quien amaba, desolada delante de él y por su causa. Hubo en él un movimien- to de bondad, y cogiendo á Gilber- ta en sus brazos, dijo: — Hija mía, me desesperas. . . . Te juro que me hace desgraciado el oponerme á tus deseos, pero tengo la convicción de que lo hago por tu bien. . . . ¿Vas á entregarte á los que he combatido durante toda mi vida y á los que considero como mis peo- res enemigos?. . . . Hazme una con- cesión Espera. . . . Ten pacien- cia. . . . Verás como tengo razón. . . Ese joven te olvidará. . . . ¿Y qué te quedará entonces fuera de tu pa- dre? —Dios. Courcier volvió á montar en có- lera. « — ¡Dios! Aquí tenemos á Dios ahora! ¿Dónde está Dios? ¡En me dio de las uubes, en un templo de magia, sobre un trono de oro; pre- tensioso, fulgurante, barbudo, ro- deado de sus ángeles que tocan el laiid! — No, padre mío; sencillo, grande, misericordioso, con este corazón de- solado por templo. . . . ¡Mi único re- curso, puesto que tú rechazas mi ruego 1 Courcier se pasó la mano por la frente con aire de consternación. Veía que sería precisa una discu- sión enorme para combatir las su- persticiones de su hija, y que así no lograría acaso convencerla. Obser- vó que se le escapaba en un mo- mento arrastrada por unas creen- cias cuya vigorosa tenacidad co- nocía. Fué lentamente á sentarse cerca de la chimenea y permaneció sumido en dolorosas rcílexiones. Pensaba: «¿Quién ha podido trans- formar tan prontamente las ideas de esta niña; ayer tranquila, tan equilibrada, tan libre de todo fana- tismo? No puede haber nacido es- pontáneamente ese misticismo exa- gerado. ...» Se volvió violentamen- te, y examinando á su hija con mi- rada de desconfianza, preguntó: — Tú has salido hoy, Gilberta; ¿dónde has estado? Gilberta guardó silencio. Enton- ces él se levantó y con la cara roja por la cólera, exclamó: — Tú has visto á un cura .... Va- mos, confiésamelo, ¡tú le has visto! Incapaz de mentir, la joven res- pondió: — Sí, padre mío. — ¡Ah! ¡Ya decia yo! exclamó, ¡ debí sospecharlo! ¿Y" qué infame» consejos te he dado? —Uno solo, el de obedecerte res- petuosamente. — ¡Pues lo haces á las mil maravi- llas! ¡Reconozco en eso al de Loyo- la y su casuística! ¡Obedecer sin obedecer! ¡Doblez, hi[)Ooresía! ¿Y quién es el vil, malvado, que ayuda á que me roben mi hija? ¡Dime su nombre para que le persiga con mi odio, para que le denuncie al des- precio de las personas honradas! — ¿No me has dicho siempre que LA HIJA DEL DIPUTADO. 59 era libre y quo, cuando tuviese la edad de la razón me dejarías se- guir la inspiración de mi concien- cia? Pues bien, mi conciencia h.'« decidido; si me niep^as al que amo, te verás obligado á concederme á Dios. — ¿No te ha dicho tu consejero, preguntó con sorna Courcier, que pronto serás mayor de edad y po- drás i)rcscindir de mi consenti- miento? — Me ha ordenado que acate tu voluntad, por dura que sea, y que no cuente más que con tu indul- gencia. . . , — Si, y que me proporciones una vida de infierno en mi casa, hasta ■que ceda. Gil berta dirigió á su padre una mirada de reproche. — Dentro de ocho días, dijo, si no has cambiado de resolución, pienso pedirte permiso para retirarme á un convento. Courcier palideció y dijo con voz ahogada: — ¡Ahora mismo, si queréis! Veo perfectamente que no podemos vi- vir juntos. La joven hizo un ademán de an- gustia y sus ojos se agrandaron, -aterrorizados. — ¡Oh! papá ¡Es posible! ¿Ya no me quieres? Me verás marcharme sin pena. . . .i Yo, que ten<;'o el cora- zón desgarrado!. . . . ¡ Oh ! ¡por mise- ricordia, no me hagas tan desgra- xíiada!. . . .¿Qué te he hecho yo. pa- pá? De repente, por algunas ideas contrarias; por una resistencia tan excusable, me arrojas de tu cora- zón . . . , ¡ Ten piedad de mi! .... Sus rodillas sonaron al chocar contra el suelo; Gilberta cayó ante su padre, prosternada á sus pies. Courcier hizo un movimiento de dolor y de rabia, y contestó ru- giente: — ¡No! Eres una ingrata. . . . ¡Dé- jame! ¡No quiero verte rrtás! Y sin piedail para la pol)re niña que sollozaba, entró en su gabi- nete. XI A consecuencia de la conversa- ción que tuvo su padre con Cour- cier, Enrique estuvo á punto de volverse loco de desesperación. Tres días seguidos fué á la calle de Spontini á acechar una ocasión de hablar con Gilberta, sin conseguir encontrarla. No se atrevía á pre- sentarse en casa de Courcier. Per- maneció horas y horas en su entre- suelo esperando que su amada sa- liese al jardín, para cambiar algu- nas palabras con ella y saber lo que pasaba. Gilberta no salió. Y sin embargo, debía oír sobre su ca- beza el ruido de los pasos febriles de Enrique. ¿listaba enferma de pe- na? ¿La encerraba su padre? El des- venturado muchacho no sabia ya qué creer ni qué suponer. Espera- ba encontrar en la escalera á Rosa- lía, pero no se atrevía á aventurar- se mucho por miedo de encontrarse de manos á boca con el padre do Gilberta. Se decidió á escribir, y la carta le fué devuelta bajo sobre. Sin duda se la habían dado á Cour- cier y la joven no la había leído. Enrique, en el colmo de la desespe- ración, se encerró en su=; habitacio- nes de la calle de Presburgo y se pasó los días echado en un sofá, tan desfigurado como si hubiese sufri- do una grave enfermedad y causan- do mortales inquietudes á su padre y á su madr^^, que perdían su tiem- po y sus palabras en tratar de que entrase en razón. El señor Tresorier parecía muy afectado. Aquel escéptico había si- do impresionado fuertemente por la intervención de Gilberta. La ac- 60 BlBLIOTflSCA DE «EL MUNDO.» titud tan terminante, tan resuelta de la joven lo había producido una sensación rara, cuyo valor él solo conocía. Asi lo hacía constar aque- lla misma tardo en una conversa- ción íntima con su mujer: — No he exj)erime:itado más que tres emociones parecidas en níi vi- da; el día en que fui presentado al conde de Chamhord, el momento en quelleg'ué, en Venecia, á la plaza de San Marcos, y cuando vi el pri- mer pantalón rojo del ejército de Yersalles que recobraba París de los hombres de la Commune. Ahi veras, querida amig-a, si esa joven es toda ur persona. !Si no liega á ser mi nuer\i, será viva mi pena. Creo que honraría á nuestra familia. Cuar.do la señora de Tresorier re- pitió á Enrique esta opinión de su padre, experimentó la sorpresa de no ver al joven saltar de alegría como ella esperaba, ante aqucdla aprobación oíicial, pues asegurado con tal asentimiento Enrique, no de- bía ya temer. Permaneció sin em- bargo, iiinióvil en el sofá con la ca- ra vuelta hacia la pared, y al ins- tarle su madre á que hablase, á que dijese lo que sentía, respondió: —El sibmcio de Gilberta es ,para mi el síntoma más alarmante. O es- tá enferma ó renuncia alachar con- tra su padre, y en uno y otro caso resultó sacrificado. ¿Qué importa el consentimiento de papá si no puede desenlazar la situación? Nunca he dudado de que le ganaría para mi causa: era cuestión de tiempo, de habilidad, pero un éxito seguro. Mas si Courcier sigue intratable y Gilberta no lucha, ¿qué va á ser de mí? — ¿Quieres que vaya á la calle de Spontini? preguntó la baronesa. Enrique se levantó, saltó al cue- llo de su madre, la besó lleno de lá- grimas y repitió veinte veces: — iQué buena eres! ¿Cómo agra- decértelo? ¡Tú, exponerte á las ím- pertine;ncias de ese agreste Cour- cier!. .¡No; no puedo ptírmitirlo!, . ¡Oh! Te lo agradezco con el alma de todos modos. .. .¡Que buena! Una mujer como tú, acostumbrada á to- dos respetos. . . .¡No! es imposiblel Prométeme que no irás. ..Sería más desgraciado pensando que habías sido mal recibida por ese grosero personaje. La baronesa lo prometió, pero,, sesgando el asunto, envió á casa de la Señorita Courcier su doncella, parisiense muy lista que no se de- jaba aturdir fácilmente, y la encar- gó de llevar una esquela, de traer la respuesta, y sobre todo, de hacer averiguaciones. Por íin, á las cinco de la tarde del cuarto día, la señora de Tresorier, radiante de satisfac- ción, entro de repente en el cuarto de su hijo v exclamó desde la puer- (ta: —¡Enrique; ya tenemos noticias! El joven se puso de un salto cer- ca de ella, la hizo sentarse y se co- locó de rodillas á sus pies, con los ojos ávidos, — Ante todo, tu Gilberta no está enferma. . . . — ¡Ah! — Per<» PR muy desgraciada... — ¿Quién la ha vist ? — Cicniencia, nn concella; no ha- ce una hora. — ¡Brava muchacha! — Tranquilízate; la he recompen- sado. Además, me ha visto tan con- tenta, que también ella lo está. — ¿Entonces, su horrible padre la maltrata? — No se hablan, y parece que esa pobre niña va á entrar en un con- vento. Enrique hizo un gesto de deses- peración. — Pero entonces no la veré más.... — Sí; la verás mañana. La espera- rás en la Muette, á la entrada del LA HIJA DEL DIPUTADO. 6L bosque, A las dos. Se escorKosalía, y co- rrió hacia ella con los brazos abier- tos. La joven contuvo los transpor- tes de su enamorado con una mira- da íiraie y cariñosa y le dio la ma no, que temblaba, desmintiendo la calma de la llsonomía. Enrique la cogió y la colocó sobre su brazo, y detrás de las casas del Iianelaf/h, en un paraje solitario, empezaron á pasear muy despacio mientras la vieja criada se sentaba pacíficamen- te en un banco, al sol. Se veian por primera vez libremente, al aire li- bre, bajo el azul del cielo y creían pert.'necerscinás por completo, lo que amargaba más y más la triste- za de su separación. Xi en aquel instante dichoso podían olvidar el trabajo que les había costado reu- nirse y que ni aun con trabajo se volverían á encontrar ya probable- mente. Enrique, impaciente por co- nocer su suei te, no supo abstenerse de preguntar, y dijo oprimiendo dul- cemente el brazo de la joven: —Y qué, querida G liberta; ¿he- mos llegado al último grado de la desgracia? —Sé que sufre usted mucho, ami- go mío, pero, ¿qué dirá usted de mi penay Usted, al menos, tiene padres que le aman y que le consuelan. El mío se aparta de mi y de él procede todo lo que sufro. Enrique dirigió á la joven una mi- rada de desesperación. — Y pensar que soy yo la causa de esos sinsabores. . . . Antes de co- nocerme, vivía usted tranijuila y di- chosa. Ha basta"icsas á quienes acusó de los más ver<>'on::osos cálculos, insinuando ■que solamente atraían á Gilberta ])ara apoderarse de algunos miles de francos que la joven poseía de la herencia de su madre. La joven res- pondió fríamente que no podían i'xistír tales propósitos, por la senci- lla razón de que las hermanas igno- raban que su educanda poseyese nada y que, nuiy al contrario, la ad- mitían por caridad y para servir una importante recomendación. . . . — La de la mujer de Tresorier, sin duda, (jue paga por arrancarte de mi lado. . . . — La señora de Tresorier no co- noce siquiera el nombre de la ins- titución que me recoge y no ha po- dido dar paso alguno para facili- tarme la entrada. , . . — ¿Y en qué vas á pasar el tiem- po en ese beaterío? dijo con sorna Courcier. ¿En genuflf^xiones. en ado- raciones y en todas las prácticas de la más inepta idolatría?. ... — No; en trabajar para vestir á los pobres y para prepararles la comi- da mañana y tarde. . . . — ¡Vas á ser sirvienta de los por- dioseros! ¡A fregar la escudilla de los falsos mendigos ! ¡ Tú ! ¡ mi hija ! exclamó el socialÍLta con indigna- ción. — Esa es la fraternidad, padre mío. Courc'.er la miró de través. Sen- tía un gran deseo de volverse atrás de la autorización que había dado en un momento de cólera y de prohibir á Gilberta que saliese de su casa. — Todo cuanto me dices me dis- gusta mucho, dijo. Vas á echarte á perder completamente en esa at- mósfera. . . . ¿Por qué vas? — Para hacer mi primera comu- nión. Courcier soltó un juramento ca- paz de derribar el Sagrado Corazón de la altura de ?»Iontmartre, y pa- seándose lurioso, dijo: — ¿Pero qué tiene esta muchacha, tan cu<;rda,tan razonable hasta aho- ra, para caer en semejante aberra- ción? La he educado filosóficamen- te y de pronto se me hace santurro- na... . ¿Será que las mujeres tienen ese vicio en la sangre? Pues bien, yo resistiré. ¡No irás á casa de las monjas! — ¿Querrás ahora contrariarme después de haberme dejado libre? ¿Es así como respetas los derechos del pensamiento? Tiene razón, pensó Courcier. Des- miento todas las afirmaciones de mi vida política. No puedo darme se- mejante bofetór á raí mismo. ... Y sin embargo, entregarla á mis ene- migos. . . . ¡Ah! Cuando se trata de los demás es muy fácil transigir, pe- ro cuando es preciso hac.erlo para uno mismo. . . . Gilberta, ya ves mi angustia.... No me resign") á per- derte. . . . ¿Qué hay que hacer para retenerte á mi lado? — No inspirarte en tu amor pro- pio, sino en tu amor paternal; no de- ■arte llevar por la ambición de so- breponerte á unos enemigos ima- ginarios, sino por el deseo de hacer aichosaátu hija. . . . ¡Oh! papá, quie- res verme de rodillas ante ti, dándo- te las gracias, bendiciéndote, ado- rándote?. . . . Déjame casarme con el que amo .... Courcier respiró ruidosamente, co- mo un hombre que se ahoga, y dijo después con voz sorda: — ¡ Prefiero verte en el convento que en casa de los Tresorier ! — I Adiós, pues, padre mío! dijo LA mjA DEL DIPUTADO. 65 <5ilberta con la cara inundada de lá- grimas. Coureier no quiso verla y volvió la espalda. La joven arrojó un pro- fundo suspiro, y quebrantada por esta última luclia, })artió. Cuando por la noche se encontró Coureier solo por primera vez en el comedor, se sintió acometido de una repentina tristeza. Comió de prisa y mal, bajo las mirailas hostiles de la criada, y se refu<;'¡ó en su despa- cho, donde se puso vi fumar para distraerse. Pero en las espirales azules que subían del cig'arro hacia el tf cho, vio dibujarse la iisonomía burlona de Tresorier, la cara en- tristecida del falso Gervais y un po- bre perfil de religiosa, con traje de estameña y blanca cofia, que le re cordaba á su hija; y su descontento aumentó. En seg'uidase pusoápen sar: «Yo hubiera debido devolver á esos Tresorier el dinero de El Par- tido 7'evolucionario. Mañana le re- cibirán.» Tenía ofrecimientos de compra de un grupo político, y el negocio pendía solamente de que se arreglase un importante detalle; Coureier quería reservarse en el contrato la dirección del periódico duríinte tres años, y sus colegas que- rían conservarla ellos, y sólo con- sentían en tenerle como redactor je- fe y sin compromiso. Esto no le ase- guraba su posición, y Coureier ha- bla resistido hasta entonces, pero la necesidad de devolrer aquel dine ro envenenado no le dejaba ya re- troceder. Tuvo un momento la idea de ir á buscar á Jacquinot, que al fin había logrado pescar la cartera de Obras públicas, en un ministerio de concentración, y pedirle que 'e diera de los fondos secretos para pagar el p<^riódico. Pero le detu vo un escrúpulo, había pasado su vida reclamando la supresión délos fondos secretos y no quería legiti- mar su existencia haciendo uso de ellos. Y después, no fiaba gran co- sa en la respuesta que le daría Jac- quinot: le había pinchado un poco el día antes en su crónica y sabía que Jac luinot era susceptible. Do todos modos, si el ministro acogía favorablemente su pretensión, que- daría á sus órdenes y tendría que defenderle á la primera señal. El pensamiento de hablar bien de su amigo en el periódico, era para él un suplicio. Vendió Jül Partido re- volucionario y tuvo la satisfacción de enviar á Enrique Tresorier un clieque de veinte mil trancos exi- giéndole recibo motivado. Kl correo se lo trajo el mismo día, y Coureier le leyó con áspera satisfacción. Des- pués pensó: han tomado, do todos modos, mi dinero; nada tengo suyo, mientras ellos tienei: mis fondos. Le parecía que sus veinte mil francos v^alian mucho más que los de Enri- que y que el joven resultaba debién- dole algo. No conservó por mucho tiempo esa ilusión. El día siguiente por la mañana vio esta partida á la cabe- za de una subscrición abierta por los periódicos para una obra de caridad popular: «Gilberta, veinte mil fran- cos.» Bramó de cólera y dudó si es- cribir á Enrique Tresorier para de- clararle que le consideraba como un farsante. Pero, después de re- flexionar, se confesó que lo que el joven había hecho estaba muy bien. Se encerró en su aislamiento y en su misantropía y fué muy desgra- ciado. Caido de la altura de su di- rección de periódico, sufrió conti- nuas humillaciones. Las personas que le saludaban profundamente el día antes para obtener una palabra en los Ecos x>arl anient arios, afecta- ban ya no conocerle. No fué reele- gido presidente de su comisión, y un diputadillo del centro izquierdo, que apenas tenía veintiséis años, un chicuelo, le derrotó en la de Comer- 66 BIBLIOTECA DE «EL MUNDO.» CÍO, ¡á él, discípulo deBlanqui! Uno délos pilares de la extrema izqiiier dal. . . . Observó que todo se volvía en contra suya y que nada logu-aba ya de cuanto emprendía. A los diez años de vida parlamentaria, se en- contraba menos influyente que el primer día. Su carácter se hizo som- brío; no hablaba nunca y su físico se desmejoró visiblemente. Durante ese tiempo, Gilberta, ins- talada en Neuilly, adelantaba su ins- trucción religiosa con aleg-ria y tra- bajaba con valor. La casa en que había entrado sig'uiendo el consejo del director de su conciencia, no era uno de esos conventos en que las santas madres viven en la ociosidad y la oración. Un. obrador, un asilo de niños y un refectorio popular es- taban instalados en la casa. Funda- da por una bienhechora admirable, que la construyó y dotó á sus ex- pensas, la casa tomó rápidamente tal desarrollo, que fué preciso pro- curar recursos más considerables y se formó un consejo de señoras mu}'' ricas, que administraban la institu ción de acuerdo con la hermana Te- resa, persona de capacidad poco co- mún. Las religiosas albergaban en la casa algunas novicias y pensio- nistas que se ocupaban en los que- ha'>;eres más pesados. Dedicadas al- ternativamente al servicio de la co ciña, de las celdas, del obrador ó del dormitorio, hacían la sopa, barrían los corredoresy los patios, cuidaban los niños ó dirigían 1íiida á continuar. Una mañana estaba en el guardarropa ocupada en colocar unas pilas de sábanas construidas en el obrador, cuando apareció la hermana Teresa, acompañando á una señora á la que hacia los hono- res de la comuniílad, y con violenta emoción la joven reconoció en la vi- sitante á la madre de Enrique. La baronesa, impasible, recorrióla vas- ta habitación escuchando las expli- caciones que le hacía la superiora, j después se dirigió á Gilberta y dijo como si la hubiera visto el día an- tes: — Buenos dias, hija mía; me ale* LA HIJA DEL DIPUTADO. 67 gro en el alma do, ver á usted Está usted muy linda con su cofia Hermana, ¿potlré decir dos palabras á la señorita Courcier? — ¡Cómo, señora baronesa! cua- tro, si usted lo desea. ... | Ah ! ¿co- noce usted á estíi querida niña? Se la presento como uii modelo de do- cilidad y de cordura.... Escuche, hija mía; la señora baronesa, una de nuestras bienhechoras Pronto deberemos á su bondad el nuevo edificio. . . . Y a}>itando un manojo de llaves, que dio un sonido de campanillas, la superiora pasó á la habitación próxima. En cuanto estuvieron so- las, la señora de Tresorier atiajo hacia sí á Gill)erta, la abrazó tier- namente, y dijo: — Por usted solamente estoy aquí, hija mía; creo que no lo dudará us- ted. Alguien á quien amo niucho se volvía loco por no saber qué era de usted: ha sitio, pues, preciso poner en conmoción todo el comité de Se- ñoras para que me dieran en él una situación que me permitiera venir á esta casa cuando lo desee y á las horas que me parezcan bien. Como usted ve, lo he logrado .... — Lo que ha dicho hace un mo- mento la hermana Teresa, me ense- ña á qué pr( cío. . . . La baronesa sonrió: — Eso es poco importante, hij mía; y además es para los pobres ¿Pero, cómo se encuentra usted? ¿No sufre demasiadas privaciones? ¿Esta existencia no es demasiado dura para sus fuerzas? — Me encuentro muy bien, seño ra, y si recibiera noticias de mi pa- dre, no ambicionaría nada. . . . — Puedo dárselas á usted muy re- cientes Mi doncella ha visto aj'er á Rosalia La salud del se- ñor Courcier es satisfactoria, pero fiu humor. ... ¡ay! no ha cambiado. — iQué buena es usted de haber previsto mi deseo! ¿De modo que no está enfermo, con este invierno tan frío? — No, hija mía; está abrig'ado en la Cámara ó en su casa. ..Pero la cel- da de usted debe ser glacial. . . . — Eso es muy sano. — Y tiene usied las manos enroje- cidas. La baronesa cogió entre sus ma- nos, cubiertas de finos guantes, las preciosas manos de Gilberta, apenas endurecidas por los groseros traba- jos á que se entregaba, y conmovi- da por el valor y la resignación de aquella niña, la miró con tierna in- quietud. — \Ah, señora! dijo gravemente la joven; si yo no sufriera, no tendría excusa, porque mi paílre seria solo á sufrir, y por mi causa. La señora de Tresorier besó á la jov» n en la frente, y reuniéndose con la superiora en la habitación in- mediata, coníinuó la visita. Entro las dos mujeres no se pronunció el nombre de Enrique, pero el corazón de Gilberta estuvo más alegre aque- lla tarde, y la hermana la sorprendió cantando á media voz mientras tra- bajaba. En la cnlie de Presburgo se espe- raba con impaciencia la vuelta de la baronesa. Enrique estaba como sobre ascuas, figurándose, á su ma- dre al lado de Gilberta, y el señor Tresorier mismo no había ido aquel día á su escritorio. Atraída al sa- loncillo, sin tener tiempo siquiera para desatarse el sombrero, la seño- ra de Tresorier tuvo que explicarse en seguida; dar detalles. — I Por Dios, Enrique, déjame res- pirar, dijo la baronesa gozando de antemano por el placer que iba á causar. Pues bien, sí; cí-tá buena que es un encanto y más bonita que nunca con su cofia de alas y sus gruesas medias azules Con su vestido de lana gris, tiene un talle 68 BIBLIOTECA DR «ML M1TNPO.» que hace daño A la relig'ióii. . .Cuan- do entré, estaba arrej^lando un mon- tón de sábanas, pero me han diclio que el día antes había barrido el patio — j Barrido ! exclamó el señor Tre- sorier sofocado. —Sí, araig-o mío, y muy bien. Pa- rece que maneja la escoba con un vig'or asombroso. . . . — ¿Como las desg-racia^lás de la calle, entonces? g-inúó Enrique. ¿Co- mo esas pobres criaturas que por 'a mañana, cuando papá y yo vamos de caza, vemos tiritar? ¡Ah! ¡Dios mío! — Y todavía ella lo hace de balde. Enrique no participó del risueño optimismo de su madre. Sublevado con la idea de las fatigas que pasa- ba su Gilberta, se puso enteramente taciturno. — Aquí tenéis, dijo, á dónde ha conducido á esa deliciosa crintura un padre feroz y estúpido ¡Cuán- do acabará esta prueba ! ¡No se pue- de prever ! Ahora está en el novi- ciado, pero no es de esperar que el rigor de Courcier so dulcifique, y llegará á pronunciar les votos Después de la tortura de saber su situación miserable, tendré el dolor de perderla para siempre. Los vo tos no son eternos, es verdad, pero una muchacha del carácter de Gil- berta, no vuelve sobre sus determi- naciones, y una vez en el convento, en él permanecerá .... I Qué será en- tonces de mí! La señora de Tresorier quedó consternada. Esperaba producir ale- gría al anunciar que la joven se mostraba valerosa de espíritu y ro busta de cuerpo, y por el contrario, provocaba desolación y penas. Su marido parecía también abatido. — Me pongo en el lugar de ese Courcier, dijo. Debe estar anonada- do de dolor. Enrique dio un salto. — Ese Courcier es un monstruo. ¿Le compadeces? Pues á mi. me dau ganas de ir al Palacio Borbón, aga- rrarle por su hermosa barba de im- bécil y arrastrarle á puntapiés por la galería de la Paz. .. ¡O lio á eso hombre! Quisiera matarle ¡Ah! sí no fuera el padre de, Gill)erta. . . . Los señores de Tresorier mira- ron asusta los al dulce Enrique que, por primera vez en su vida, monta- ba en cólera delante de ellos, y tré- mulo, l'>s ojos inyectados en sangre, pataleaba como un demente. Por tin se calmó y dijo: — No importa; es posible que esto dure.... ¡No lo consentiré! —Pero, pobre hijo mió. ¿qué pue- des haeej? Te cstrtdlas contra obs- táculos invencibles; la resistencia del padre v la voluntad de la hija. — Si no los venzo, procuraré ílan- quearlos: esto no puede continuar así. . . . Tenía el aire tan resuelto, que los señores de Tresorier sintieron una viva inquietud. — Supongo, dijo el barón, que no preparas alguna extravagancia. — No, papá. — No intentes narla que pueda comprometer á esa muchacha. ¿En- tiendes? ¡Eso es sagrado! — ¡Prefiero morir á causarla el menor perjuicio! —Si, pero no se trata de morir tampoco, ol)jetó la madre. —Pues bien, sé amable y cuénta- nos á tu madre y á mi cuáles son tus proyectos. . . . — No tengo más que uno; buscar al señor Courcier y explicarme de una vez con él. No le he vuelto á encontrar desde que supo quién soy. .Necesito verle la cara y oír su metal de voz. .. — Pero has expresado hace un momento intenciones de tal violen- cia .... — He hecho mal. Mis palabras no LA HIJA DEL DIPUTADO. 69 teniaii nin2"ún sontido, puesto que no i)0tlifi llevarlas á la i»váciica. . . Tüiit«MÍas iiispiia«las por la cólera. — Y^i te pones de nuevo furioso cuando hables con Courcier. . . . — Pencaré cu Gilberta y estaré trancpiilo. — I'ero, ¿qué es lo que te propo- nes dceirli ? — Todo lo que me inspire mi de- sesper;uión. — ¿V í-i él no quiere escucharte? — Kntonces sabré que no hay na- da q\u' esperar de él. Mientras, du- do todavia. — Pues bien, hijo mío, dijo la se- ñora de Tresorlcr; sigue tu inspi- ración. En todo caso, puedes adqui- rir compromisos con el S( ñor Cour- cier en nombre de tu padre y en el mío. No te desautorizaremos, sea lo que qui» ralo que prometas. . ..¿Ver- dad, funijT:o mit? — Seixurann'nt*^, dijo el barón. Lo primero es hac( r la felicidad de es- tes dos muchachos. . . .Aunque fue- ra preciso renunciar á pres«'ntarme jamás contra Courcier en Bizy.. .¿Y bien sabe Dios el trabajo que me costaría! Enrique reflexionó un momento y dijo «rravemente: — ¿"Níe permites ir hasta renunciar en tu nombre tus opiniones politicas? Tresorier hizo un movimiento de hombros y su fisonamía expresó un cierto malestar moral. — Veo con pena, Enrique, que no tienes ni!iguna especie de convic- ción. ..¡Es asombroso, querida mía, hasta qué punto están poseídos de indiferencia todos estos jóvenes!.. .. La monarquía, la república, y ha-;- ta cualquier clase de república, les importan poco!. .. .¡Xo qundan ya más fielt'S que los viejos!. . . . — ¡Oh! papá, para mi no hay más que una felicidad iinoortante; la que he jurado á Gilberta. La madre sonrió, y dijo: —Es joven, ¡que quieres! está ena- morado y no es feliz. . . . — En fin, hijo mío, dijo el harón concediendo; con tal que no pases del centro izquierdo Enrique estrechó entre los brazos á su padre con verdadera furia de ternura. — ;Ah! Veo que me quieres verda- deramente, porque es un gran sa- crificio el que haces Pero puc- hes estar tranqilo, no abusaré. Por lo mi.'-mo quiero obtenerlo todo de Courcier sin concederle nada. — ¡Bueni»! pues vamos á almorzar, dijo el barón reanimado. Y cogiendo del brazo á su mujer, añadió: — Esa m.uchacha no sabrá nunca el trabajo que nos ha costado hacer- la millonaria y baronesa. XIII Eran las tres cuando Enrique Tre- sorier bajó del coche en la calle de Borgoña y entró fn el vestíbulo del Palacio Borbón. Se dirigió hacia la entrada, pero un ujier le detuvo y le preguntó si tenía tarjeta. No la tenía, pero no perdió su presencia de espíritu y rogó al ujier que tu- viese la bondad de avisar al mar- qués de Cerneuil, diputado de la Vendee, que el señor Tresorier de- seaba hablarle. A los pocos instan- tes apareció el marqués en persona. — ¡Calla! querido amigo, ¿es us- ted? dijo el le^i ti mista; creí que se trataba del barón. ¿Qué diablos vie- ne usted á hacer aqui? ¿Trae usted algún libro de cheques en el bolf>illo? — ¡No! no pretendo corromper á nadie. Necesito ver á una pirsona en la Cámara, pero como no me de- jaban entrar — .Sí: á causa de las bombas, dijo el diputado. Desde el atentado, no dejamos entrar sin tarjeta á las per- sonas inofensivas; pero, con ella, se 70 BIBLIOTECA DB «HL MUNDO.» abren las puertas á todos los bribo- nes Eso es lo que llamamos guar- dar ia asamblea. Subieron hablando, la escalera, y al llef^ar á la g-alería: — Está usted dentro, dijo el mar- qués; no tiene usted ya necesidad do mí — Sí, quisiera que hiciese usted avisar al señer Courcier que le es- peran aquí. . . . — ¿Courcier? ¿Ese charlatán? — Sí, Courcier Y sobre todo, no me nombre usted: si sabe quién soy, es muy capaz de no salir. . . . —¡Oh! querrá usted tratarle mal y lo sospechará? — No, ciertamente. — Pues bien; voy á avisarle yo mismo. . . . — Marqués, ¡qué amable os usted! — Expresiones á ese querido ba- rón. • Se alejó, y Enrique permaneció solo, paseando muy despacio y es- cuchando el confuso rumor que sa- lía del salón dí^ sesiones cuando se abría alguna puerta. Parecía el murmullo de los muchachos de una clase insubordinaíla con las explosio- nes de voz del orador, los gritos del inspector, iiíiponiendo silencio. En seguida algunos repiques de la cam panilla presidencial le recordaban vagamente el momento de ia llega- da en las carreras. Debía tratarse, de seguro, de alguna discusión útil. porque nadie parecía escuchar. Pa- saron dos periodistas, y uno de ellos dijo: — Ese Cazaguaire es soporífero con su cuestión agrícola ¿Qué nos importa que el trigo se venda á diez y ocho francos, si el precio del pan no varia? ..... — ¡Ah! la agriculturíi está falta de brazos, dijo el otro bromeando, pero no carece de lenguas. — Por lo demás, si no se insultan. todo esto no tiene interés para noi- otros. — Parece que hay un nuevo pro- ceso empezado — Si; no se habla de otra cosa en sesión. . . .Se dice que Jacquinot es- tá comprometido. . . . — Tras de los unos van los otros. Enrique aguzó el oído, pero no tuvo tiempo de completar sus inves- tigaciones, porque Courcier se pro- sentó Al ver al joven, se detuvo irresoluto y hasta hizo un movi- miento para volverse á entrar, pero Enrique no le dio tiempo. Se apro- ximó á él y en tono de autoridad le dijo: — Señor Courcier, tenemos que hablar. El diputado hizo un gesto do contrariedad, y replicó: — Señor mío, no es este el sitio ni el momento de explicarnos. — No puedo elegir el uno ni el otro, contestó secamente el joven; así, pues, tendrá usted la bondad do escucharme. .. .á menos que tema la discusión — ¿Yo? exclamó Courcier; jimás, señor mío, he tenido uña discu- sión. . . .y con usted menos que con cualquiera. — Perfectamente, dijo Enrique sonriendo al ver el éxito de su ar- gumentación. Escúcheme usted en- tonces. Se colocaron en el hueco de una ventana, y Courcier, mirando al jo- ven con amenazadora ironía, dijo: — Las cosas han cambiado mucho desde el dia en que por primera vez hablamos fiqwi, fteñor Gervais... — No ha dependido de mí que no cambiasen mucho más, señor Cour- cier. . . . El diputado miró á Enrique, estu- pefacto de tal aplomo. Se puso ro- jo de cólera y pellizcándose los la- bios, preguntó: Ui HIJA DEL DIPUTADO. TI —¿Qué quiore usted decir? No lo compri'udo bii'ii, . . . — Me comprende usted perfecta- mente, replicó el joven con más fir meza todavía, pero voy á disipar toda duda. A estas horas, si usted no hubiera estado cieg-o por un fa- natismo que por otra parte le cierra totlo porvenir, debería yo ser su yerno y usted no vería subirse so bre sus espaldas ciertos malvados como Jac(|uiij0t á quien acecha el» iuez de instrucción. . . . — Señor mío, exclamó Courcier; el hombre del que usted habla tan lig-eramente, es mi amigo. . . . — Un concusionario no puede ser amigo de usted, afirmó rotunda mente Enrique, Me asombra que usted se detenga en pequeneces como el compadrazgo político; en política no hav amigos, sólo concurrentes. ¡Cómo! Despué.s del tiempo que hace que está usted viendo evolucionar á los que lla- man sus amigos, ¿no ha observado aún sus sucesivos cambios de opi nión? Salidos del socialismo puro, se encaminaban hacia el radicalis- mo intransigente, después bifurcan sebre el radicalismo gubernamen tal y ya los tiene u>-ted encarnaios en el misterio. .. Usted sólo no se ha movido y no se lo perdonan, porque acusa con su inmovilidad su mudanza y sirve para sefiabir siem- pre í'j punto de parti'ia. . . .Por esto <ís por lo que usted no llega á nada.... Courcier, petrificarlo al oirse ex plicar en tres frases lo que él hacia seis meses había empezado á com prender confusamente, permaneció mudo ante Enrique, preguntándose por qué superior clarividencia se daba aquel joven cuenta de la situa- ción con tanta precisión. Olvidó á Gilberta, su cólera, sus prevencio- nes, y juzgando á su interlocutor como muy fuerte, se sintió, como en otro tiempo, dominado por él. Se ol- vidó de la situación, hasta riecir: — Amigo mío, mi honor consist* en no haber variado. . . . Pero de repente le acudió la idea de que tenía delante al hijo de su enemigo, al seductor de Gilberta. Crispó los puños, sacudió la pobla- da barba, y exclamó: — Y sobre todo, á usted no le im- porta nada de esto, — ¡Cómo! ¡Que no me importal re- plicó Enrique con furiosa energía; usted se burla de mi ¡Mi vida depende completamente de su ce- guera y me niega el derecho de abrirle los ojos Señor mío, no me voy de aquí sin haberle conven- cido De nosotros dos, uno ra- zona como un chiquillo, y aseguro á usted que ese no soy yo. — Nadie autoriza á usted á tomar- se conmigo esas libertades, balbu- ceó Courcier. — No debo ocultar á usted quo pienso tomarme otra» muchas, dijo fríamente Enrique, sí me veo obli- gado á hacerlo No solamente por mi interés, sino también por el de usted, pues si no intervengo en sus asuntos, es usted hombre al agua. Vamos á ver: usted no observa que en su partido se le considera como UT^a cantidad despreciable. , . , Y us- ted vale tanto como esos pretendi- dos talentos que le juzgan con tarita desenvoltura.... Y"o lo sé, que he trabajado con usted Esta imprudente alusión estuvo á punto de hacer perder á Enrique todo el terreno que había ganado. Courcier movió la cabeza con amar- gura, — ¡Ah! dijo; si usted hubiera sido realmente Gervais.... Pero usted me ha engañado y quiere hacer lo mismo ahora. . . . — ¿Qué sabe usted? ¿Está usted se- guro de haberme juzgado bien? Y'o quería unirme á usted, pero con to- 72 BIBLIOTECA DB «EL. MUNDO. > da lealtad. Ustod no ignora por qué. Fui á su casa como Jacob ala de La- bán, para servirle, para merecer hu hija Si hubiera podido disponer de tres meses para penetrar en su pensamiento, hubiera cumplido la obra decisiva. . . . Le hubiera á us- ted llevado á una evolución indis- pensal)le para asc^^urar el triunfo de su carrera. . . . ¿Cuál fué mi pri- mer acto? Darle un periódico.... Poco á poco la corriente de la opi níón le hubiera conducido á conce- siones prácticas, no sóbrela doctri na, sino sobre los medios de apocar- la... . Hubiera usted pasado inme- diatamente al rang-o de los hombres sensatos— ¡no dig-o moderados^ di fj'o sensatos! — y hui)iera entrad ) en la reserva de las perso ^ascon las cua les es preciso contar en un momento dado. En esa reserva es donde se reelutan los ministros. . . . Todos los amig-os de usted, que son sin embar- go medianías, han lleg-ado ya. . . . Y entonces el partido socialista, viéndole á usted tomar autoridad é inñuenda, hubiera pensado: «Cour- cier es un puritano cuyas manos es- tán limpias y que nos realizará las reformas que todos prometen y na- die da....» El tiempo hubiera pa- sado, los hombres hubieran caído — ¡caen tan pronto! — y la hora de us- ted hubiera sonado. . . . Sí; usted de- bía, en mi pensamiento, ser dueño de la situación. Lo que la exagera- ción de sus avanzadas opiniones te- nía de amenazador, yo lo atenuaba. Se hubiera dicho: «Courcier es un hombre inexorable. . . . Hará tabla rasa del orden establecido. . . .Echa- rá por tierra el edificio social. ...» Pero á rení¡;lón seguido se hubiera añadido: «No hay que temer nada; tiene consigo á Tresorier, su yerno, que obtendrá gracia para el mun do antiguo. . . . Courcier será un re- generador, pero no un destructor.» ¿Qué destino estaba reservado á uu hombre político acerca del cual la opinión liubiera formulado tales jui- cios? ,Qué papel hubitíra representa- do en la historia! Hubiera podido ser el Washington de Francia.... ¡He aqui lo que yo había soñado pa- ra usted! Se calló un momento para respi- rar. Courcier, mudo, se miraba lo.** zapatos con aire soñador y no hacía ni un simulacro de resistencia. En- rique pensó: «Me he mostrado bí- blico con Jacob y Labán; he citado á Washington y he elevado á mi ambicioso liasta la cima de la mon- taña para enseñarle el mundo á sus pies. Todo esto está muy bien; en este momeiíto mi hombre está bajo la influenei«a de su quimera orgullo- sa; pero si pronuncio el nombre do Gilberta, vuelve á caer ala tierra, no piensa más en sus rencores, re- cobra sus antipatías y soy perdido. Era sin embargo preciso llegar á la cuestión. — ¿Cómo me ha recompensado us- ted, continuó, por tener tanta con- fianza en su talento? ¿Qué trato me ha hecho usted sufrir? Sin darme tiempo para explicarme; arrebatado por una cólera indigna de- usted y que inspiraría dudas sobre su ca- pacidad á otro que á mí, usted me ha expulsado, ha destruido la obra comenzada, ha vendido el periódi- co y todo el edificio ha venido á tierra. . , . ¿Y por qué? Por mezqui- nas consideraciones de personas; por diferencias de religión, como si sus amigos de usted dudasen fre- cuentar las casas de los reacciona- rios y casarse, si les conviene, en la iglesia.... Pero engañado por su misma rectitud, cree usted que no debe hacer ni una concesión, sepa- ra de su lado un aliado fiel y tra- ta con el último rigor á su propia hija. El efecto que Enrique temía, se produjo. Courcier levantó la frente, LA HIJA DEL DIPUTADO. 73 hasta entonces inclinada, lanzó al joven lina mirada de odio, y dijo: — ¡Si; usted me ha privado lií^sta do mi hija! Por culpa de u^ted me ha abandonado. . . . — ¡Usted la ha echado de su casa! — ¿Cree usted que yo querría con- vertir mi casa en sacristía? Enrique exclamó: — I Usted no es ni será nunca más que un sectario ! Se llena usted la boca de palabras, en vez de lijarse en las ideas. Empiezo á creer que sus amig'os de usted tienen razón al aiirnmr que tiene usted mucha fachada y poca profundidad. — ¿Dicen eso? — Sin ocultarse. Y usted hace to- do cuanto puede por darles la ra- zón. . . . El joven se levantó é indicó un vaf^o saludo. Courcier creyó que se marchaba y se puso también ilepie. — ¿Ks eso todo lo que se propo- nía usted decirme? Porque no su- pon^^o que su único desig-nio fuese hacerme recriminaciones.... ¿Qué proposiciones quiere usted ha- cerme? A estas palabras Enrique se es- tremeció hasta el fondo de, su alma, como un general que en lo más ru- do de la batalia y cuando desespe- ra de arrollar al enemigo, descubre de repente en el lado contrario un punto débil para penetrar y vencer. Adoptó un aire muy frío, y mirando á Courcier de muy alto, respondió: — ¡Proposiciones! ¡Yo! ¡A usted! Usted se desconoce, señor mío. Mi padre se las ha hecho y usted las ha rechazado con la última dureza. . . . Basta, pues; atengámonos á eso. — Pero usted decía hace un mo- mento que pretendía conven- cerme .... — Estaba equivocado. Desespero de esclarecer su fanatismo. No se puede sacar partido de usted. . . . — Pero, en fin, ¿por qué ha venido usted A inquietarme hasta aquí? ex- clamó Courcier exasperado. — Para advertir á usted, única- mente, que su hija está en la condi- ción más miserable en el asilo de las Señoras de la Compasión, donde se le obliga á entregarse á los uíás vi- les trabajos. .. . Ayer estaba mon- ilando las verduras para la comida de la comunidad, y anteayer estaba barriendo los palios.... A eso la ha reducido usted. . . . — Mi hi.ia, señor mío, ha hechv> lo que ha querido. .. . nada tiene us- ted que ver con eso. . . . — ¡ Pues bien 1 Vaya usted allá pa- ra verlo por sí mismo.... Vaya á gozar de ese espectáculo tan hala- güeño para un apóstol como us- ted .... Vaya á ver á la señorita Courcier reducida á la servidum- bre. . . . Vea si trabaja más de ocho horas al día. . . . ¡Eso es tan intere- sante como una huelga ! ¡ Y tan mor- tífero ! ¿Comprende usted? — Señor mío, gruñó Courcier, ¿có- mo se atreve usted á hablarme de ese mod(j? — i\Ii lenguaje no expresa más que muy débilmente lo que pienso de su conducta. . . , — Si la mitad siquiera de lo que usted me cuenta es cierto, exclamó Courcier temblando de furor, yo ha- ré cerrar esa caverna clerical. . . . — ¡ F2so es! Se trata de una obra filantrópica, donde se alimentan mil doscientos pobres al día. . . . ■ — ¡Interpelaré al ministro!. . . . — Ya sabe usted que no tiene au- toridad alguna!..,. ¡Se burlarán de usted! .... Courcier palideció. Presentía va- gamente que Enrique tenia razón. — Señor Courcier, continó el jo- ven, ha creído usted ser muy fuer- te y ha caído en sus propias re- des. . . . Por no darme su hija, se la hadado á lala'lesia. Va va us- ted á ver lo que hacen con ella! 74 BTHLIOTHCA DB «EL MUNDO.* — Ciertamente que iré, exclamó el padre de Gilberta con un gesto de furia. Kiu'iqne, que sólo esperaba esta declaración para terminar la entre- vista, dirig'ió al diputado una mira- da acusadora y dijo: — Adiós, señor Courcier.... Us- ted lanieiilará un dia no haberme comprendido mejor. . . . Y sin añadir una palabra, se ale- jó. Courcier le siguió con la vista, y muy pensativo volvió á entrar en el salón de sesiones. Por la noche comió con mal ape- tito. Se encerró en su despacho y trató de poner en orden las ideas que le habla sugerido su conversa- ción con Enrique Tresorior. Por de pronto, se fijó en la sospecha deque había llegado á los cincuenta años í>in distitinguir más que las aparien- cias de la comedia humana (]ue se representaba ante sus ojos, y sin pe- netrar los resortes secretos déla in- triga. ¿Era, pues, verdad que estaba ciego y que empujado por los acon- tecimientos, servía de juguete á los hál)iles (jue saben sacar partido de ellos? Pasó revista á los últimos años de su vida y se encontró sor- prendido al observar que juzgaba ciertas resoluciones de un modo dis- tinto que en el momento en que las tomó. ¿Había, pues, para las ideas, como para los hechos, una induda ble oportunidad? Se había jactado siempre de no variar jamás y de ser inmutable eñ sus principios. Decía muchas veces de sí mismo: soy una barra de hierro. Y ahora se pregun- taba si «d hierro, metal rígido, [)e- sado, brutal, no era una materia inerte. Todos los que había visto obstinarse faltos de flexibilidad, se habían quedado en el camino para marcar las señales de las etapas re- corridas. Los otros, los acomodati- cios, los dúctiles, los maleables, ha- bían tomado la delantera v se sola- zaban en la cima. Tuvo un momento de orgullo y dijo: esos son los saltea- dores. . . . Pero en el mismo instan- te una vozmurmuró á su oído:¿quién sabe si los otros son unos majade- ros? Al llegar á este punto se en- contró desorientado y no vio ya cla- ro en su conciencia. Toda esta dis- cusión se cristalizaba para él en esta sola cuestión: ¿tengo derecho á sa- crificar mi hija á princii)ios discuti- bles? Un repentino enternecimiento se apoderó de él. Aquella pobre ni- ña, ¿qué había hecho, fuera de amar á un hombre que á su padre no le agradaba? ¿Era esoun gran crimen? Jamás le había causado anterior- mente ni utia pena ni un cuidado. Ha])ia crecido á su lado en una mag- nífica indiferencia religiosa, solamen te turbada por la necesidad de po- ner de acuerdo su cultura moral con las necesidades del mundo. ¿No había él extralimitado sus poderes combatiendo su resolución? Porque, como ella le había dicho: debía de- jarla libre de adoptar una religión ó ninguna, á su elección. Se había, pues, salido de la neutralidad que le estaba impuesta. En resumen: proscribía la religión, la juzgaba perjudicial para la humanidad; pe- ro no hubiera puesto las manos al fuego para probar que tenia razón. Los grandes hombres d(d pasado es- tuvieron muy divididos en este pun- to. Robespierre se inclinaba á un Ser supremo. Y Camilo D''smoulirt8 escribía en el Vieux Cordelier «que no se hubiera debido quitar á la hu- manidad que sufre, la esperanza d© otra vida.» Sí;pero quedaba la cues- tión del educador, del sacerdote, y en esto ya no dudaba Courcier. Su odio recobraba la supremacía y le disponía á todas las violencias. La doctrina condensada en la conocida fórmula «abajo la sotana> que había sido el credo de toda su vida, le bullía de nuevo en el cerebro. Olvl- LA HIJA DEL DIPUTADO. 75 díiba todo lo quo, liabi'áis una plana, os iréis á jugar al patio. En este momento entró Courcier. La joven volvió la cabeza, recono- ció á su padre, lanzó un grito de alei^'ría y de un salto estuvo eri pus brazos. La superiora se llevó silen- ciosamente los niños y el padre y la hija quedaron solos. Se miraron co mo si les costara trabajo creer que estaban juntos. Gilb^rta juntó las manos con emoción y dijo: — ;0h! papá. ;Qué dicha la de verte! Y este gn-ito brotó con tal pasión de su alma, que Courcier pensó: ¿có mo habré podido estar tanto tiempo sin venir? ¿Estaría loco? Después, examinándola con ternura, observó 8US vestidos y una nueva amargura le turbó. El recuerdo de sus agra- vios reapareció, y dijo: — ¿Debería encontrarte con seme- jante traje? Gilberta le abrazó y le dijo al oído: ¿Por eso dejo de ser tu hija? Aquí no he aprendido sino á quererte más. Mi único consuelo es hablar de ti con la burina Sor Teresa. . . . Ella me animaba cuando estaba muy triste por verme privada de tu pre- sencia y me aseguraba que un día te veríamos llegar Courcier frunció el entrecejo. Le pareció que la superiora tenía poca conñanza en la fírmeza de sus reso- luciones. — He \enido, porque he sabido que estabas obligada á trabajos gro- seros — ¿Obligada? ¡Oh! no; esto\^ muy libre. Yo soy la que ha podido ha- cer lo que todas Tenía mucha pena. . . . No comía, no dormía. . . . y he querido fatigarme, aniquilarme de cansancio. .. . Asi he recobrado el sueño y (d apetito — De modo que ya piensas menos- en mí djjo Courcier irónica- mente. — ¡Oh! no; al contrario. Me he acordado de que te hal>ía oído de- cir que en tu juventud trabajaste corporalmente y (|ue nunca habías tenido mejor salud. . . .y he seguido tu ejemplo. Me parecía que esta era una manera más de agradarte. . . . Courcier suspiró. — ¡Antes de dejarme, hubiera sido preciso pensar eso! — Papá; no me hables as% excla- mó Gilberta. Me desgarras el cora- zón. He sufrido mucho con la idea de haberte causado pena y no po- (iría resistir tuü acusaciones ¡Oh, no! saber que eras tan desgra- ciado como yo, seriajimposi ble. Mien- traíí no se conoce el d(jlür, se puede ser fuerte, pero cuando se ha sufri- do, no se puede ya aceptar la idea de ha '-er sufrir á los de nás Courcier la miró fijamente. — Si te digo que nú viila ha sida enteramente turbada por tu partida y que no puedo acostumbrarme ala boledad, ¿volverás á mi la'do? La joven bajó la cabeza, y res- pon 'ió: -—Ese es mi deber y le cumpliré.. ► — Y sin embargo, también era ese tu deber hace algunas semanas — Le conozco mejor ahora. . . . Los labios de Courcier temblaron. — ¡ Pues bien! Giiberta, quiero que te vuelvas conmigo. Serás libre pa- ra practicar tu religión, pero no to separarás de mí. Estoy demasiado abandonado Gilberta se aproximó á su padre y le abrazó tiernamente. — Te obedeceré, papá. Y te pido perdón por haberte afligido. Courcier la apartó y la miró has- ta el f^ndo del alma. — ¿Etí verdad? No me engañas? LA HIJA DEL DIPUTADO. 79 —¡On, no! papá. No sé montir. El padre la atrajo hacia él, la es- trechó contra su p<'ciio y la besó con fuerza, no ocultando su emo- ción. — Est;l bien, Gilberta Eres una buena hija Quédate afiuí, puesto que lo deseas; yo te lo per- mito. La cara de la joven se esclareció con un ravo de ale^^ría. — ¿Pero vendrás á verme? — Con frecuencia; te lo prometo — ¡Mu'-'has f^-racias, papá; estoy muy contenta!. . . . Courcier estaba sentado cerca de la mesa. Gilberta se había aproxi- mado y un poco inclinada, apoyaba dulcemente la cabeza en v\ liombro de su padre. Al cabo de un instan- te, dijo éste con voz enternecida: — Ya lo vez. Gilberta; estoy en un dia en que obtienes de mi cuanto quieres Aprovi-cha el momen- to.. . .¿No deseas nada más? La joven no respondió. Pero su pa- dre sintió de repente que el corazón de su hija pal[)!taba contra su pe- cho y vio las lá¿^rimas que caían len tas, p'^sadas, en el paño de su ga- bán. Comprendió que ardía en de seos de haolar, pero que estaba co- hibida por el temor de dis¿;'ustarle. Y esta r«'sig-nación, esta dulzura, comparadas con su firmeza y su re- solución de otro tiempo le conmo- vieron más que nuevas si'iplicas y nuevos discursos. Sentía á Gilberta palpitar de angustia y de dolor en sus brazos, y pensaba que dependía de él volverle la calma y la alegría. Sin decir una palabra, extendió la mano hacia una de las hojas de papel que servían para la lección de escritura, mojó la pluma en el tintero y de un sólo rasgo trazó es- tas palabras: «Autorizo á mi hija Gilberta para casarse con Don En- rique Tresorier.> — ¡Toma! Ya no podré arrcpcn- tirme. Gilberta leyó, arrojó un grito de reconocimiento, y más pálida de ale- gría qne lo que había estado de do- lor, se deslizó á los pies de su pa- dre, apoNÓ la cabeza en sus rodillas y se puso á sollozar con fuerza. Cour- cier, viéndola casi des vaneciíla, qui- so animarla y no encontró una pa- labra. Aturdido por lo que había hecho, pero sin arrei)entirse, perma- neció acariciando el cabtdlo de su hija como cuando era pequeñita y se dormía sobre sus rodillas. . . . Enrique Tresorier y Gill)erta se casaron en Saint-llonoré d'Eylau. El al)ad Brossard ofició y Courcier asistió á la ceremonia. Toda la Cá- mara estaba representada; la iz- quierda por el padre de Gilberta; la derecha por el padre de Enrique. El presidente del Consejo fué á la sacristía á e.-trechar la mano á su «querido dipula(lo> y todos los ami- gos de Courcier le cumplimentaron caluronamente por un matrimonio tjue tenía, sin duda, la ventaja á sus ojos de ser una especie de revindi- cación sobre el capital. Al salir de la iglesia, el diputado radii*al daba el brazo á la baronesa Tresorier, iban detrás su hija y su yerno y des- pués el suizo galonado, con su ala- barda al hombro. Courcirr no pa- recía ni fuera de su sitio ni molesto. Su porte era bueno y su barba ne- gra tenia un pliegue conciliador. Andaban en medio de las apretadas filas de los concurrentes, y al paso, sorprendió este corto diálogo entre dos colegas. — ¡Parece que ha vuelto á com- prar Kl Partido revolucionario. — Sí; pero ahora le titula tan sólo EL Partido republicano. —¡Oh! Courcier tiene el sentido de la política practicable. ... Es uu hombre de mérito. . . . 80 BIBLIOTECA cDB EL MUNDO.» — ¿El? I Antes (lo, seis meses esta- rá en el banco de los ministros! Conrcier se estrcnieció de júbilo y pasó escoltando á Enrique y á Gil- berta, que marchaban rodeados de la aureola de la dicha. Al subir los recién casados cñ el coche para ir al hotel de la calle do Presburgo, donde estaba preparado u»i lunch, la señora de Tresorier di- jo á su acompañante: — Señor Courcier, ¿usted viena conmi;;o en la berlina, no es verdad? — ;Con mil amores, señora baro- nesa! FIN \ El caso extrauo del Dr. JekylL I3II3T^TOTEC^ I>E «EL MXJTVDO'' f — ^ ~ I Roberto Luis Stevenson. EL C^^-SO EXTIi-^iVO DEL Doctur J Í £L^ ^..21:: nsr IMPRESO EN LAS OFICINAS DE «EL MUNDO.» Segunda de las Damas número i, 1896. EL CASO EXTRAÑO DEL DR. JEKYLL. HISTORIA DE LA PUERTA. El señor Utterson, el abogado, era un lioiiibrc de rostro duro en el cual no brillaba jamás una sonrisa; frío, lacónico y onfuí^o en su modo de hablar, poco expansivo; flaco, alto de porte descuidado, triste, y sin embargo, capaz no sé por qué, de inspirar alecto. En las reunioj es de amigos, y cuando el vino era de su gusto, había en todo su ser algo emi- iientt mente humano que chispeaba en sus ojos; pero ese no sé qué, nun- ca se traducía en palabras; sólo lo manifestaba por medio de esos sín- tomas mudos que aparecen en el roslro después de la comida, y de un modo más ostensible, por los ac- tos de su vida. Era rígido y severo para consigo mismo; bebía ginebra cuando se hallaba solo, para morti- ficarse por su afición al vino; y aun que le agradaba el teatro, hacia vein- te años que no había penetrado por la puerta de ninguno. Pero tenia para con los demás una tolerancia particular; á veces se sorprendía, no sin una especie de envidia, de las desgracias ocurridas á hombres in- teligentes, complicados ó envueltos en sus propias maldades, y siempre procuraba más bien avudar porcen- sura. «Me inclino — tenía por cos- tumbre decir, no sin cierta agude- za— hacia la herejía de Caín; dejo que mi hermano siga su camino en busca del dia^^lo.» Con ese carácter, resultaba á menudo que e^ra el úl- timo conocido honrado y la iiltima infiuencia buena para aquellos cu- ya vida iba á mal fin; y aún á esos, durante todo el tiempo que anda- ban á su alrededor, jamás llegaba á demostrar ni siquiera la sombra de un cambio en su manera de ser. Sin duda era fácil esa actitud pa- ra Utterson, pues era absolutamen- te impasible, y hasta sus amistades parecían fundadas en sentimientos similares de natural bondad. Es ca- racterístico en un hombre modesto el aceptar de manos de la casuali- dad las amistades, y eso es lo que había hecho el abogado. Sus ami- gos eran sus parientes ó aquellos á quienes había conocido desde hacía mucho tiempo; sus afecciones, como la hiedra, crecían con el tiempo, pe- ro no procedían de ninguna incli- nación especial. De ahí, sin duda, provenía la amistad que le unía á Ricardo Enfield, uno de sus lejanos parientes, y hombre que frecuenta- ba mucho ia sociedad. Para algu- BIBLIOTECA DB ■• — ¿Habéis visto alguna vez á uno de sus protegidos, un tal Hyde? — ¿Hyde? — repitió Lanyón. — No, jamás he oído nada de él. Su amis- dad debe ser posterior á uuestias pequeñas diferencias. Esos eran los únicos informes que llevaba el abogado al regresar á su gran lecho sombrío, sobre el cual se agitó en todos sentidos hasta las primera.- horas de la mañana. Fué una noche aquella de poco descan- so para su atormentado espíritu, envuelto en obscuridades y asedia- do por la duda. Las seis daban en la cercana Igle- sia, también situada con respecto á la habitación del Sr. Utterson, y és- te continuaba soñando en su "pro- blema. Hasta entonces sólo le había con- siderado desde el punto de vista in- telectual; pero en aquel momento estaba dominado por las diferen- cias, por los saltos de su imagina- ción; y aunque acostado, y volvién- dose de un lado para otro, en me- dio de la sombría obscuridad del cuarto, conservada por espesas col- g'aduras, la historia del señor En- field se iba desenvolviendo delante de él, y todos los detalles se le pre- sentaban como cuadros luminosos de un panorama. Veía primero los espacios inmensos de una ciudad alumbrada por faro- les: luego la forma de un hombre ca- minando rápidamente; después la de una criatura que volvía corriendo de la casa del médico, y en fin_, su en- cuentro', y aquel diablo (Jugger- naut) de apariencia humana, piso- teando á la niña v marchándoge sin que le detuviesen sus gritos. Su visión continuaba: veía un cuarto, en donde dormia su amigo, soñando y sonriendo á sus sueños, abrirse la puerta del cuarto, separarse los cor- tinajes, despertarse su amigo, y fren- te á él presentarse una fornia que tenía el poder, aun en aquella hora indebida, de hacerle levantar y dar- le órderes. Aquella forma con dos rostros tan distintos persiguió el espíritu del abogado toda la no- che, y si lograba dormirse alguno* instantes, seguía viendo la forma deslizarse disimuladamente á lo lar- go de las casas cerradas, ó cami- nando rápidamente, más r;' pida- mente aún, hasta caer desvanecida, á través del laberinto de una ciudad alumbrada, iluminada, y luego, en la esquina de cada calle, pisotear á una criatura y abandonarla á pesar de sus lamentos y sus gritos. Y aquella forma no tenia jamás un rostro que permitiese reconocerla; hasta en sueños no tenía una cara conocida, ó la que tenía se ocultaba y desvanecía cuando quería mirar- la; y asi fué, gracias á ese sueño, como creció y creció en el ^hiimo del abogado aquella curiosidad ver- daderamente extraña, casi extra- vagante, de conocer la fisonomía del verdadero señor Hyde. Pensaba que, si alguna vez llega- ba á fijar sus ojos en él, se aclara- ría el misterio, desapareciendo en absoluto, como sucede con todo lo sobrenatural cuando se examina de cerca. Hallaría sin duda alguna ra- zón para explicar la extraña prefe- rencia ó esa esclavitud de su amigo (llámesele' como se quiera), y tam- bién las cláusulas sorprendentes de su testamento. Sea lo que fuere, no cabe duda de que el rostro valía la pena de ser visto; ese rostro de un hombre cuyas entrañas no tenían compasión ni piedad ninguna, era rostro que sólo con presentarse ha- 12 BIBLIOTECA DB *KL MUNDO.» bla logrado inspirar on el Animo del insensible Enrteld uu sentimiento de odio profundo. Desde aquel ins^^ante, Utterson se puso á examinar frecuentemente la puerta de la callejuela de las tien- das. Por la mañana, antes de la ho- ra del escritorio; al medio día, cuan- do los ne¿>'ocios estaban en plena actividad y teniendo escaso tiempo; por la noche, á la luz de una luna velada por la niebla; en una pala- bra, con todas las. luces y á todas horas, :30lo ó en medio del gentío, podía verse el abogado en aquvíl sitio. Al fin su paciencia se vio recom- pensada. Era una noche hermosa y apacible; helaba j'- las calles estaban tan limpias como el piso de un sa- lón de baile; los faroles, cu^^'os me- cheros no agitaba ni el más ligero soplo de aire, daban la cantidad de luz y de sombra requerida. Hacia las diez, cuando todas las tiendas estuvieron cerradas, la ca- llejuela quedó desierta y silenciosa, sin oirse más que el ruido sordo de sus alrededores. Del otro lado déla calle se percibían los movimientos, las idas y venidas en el interior de las casas, distinguiéndose los pasos de los transeúntes mucho antes de verlos. Hacia algunos minutos que Utterson estaba en su puesto, cuan- do llamó su atención un paso ligero y extraño que se aproximaba. En el curso de sus nocturnas peregri- naciones había llegado á acostum- brarse á distinguir en medio de los zumbidos y de los ruidos más dife- rentes de una gran ciudad^ los pa- sos de una persona sola, lejos aún, y que venía bruscamente á él, pero nunca se había sentido su atención tan excitada ni tan fija como en aquel momento definitivo, y poseído de un sentimiento absoluto y supers- ticioso de un buen éxito, se ocultó en la entrada del callejón. Los pasos se acercaban rápida- mente, haciéndosíí más y más distin- tos en el recodo de la calle. El abo- gado, mirando desde su esr^ondite, no tardó en ver con qué clase de hombre se las t(mía que haber. Es- te era pequeño, vestido con senci- llez; su exterior, aun á aquella dis- tancia, no fué enteramente del agra- do del observador. El hombre fué derecho á la puerta, atravesando el arroyo para ganar tiempo, y sin de- jar de andar, sacó una llave del bol- sillo, como quien llega á su casa. El señor Utterson atravesó la ca- lle y le tocó el hombro cuando pa- saba, dicicado: — El señor Hyde, si no me equi- voco? Hyde retrocedió vivamente, y su respiración pareció cambiarse en un silbido. Pero su temor sólo fué mo- mentáneo, y aunque no podía ver el rostro del abogado, contestó con sequedad: — Ese es mi nombre. ¿Qué me queréis? — Veo que vais á entrar — repuso el abogado. — Soy un antiguo ami- go del Dr. Jekyll — Utterson, de la calle Gaunt. — Debéis habe"r oído mi nombre, y encontrándoos tan á pro- pósito, he pensado que tendríais la iDondad de recibirme. — No hallaréis al Dr. Jekyll; no está en su casa — replicó Hyde so- plando en el cañón de la llave, y lue- go, de repente, sin mirar al aboga- do, añadió: — ¿Cómo me habéis co- nocido? — Ahora os tocaá vos — dijo Utter- son— ¿queréis concederme un fa- vor? — Con mucho gusto — contestó Hy- de— ¿de qué se trata? — ¿Queréis dejarme ver vuestro rostro? — preguntó el abogado. Hyde pareció vacilar; luego, impe- lido sin duda por alguna reflexión súbita, se volvió enseñando el ros- EL DOCTOB JEKYLL. 13 tro con cierto aire de provocación ó desafio, y ambos se miraron tija- mente durante algunos seg'undos. — Ahora os reconoceré — dijo Ut- terson — lo cual puede ser conve- niente. — Si — replicó Ilyde — no me dis- gusta que nos hayamos encontrado; y á propósito, os daré las señas de mi casa — y le dijo un número de una calle en Sohu. — ¡Dios mío! — pensó Utterson — ¿se habrá acordado también él del testamento? — Pero cj^nardó sus te- mores para si, y murmuró alg'unas palabras como para agradecer las señas dadas. — Bien, veamos — dijo Hyde — ¿có- mo me habéis conocido? — Por una disci'ipción — fué la res- puesta. Una descripción, ¿de quién? — Tenemos amigos comunes — aña- dió Utterson. — ¿Amigos comunes ? — repuso Hyde como un eco y con voz ronca. — ¿Quiénes son? — Jekyll, por ejemplo — dijo el abog-ado. — Jamás os ha dicho nada — excla- mó Hyde con un movimiento de có- lera.— No os creía capaz de men- tir. — Algo dura me parece esa pala- bra— replicó Utterson. Hyde lazó una estrepitosa carca- jada, y con una rapidez extraordi- naria, levantó el pestillo de la puer- ta y desapareció dentro de la casa. Él abogado se quedó inmóvil y desconcertado al ver la desapari- ción de Hyde. Al cabo de un rato echó á andar calle arriba, detenién- dose á cada paso y llevándose una mano á la frente, como un hombre preso de la mayor perplejidad. El problema cuya solución buscaba, según iba caminando, era de aque- llos que rara vez la tienen. El señor Hyde era pálido y de pequeña esta- tura; j)roducía la impresión de lo delorme sin que fuese posible desig- nar esa deformidad con una pala- bra exacta; tenía una sonrisa desa- gradable; se había cniducido con una mezcla criminal de timidez y de audacia; había hablado con una voz ronca, que silbaba por momen- tos, y algo cascada. Todos estos de- talles le eran contrarios, pero aun reunidos no bastaban para explicar la repugnancia,, el odio y el miedo con que los consideraba Utterson. Debe de haber algo más,S(' dijo per- plejo. Hay algo más; si pudiese dar- le á eso un nombre. ¡Ese hombre apenas se parece á un ser humano ! Tiene algo del troglodita. ¿Será es- to como la antigua historia del Doc- tor Fcdl? ¿O es únicamente el sim- ple reflejo é irradiación de una alma mala que pasa á través de él y que altera, ó desnaturaliza su envoltorio corporal? Porque, ¡oh, mi pobre vie- jo Enrriquc Jekyll, si alguna vez he leído la ñrma de Satanás puesta en un rostro, ha sido en el de vues- tro nuevo amigo ! Precisamente al doblar la esqui- na de la calle, había un grupo de antiguas y grandes casas, en su mayor parte ya muy deterioradas, divididas en pisos con habitaciones separadas que se alquilaban á hom- bres de todas clases y condiciones; grabadores, arquitectos, abogados sin clientes, y agentes de negocios, dudosos. Una de aquellas casas, sin embargo, la inmediata á la de la es- quina de la calle, se hallaba ocupa- da por un solo inquilino, y la puer- ta de aquella casa, que tenía cierto aspecto de comodidad y de rique- za, aunque medio sumida en la obs- curidad, porque únicamente le alum- braba un farol interior, fué donde se detuvo Utterson, y á la que lla- mó. Un criado anciano y de buen porte abrió la puerta. 14 BIBLIOTECA DE «EL MUNDO » — Poole, ¿Está en casa el Dr. Je- kyll? — preg-untó el abo¿^'ado. — Voy á ver, ütterson— contestó Poole, haciendo entrar al juriscon- sulto en un extenso recibimiento ba- jo de techo y embaldosado, adorna- do con hermosos armarios de roble, y calentado, al estilo de las casas de campo, por un gran fuego que ar- día en una chimenea abierta. — ¿Queréis esperar aquí junto al hogar, caballero, ó preferís pasar al comedor? — Aquí, gracias — contestó el abo- gado, aproximándose al fuego. Aquella habitación, en la que se quedó solo por unos momentos, era la predilecta de su amigo el doctor, y el mismo Ütterson tenía costum- bre de hablar de ella como de la más agradable de Londres. Pero aquella noche ütterson se hallaba en una situación excepcional; el rostro de Hyde no se apartaba de su me- moria; sentía (cosa rara en él) como disgusto de la vida, y su espíritu en- tristecido le hacía ver como una amenaza en los reflejos de las lia mas sobre las partes brillantes de los armarios, y en los oscilantes mo- vimientos de las sombras del techo. Cuando Poole regreso y anunció que el Dr. Jekyll había salido — he visto al Sr. Hyde entrar por la vieja puerte del gabinete de anatomí Poo- le— le dijo el abogado — ¿es eso na- turai no estando en casa del Doctor Jekill? <^ — Completamente natural y regu- lar, señor Ütterson — repuso el cria- do.— El señor Hyde tiene una llave dé aquella puerta. — Vuestro amo, Poole, parece te- ner la mayor conñanza en ese jo- ven. — Si, señor, es verdad — contestó Poole— todos tenemos orden de obe- decerle. — No creo haber encontrado aquí jamás al señor H^'^de — dijo ütter- son. — ¡ Oh! de seguro que Jio; nunca come aquí — añadió el ayuda de cá- mara.— En realidad pocas veces oí- mos hablar de él en este lado de la casa; siempre entra y sale por el la- boratorio. — Bien, buenas noches, Poole. — Buenas noches, señor ütter- son. Y el abogado emprendió el cami- no de su casa con el corazón opri- mido. ¡ Pobre Enrique Jekyll! (decía hablando consigo mismo) tengo el presentimiento deque s'a por mal ca- mino. Era libertino cuando joven, hace tiempo, es verdad, pero según la ley de Dios, siempre, tarde ó tem- prano, llega para cada uno el casti- go de sus pecados. Y debe ser algo así; el espectro de algún antiguo pecado, el cáncer roedor de alguna vergüenza oculta,cuyo castigo viene cuando años después la memoria ha olvidado la falta y el amor propio la ha excusado. Asustado por sus mismas ideas, recordó su pasado, buscando y es- cudriñando en todos los rincones de su memoria, temeroso de que algún antiguo pecado se mostrase en ple- na luz. Su pasado era bastante lim- pio y sin tacha; pocos hombres hu- bieran podido leer las páginas de su vida con menos temor y apren- sión, y sin embargo, sentíase como profundamente humillado á causa de las numerosas malas acciones que creía haber cometido, al mismo tiempo que se gozaba con el recuer- do de las que había sabido evitar. Volviendo al asunto que le preo- cupaba, tuvo un rayo de esperanza. Si se pudiera profundizar en el es- tudio de ese Hyde dijo para sí, debe tener grandes secretos; secre- tos siniestros, á juzgar por su cara; secretos ante los cuales las peores acciones del pobre Jekyll serían co- EL DOCTOR JEKYLL. 15 mo brillantes rayos de sol. Pero las cosas no pueden seguir así. Se me hiela la sangre cuando pienso que ese ser se arrastra como un ladrón hasta el lecho de Enrique; ¡Pobre Enrique, qué despertar el tuyo 1 Y lo más peligroso de todo eso es que si el tal Hyde sospecha la existen- cia del textamento. tendrá prisa por heredar. Es preciso que yo me ocu- pe de este asunto, si Jekyll quiere permitírmelo, añadió: si Jekyll quie- re dejarme obrar, pues una vez más vio ante sus ojos escritas, con igual claridad que en el papel, las extra- ñas cláusulas del textamento. EL DOCTOR JEKYLL ESTABA TKANQUILO. Quince días después, por una fe- liz casualidad, el doctor daba una de sus alegres comidas á cinco ó seis antiguos amigos, hombres inte- ligentes, respetables y conocedores del buen vino; el señor Utterson, que era uno de ellos, se arregló de mo do que permaneció allí después de haberse marchado los demás. No fué aquello un hecho fortuito, por- que ya había ocurrido otras veces. En donde querían á Utterson, lo querían deveras. Los anfitriones se complacían en retener ni austero abogado, cuando los demás convi- dados, con la lengua suelta y el co- razón alegre, habían .traspasado el umbral de la puerta; les era grato permanecer algún tiempo en su dis- creta compañía, comenzando asi á acostumbrarse á la soledad en que iban á quedar, y habituando el es- píritu al silenció, pasada la exube- rante alegría producida por el ban- quete. El Dr. Jekyll no era una ex- cepción de esta regla; y sentado en el lado opuesto al fuego, él, hombre de unos cincuenta años, bien cons- tituido, de rostro barbilampiño, con un aspecto quizá algo disimulado pero de apariencia inteligente y bondadosa, daba á entender que experimentaba por Utterson una amistad tan viva como sincera. — Deseaba hablaros, Jekyll, co- menzó diciendo el señor Utterson ¿recordáis aquel testamento vues- tro? Un atento observador hubiera po- dido notar que el asunto no era agradable al doctor, pero lo acogió alegremente, al parecer. — Mi pobre TJtterson, le dijo: sois desgraciado tratándose de un clien- te como yo. Jamás he visto á un hombre tan turbado como vos cuan- do mi testamento, excepción hecha del intratable pedante, el Doctor Lanyón, cada vez que habla de lo que llama mis herejías científicas. ¡ Oh! bien sé que es un excelente compañero, no tenéis necesidad de fruncir el entrecejo, sí, un excelen- te compañero, y cada día deseo ver- lo más á menudo; pero á pesar de todo es un intratable peclante; un pedante declamador é ignorante. Nunca me ha contrariado tanto un hombre como Lanyón, ni me he equivocado con otro, como con él. — Ya sabéis que jamás he apro- bado vuestro testamento, dijo el se- ñor Utterson, volviendo al tema de su conversación. — ¿Mi testamento? Sí, ciertamente lo conozco, añadió el doctor algo contrariado, ya me habíais hablado de eso. — Pues bien, os lo vuelvo á decir, continuó el jurisconsulto, he sabido algo respecto del tal Hyde. La ancha y hermosa cara del doc- tor Jekyll palideció, y un círculo negruzco se dibujó alrededor de sus ojos. ! — No deseo oír nada más, excla- mó; pensaba que no volveríamos á hablar de esa cuestión, según lo te- níamos convenido. 16 BIBLIOTECA DE «EL MUNDO.» —Lo quo he sabido es horriblo, dijo Uttcrson. — No puedo variar nada; no com- prendéis mi situación, replicó el doctor, con cierta incoherencia. Mi gituación es penosa, Utterson; mi situación es verdaderamente extra- ña, mu}' extraña. Es uno de esos asuntos que no se pueden arreglar con palabras. — Jekyll, dijo Utterson, me cono- céis; soy hombre en quien se ])uede confiar y á quien todo se puede de- cir. Decidme toda la verdad en con- fianza, y tengo la seguridad de po- der sacaros de esa situación. — Mi buen Utterson, repuso el doc- tor, lo que hacéis es bueno, es fran- camente una gran bondad de vues- tra parte, y no puedo hallar expre- siones suficientes para daros las gracias. Os creo en absoluto, me ñaria de vos antes que de cualquie- ra otro hombre, antes que de mí mismo, si tuviese que escoger; pero no es lo que os imagináis; no es tan malo, y para tranquilizar vuestro buen corazón, os diré una cosa y es que en elinstantemismoqueyo quie- ra, podré librarme, desembarazar- me del señor Hyde. Dicho esto, he aquí mí mano; gracias otra vez. Sin embargo, quiero añadir una pala- bra, Utterson, y estoy persuadido de que no la llevareis á mal: ese es un asunto privado, y os ruego que lo dejéis dormir. Utterson reflexionó un momento, mientras seguía mirando al fuego del hogar. —No dudo que quizcá tengáis ra- zón, dijo, en fin, levantándose. — Pues bien, ya que hemos habla- do de este asunto, y por última vez, según lo espero siguió diciendo el doctor, hay un punto que desearía haceros comprender bien. Tengo, realmente; grandísimo interés por ese pobre Hyde. Sé que lo habéis visto-, me lo ha dicho, y temo que haya sido grosero. Pero tengo afec- to, muchísimo af«>cto por ese hombre y si llego á perecer, Utterson, deseo que me prometáis sufrirlo y hacer valer sus derechos. Creo que lo ha- ríais si lo supieseis todo, y alivia- ríais á mi espíritu de un gran peso, si me lo prometieseis. — No puedo asegurar, á pesar de todo, que llegue á quererle, dijo el abogado. —No es er-üo lo que os pido, con- testó Jeks 11, como si defendiese una casa y apoyando la mano sobre el brazo de Utterson, no os pido más que justicia; os pido que le ayudéis por amor á mí, cuando yo no esté aquí. Utterson no pudo impedir que se le escapase un profundo suspiro. — Bien, dijo, lo prometo. EL CASO DEL ASESINO DE CAREW. Un año después, poco más ó ine, nos, en el mes de Octubre de 18**- la ciudad de Londres quedó horro- rizada por un crimen que demostra- ba una brutalidad poco común, sien- do el hecho más ruidoso aun á cau- sa de la alta posición de la víctima. Una criada que vivía en una casa situada cerca del río, subía á acos- tarse hacia las once. Aunque la ne- blina había cubierto á la ciudad du- rante las primeras horas del día, la noche estaba clara, y la callejuela á la cual tenía vista la ventana del cuarto de la criada, se hallaba bri- llantemente iluminada por la luz de la luna llena. Nuestra mujer tenía ideas románticas, paes se sentó so- bre su baúl, que estaba colocado precisamente al lado de la ventana, y se entregó por completo á sus en- sueños. Jamás — acostumbraba á decir, derramando Ingrimas, cuando refe- ría después el acontecimiento— ja- EL DOCTOR JEKYLL. 17 más se habi;i sentido tan en paz con todos los honiibres, ni habla tenido ideas tan 1) nenas acc^rca d(^l mundo. Hallándose sentada asi, vio rá un ca- ballero de edad, de buen porte, con el pelo blanco, que caminaba casi rozando la pared de la callejuela; á su encuentro fué otro caballero, de pequeña estatura, en quien no ha- bía reparado ella al principio. Cuan- do llegaron bastante cerca uno de otro para poder hablar, el hombre de más edad se inclinó, acercándose al otro con la mayor deferencia. No pareció que el objeto de su pre- gunta fuese de grande importancia; y según su manera de hablar, ])odia suponerse que sólo preguntaba el camino: la luna se reflejaba en su rostro mientras hablaba, y la mu- chacha se alegraba de verlo, porque parecía indicar un carácter ingenuo, con un no sé qué de altivo, y como de amor propio bien fundado. En esto, los ojos de la joven se vol- vieron hacia el otro personaje, y le sorprendió reconocer en él á un se- ñor Hyde, que había una vez visita- do á su amo, y cuya presencia le de- sagradó. Tenía en la mano un pesa- do bastón, con el cual jugaba; no contestó, y parecía apartarse con U-ua impaciencia mal contenida. De pronto tuvo un terrible acceso de cólera, pateando, blandiendo el bas- tón y agitándose como un loco (se- gún los términos mismos empleados por la criada). El señor anciano re- trocedió un paso, como sorprendido y ofendido; pero el señor Hyde, arrebatado, le acometió á palos y lo derribó. Al mismo tiempo, y con la furia de un mono, pateó el cuerpo, y le descargó una lluvia de golpes bajo los cuales se rompían los hue- sos, rodando la víctima hasta el arro- yo. Viendo aquellos horrores y oyen- do los golpes, la muchacha perdió el conocimiento. , Eran las dos de la madrug-ada cuando volvió en sí y fué en busca de la policía. El asesino había huí- do hacia ya tienipo, y la víctima ya- cía en medio de la callejuela, horri- bb'mente mutilada. El bastón que sirvió para cometer el delito, aun- que de madera dura, rara y pesada, estaba roto por la mitad á causa de los golpes dados con una ferocidad insensata; uno de los pedazos había quedado allí, y el otro debió, proba- blemente, llevárselo el asesino. Al registrar í'i la víctima, se le encon- iraron una bolsa y un reloj de oro, pero ninguna tarjeta ni papeb^s, sal- vo un sobre cerrado y sellado que iba, sin uda, á echar al correo y en el cual estaban escritos el nombre y las señas del señor Utterson. Aquel sobre fué llevado al aboga- do al día siguiente por la mañana, antes de que se levantase; así que lo vio y supo las circunstanciasen que había sido encontrado, sus labios se contrajeron. — Nada diré hasta haber visto el cadaver — exclamó — esto puede ser muy serio. Servios esperar á que me vista. Y con la misma cara impasi- ble tomó su desayuno, y partió en coche hasta el vecino puesto de po- licía en donde se encontraba el ca- daver. Tan pronto como entró en la cel- da, inclinó la cabeza, y dijo: — Si, le reconozco. Tengo el sen- timiento de decir que es Sir Danvers CarcAv. — ¡Dios mío! ¡será posible! caba- llero— exclamó el agente de policía. Y sus ojos brillaron con ti fulgor de la alegría del oficio. — Este asunto hará ruido, y quizá podáis ayudar- nos á encontrar al asesino. — Luego rjfirió rápidamente lo que había vis- to la criada, y enseñó el pedazo roto del bastón. Utterson se había extremecido ya al oir el nombre de Hyde; pero cuan- do le enseñaron el bastón no le que- 18 BIBLIOTECA DE «EL MUNDO dó la menor duda; roto y todo, lo re- conoció, por habérselo regalado ha- cia muchos años á Enrique Jekyll. — ¿Es Hydc — preguntó el aboga- do— persona de pequeña estatura? — Es pequeño, y tiene muy mala mirada, según ha declarado la cria- da— añadió el agente. Utterson reflexionó; luego, levan- tando la cabeza, dijo: — Si queréis venir conmigo, en mi carruaje, creo poder llevaros á casa del asesino. Serían entonces las nueve de la mañana, y era el primer día de gran neblina de la estación. Un inmenso velo sombrío cubría la ciudad, pero el viento rompía de cuando en cuan- do aquellas nubes de vapor, y como el coche caminaba con precaución, Utterson pudo presenciar á su sabor un continuo cambio de sombras y de luz; pues ya la obscuridad era como al anochecer, ya se veía, por el contrario, una claridad viva co- mo la que proyecta un incendio, y ya, por fin, la neblina se desvanecía completamente, y un descolorido ra- yo de luz penetraba por entre los torbellinos de nubes. El triste barrio de Soho, visto á través de aquellos rápidos claros, con sus calles enfangadas, sus tran- seúntes sucios, sus faroles encendi- dos para poder luchar contra aque- lla invasión de obscuridad, parecía en la mente del abogado como la parte de una ciudad presentada en una pesadilla, entrevista en sueños. Sus pensamientos, además, eran lii- gubres, y al volver la vista hacia su vecino de coche, sintió algo de ese temor que inspiran siempre la ley y sus representantes, y que puede ex- perimentar hasta el hombre más hon- rado. Cuando el carruaje llegó frente al número indicado, la neblina se disi- pó un poco y le dejó ver una calle sucia, una taberna, una casa de co- midas de precio ínfimo, una tienda en donde vendian periódicos á cin- co céntimos y lechugas á dos cuar- tos, muchos niños harapientos acu- rrucados en las puertas de las casas, y numerosas mujeres de distintas nacionalidades que iban y venían, llevando en la mano las llaves de sus cuartos, de donde salín n para ir á tomar el trago de la mañana. Po- co después, la neblina volvió á ser intensa, y se halló separado de todos aquellos desagradables cuadros. Allí estaba la residencia del favo- rito de Enrique Jekyll, de un hom- bre que debía heredar la cuarta par- te de un millón de libras esterlinas. Una mujer de edad, de rostro pá- lido y cabello blanco, abrió la puer- ta. Tenía mala cara, aunque suavi- zada por la hipocresía, pero sus modales nada dejaban que desear. — Sí — dijo— aquí vive el Sr. Hyde, pero no está en casa. Añadió, que había llegado por la noche, muy tarde, y que había vuel- to á salir haría poco menos de una hora- nada de particular había en eso; sus costumbres eran muy poco uniformes, y estaba á menudo au- sente; en prueba de ello, dijo que ha- cía dos meses que no lo había visto, hasta la tarde del día anterior. — Perfectamente, deseamos ver su habitación — dijo el abogado — y co- mo la mujer empezaba á manifestar que era imposible. — Bueno es que sepáis — continuó — que el señores el inspector Newcomen del Distrito de Scotland. Un relámppgo de siniestra alegría brilló en el rostro de la mujer. — ¡Ah! — exclamó — ¿tiene que habérselas con la policía? ¿Qué ha hecho? Utterson y el inspector cambiaron una mirada. — Parece que no es hombre muy popular — observó el inspector. — Y ahora, buena mujer, permitidnos EL DOCTOR JEKYLL., 19 hacer un examen minucioso de la habitación. En toda la extensión de la casa, que estaba enteramente vacia, salvo la presencia de la vieja, Hvde sólo ocupaba dos piezas, que se halla- ban adornadas con lujo y biion gus- to. Un armario estaba lleno de bo- tellas de vino, la vajilla era de plata, la mantelería ele^i^ante, de la pared colf»"aba un buen cuadro, regalo (su- puso Utterson) de Enrique Jekyll, quien era muy inteligente en pintu- ras, las alfombras gruesas y de co- lores agradables. Pero en aquel mo- mento había en las dos habitaciones indicios numerosos de un desorden reciente y precipitado; se veian tra- jes en el suelo, con los bolsillos vuel- tos para fuera; en el hogar un mon- tón de ceniza gris, como si hubiesen quemado muchos papeles. De entre las cenizas, calientes aún, sacó el inspector el lomo verde de un libro talonario de vales, que había resis- tido á la acción del fuego; la segun- da parte del bastón rotóse encontró detrás de la puerta; y como esto con- firmaba las sospechas, el inspector se regocijó de ello. Una visita -«al Banco; en donde el asesino tenía un -crédito de varios miles de libras, com- pletó su satisfacción. — Podéis estar seguro, caballero — dijo el inspector á Utterson — de que caerá en mi poder. Es preciso que haya perdido la cabeza, pues de otro modo jamás hubiera dejado aquí el trozo del bastón roto, ni el pedazo del libro talonario. No tenemos más que esperarlo en el Banco, y man- dar publicar los anuncios con su ti- liaeión. Sin embargo, esas señas no eran fáciles de dar, pues el señor Hyde tenía pocas intimidades; el amo de la criada sólo le había visto dos ve- ces; no se tenia ninguna noticia res- pecto de su familia; jamás había si- do fotografiado, y aquellas personas que pudieron describirlo, no esLa- bieron conformes en muchos puntos, como acostumbra suceder comun- mente con los observadores inexper- tos. Sólo convenían en una cosa, en esa idea vaga de una deformidad difícil (le describir, que había llama- do la atención de cuantos lo habían visto. INCIDENTE DE LA CARTA. Era ya muy entrada latardecuan- do Utterson ilegó á la puerta de la casa del Doctor Jekyll, en donde fué recibido por Poole, quien lo condu- jo por las cocinas, y atravesando un patio, que en otro tiempo fué jardín, hasta el edificio llamado indistinta- mente laboratorio ó gabinete de di- sección. El doctor había c^^nprado aquella casa á los herederos de un célebre cirujano; pero como sus afi- ciones particulares le inducían más bien á la química que á la anato- mía, había cambiado el destino del edificio situado al extremo del jar- dín Era la primera vez que el abo- gado penetraba en aquella parte de las habitaciones de su amigo; exa- minó con curiosidad aquel edificio desaseado y sin ventanas; miró á su alrededor con extrañezá, mientras atravesaba la, sala que antes se lle- naba de estudiantes, y ahora se ha- llaba vacía y silenciosa. Las mesas estaban cubiertas materialmente de aparatos químicos, y el suelo de ta- rros y de manojos de paja. La luz bajaba obscura desde la cúpula, co- mo en medio de ima atmósfera ne- bulosa; en el extremo, unos cuantos escalones conducían á una puerta tapada con un lienzo rojo, y pasan- do por esa puerta entró, en fin, Utter- son, en el gabinete del doctor. Era una pieza espaciosa, adornada con armarios con puertas de cristal, y entre cuyos muebles se veían un es- pejo grande, de cuerpo entero, y una 20 BIBLIOTECA DE «EL. MUNDO.» mesa-escritorio. Ese g-abinetc reci- "bía luz por tres ventanas, cubiertas de polvo, con vista al patio. El fue- go chisporroteaba en el hogar; una lámpara estaba colocada sobre la piedra de la chimenea, pues hasta dentro de la casa dejaba sentir sus efectos la neblina; muy cerca del fue- ga se hallaba sentado el Doctor Je- kyll, al parecer, enfermo de cui- dado. No se levantó para ir al encuen- tro de su amigo, pero le alargó una mano helada, y le dio la bienveni- da con voz conmovida. — Y bien — le dijo Utterson, asi que Poole se hubo marchado— ¿ya sabéis la noticia? El doctor se estremeció. — La voceaban por el barrio — contestó. — Lo he oido todo desde mi comedor. — Una sola palabra — repuso el abogado — Carew era cliente mío, voz también lo sois, y deseo saber loque debo hacer. ¿Habéis sido bastante loco para ocultar á ese hombre? — Utterson, juro por Dios — excla- mó el doctor — que jamás volvieran mis ojos á mirarlo. Os doy mi pala- bra de honor de haber concluido con él en este mundo. Todo tiene fin; y en realidad, no necesita mi ayuda; no lo conocéis como yo, está en lugar seguro, enteramente segu- ro; atended bien á mis palabras, no volverá nunca más á tratare de él. El abogado escuchaba con tris- teza; la actitud febril de su amigo no le agradaba. — Parecéis estar muy seguro de él — le dijo — y por lo que os estimo, espero que tendréis rasón. Si el asunto llega á los tribunales, vues- tro nombre podrá salir á luz. — Estoy completamente seguro de él — replicó Jekyll; — para semejante certidumbre, tengo razonesque no me es posible comunicar á nadie. Pero hay un punto respecto d(>l cual podréis darme consejo. Tengo he recibido una carta, y estoy du- dando si debo ó no enseñarla ú la policia. Desearía dejarla en vuestro poder, Utterson; vos juzgaréis la co- sa con sabor y prudencia, estoy cier- to de ello; ¡tengo tanta confianza en vos! — ¿Teméis, probablemente, que esa carta pueda llegar á hacerlo descubrir? — preguntó el abogado. — No — contestó el doctor — no pue- do decir queme preocupe lo que ocu- rra á Hyde; he concluido enteramen- te con él. Sólo pensaba en mí mis- mo; hasta dónde podría exponerme ese deplorable asunto. Utterson reflexionó durante algu- nos instantes: le sorprendió el egoís- mo de su amigo, y sin embargo, quedó en cierto modo tranquilo. — Pues bien — dijo — dejadme ver la carta. La carta estaba escrita con una letra extraña, casi perpendicular, y firmada: «Eduardo Hyde.> Decía, en términos breves, que su bienhe- chor, el Doctor Jekyll, á quien desde tanto tiempo había recompensado tan indignamente las mil generosi- dades de él recibidas, no tenía que afligirse ni alarmarse en cuanto á su salvación, pues, para escapar po- seía medios en los cuales tenía ab- soluta confianza. La carta agradó bastante al ab gado, porque parecía dar un color más favorable á la amistad que exis- tía entre Hyde y Jekyll; y. se censu- ró interiormente por algunas sospe- chas que había llegado á concebir. — ¿Tenéis el sobre? — le preguntó. — Lo he quemado — repuso Jekyll — antes de reflexionar en lo que po- día contener; pero no tenía sello de correo. La carta ha sido traída á la mano. — ¿Debo guardar la carta y espe- EL DOCTOR JEKYLL. 21 rar á mañana para tomar una deter- minación?— pre¿^untü Uttcrson. — Os rueg-o que juzguéis vos mis- mo y que obréis como os parezca mejor — le contestó;— he perdido to- da conñanza en mi mismo. — Bueno, examinaré la cosa — re- plicó el abog-ado — pero me queda todavía que haceros una pregunta. ¿Fué TIyde quien dictó las frases de vuestro testamento referentes á esa desaparición? Pareció que una gran debilidad se apoderaba del doctor; apretó los labios y bajó la cabeza. — Lo he sabido — dijo Utterson — tenía intención de asesinaros: ¡ de buena habéis escapada! — Pero hay algo que me ha con- trariado muclio más que el peligro; joh! ¡Dios mío, qué lección he reci- bido, Utterson!— Y se cubrió el ros- tro con ambas manos. Al salir, detúvose el aboofado v cambio algunas palabras con Poole. — Decidme ¿han traído hoy una carta? ¿á quién se parecía el porta- dor? Poole afirmó que nada habían lle- vado sino por el correo, y sólo cir- culares. Ante aquellas afirmaciones, Ut- terson volvió á experimentar sus antiguos temores. La carta habría llegado, sin duda, por la puerta del laboratorio. También era posible que hubiese sido escrita en el mismo gabinete del doctor; y en este caso, era preciso apreciarla de otro modo, examinarla con el mayor cuidado y con gran prudencia. En la calle, los chiquillos, vende- dores de periódicos, gritaban con voz ronca: «¡Edición extraordinaria! ¡Horrible asesinato de un miembro del Parlamento!» Esa fué la oración fúnebre de un amigo y cliente, y el abogado no po- día dejar de temer que la buena fa- ma de otro de sus amigos se viese comprometida de rechazo en aquel escándalo. De todos modos, era una determinación difícil la que tenía (lue tomar, y auncjue generalmente acostumbraba á fiarse de su propio discernimiento, comenzó á sentir la necesidad de pedir consejo á algún otro, si no directa, indirectamente. Poco después, estaba sentado jun- to á la chimenea de su cuarto, y el señor Guest, su primer pasante, en- frente de él, teniendo «ntre ambos, á una distancia bien calculada del hierro, cierta botella de vino añejo, especial, que durante mucho tiempo había permanecido en la cueva de la casa. La neblina so cernía aún sobre la ciudad, y los faroles encen- didos brillaban como carbunclos. En medio de los ruidos de todas cla- ses, que las espesas nubes hacían más sordos, la vida general de la ciudad seguía su curso ordinario en las grandes arterias, imitando el ru- gido poderoso de un fuerte viento. Pero, gracias á la lumbre, el cuarto tenia un aspecto alegre; el vino ha- bía llegado ya al grado de calor de- seado; el rojo había adquirido con los — No me sorprende — añadió Lan- yón; — quizá algún día, cuando yo haya muerto, sabréis, Utterson, lo fuerte y lo dé))il de todo esto. No puedo decíroslo aiiora. Y además, si queréis permanecer sentado y ha- blar conmigo de otras cosas, por amor de Dios, quedaos y hablad; pero si no podéis evitar tocar ese asunto, ¡oh! entonces en nombre de Dios, idos, pues no puedo sufrir esa conversación. Asi que regresó á su casa, Utter- son escribió á Jekyll, quejándose de ser excluido, de no ser recibido por él, y preguntándole la razón de su desdichada ruptura con Layón. Al siguiente día, recibió una larga con- testación, en la cual empK aba Je- kyll expresiones muy patéticas, y á veces, con intención, términos obs- curos y misteriosos. La disputa con Lanyón no tenia remedio ni arreglo. «No censuro á nuestro viejo amigo — escribía Jekyll — pero pienso co- mo él;, que no debemos volver á ver nos. Desde ahora me propongo lle- var una vida absolutamente retira- da; no os sorprendáis y dudéis de mi amistad, si mi puerta está á me- nudo cerrada hasta para vos. Es preciso que me soportéis dejándo- me seguir mi sombrío camino. Lle- vo conmigo un castigo y un peligro que no puedo nombrar. Si soy el principal culpable, sov", también, la víctima principal. No creía que esta tierra pudiese contener un sitio pa- ra sufrimientos y terrores tan inhu- manos; y vos, Utterson, no tenéis que hacer más que una cosa, aliviar mis sufrimientos, jipara ello, respe- tar mi silencio.» Utterson quedó pasmado; separa- da la '^nefasta influencia de Hyde, había vuelto el doctor á sus anti- guas inclinaciones y amistades; ha- cía una semana que sus ojos se ha- bían alegrado ante repetidas prue- bas de una dulce y honrada vejez, y ahora, pocos instantes después, amistad, tranquilidad de espíritu; todo el orden de su vida quedaba solo de nuevo. Un cambio tan gran- de y tan imprevisto indicaba evi- dentemente, locura. Pero recordan- do el estado y las palabras Lanyón. debía haber en todo aquello algún misterio más grave. Una semana después, el doctor Lanyón tuvo que meterse en cama, y antes de los quince días, murió. La tarde que siguió á los funerales, que le afectaron profundamente, Utterson abrió la puerta de su gabi- nete, y sentándose junto ala melan- cólica claridad de una luz, sacó de una gaveta y colocó enfrente de si un sobre que le había sido dirigido por su difunto amigo, cerrado con su propio sello. Ese sobre llevaba la enfática inscripción siguiente: «Per- sonal. Para ser entregado en manos del mismo señor Utterson solamente, y en el caso de haber fallecido antes que yo, para ser destruido sin leer su contenido. > El abogado temía abrirlo. « He enterrado á un amigo hoy — pensaba — ¿qué sería si esto me costase otro?» Luego, considerando ese temor como un acto -poco leal, rompió el sello. Pero había un segundo sobre, se- llado lo mismo que el primero, y en el cual se hallaban escritas estas pa- labras: No debe ser abierto antes del fallecimiento ó de la desaparición del Doctor Enrique Jekyll. Utterson no podía creer lo que estaban vien- do sus ojos. Otra vez la desapari- ción; otra vez, como en aquel insen- sato testamento que había devuelto hacía ya tiempo á su autor, la idea de desaparición j oX nombre de En- rique Jekyll estaban juntos. Pero en el testamento, la idea de desaparición era debida á la sinies- tra sugestión de Hyde,' estaba allí con un fin harto claro y harto horri- ble. Mas, en la pluma de ^Lanyón, EL DOCTOR JEKYLL. 25 ¿qué sig-iiiñcaba aquella palabra? Una gran ciiriosidail so apocUíró del fidci-comisario; tuvo deseos de no atender á la prohibición y de pene- trar hasta el fondo, en busca de to- dos aquellos misterios. Pero su profesión y la confianza que tenia en su difunto amigo le im- ponían severos deberes; de modo que el paquete fué á descansar en el m\s secreto cajón de su cofre par- ticular: Si por una parte su curiosidad se hallaba mortificada, por otra pare- cia excitada con violencia; y casi puede dudarse si desde aquel mo- mento deseó Utterson con igual ve- hemencia la sociedad del amigo su- perviviente. Pensaba en él con afec- to, sin dula; pero sus ideas estaban perturbadas y eran temerosas. Fué á verlo, sin embargo; quiz-l se con- gratuló de no ser conducido hasta su presencia; quiz^l también, en el fondo de su corazón, prefería hablar con Poole en la escalera y en medio de la atmósfera y de los ruidos de la gran ciudad, á penetrar en *íque- Ua c sa en donde reinaba una escla- vitud voluntaria, y sentarse á ha- blar con su impenetrable prisione- ro. Poole, ademis, no tenía nada bueno que comunicarle. El doctor, al parecer, se encerraba mis que nunca en su gabinete ó en el labora- torio, en don le llegaba algunas ve- ces, hasta á quedarse dormido. Es- taba muy triste; hablaba p-oeo, no lela T hubiérase dicho que pesaba algo sobre su ánimo. Utterson esta- ba ya tan aco^ítumbraio á aquellas respuestas idénticas, que poco á po- co filé disminuyendo las visitas. INCIDENTE DE LA VENTA. Aconteció un domingo, que dan- do su acostumbrado piseo con el señor Enüeld, la casualidal los con- dujo de nuevo á pasar por la calle- juela; cuando llegaron junto á la puerta, ambos se detuvieron un ins- tante para examinarla. — En fin— como lo hacemos EiifieUl y yo. Es mi primo; el señor Eiiñeíd, el Doctor Jekyll. Venid, poneos el sombrero y venid á dar una vuelta con noso- tros. —Sois demasiado bueno — repuso el doctor--bÍ9n lo quisiera; pero no, es enteramente imposible. No me atrevo Pero, de veras, Utterson, me alegro que hayáis venido; es realmente una gran alegría pa"a mi el veros. Quisie- rapreguntaros ávos y al señor En- field; pero el lugar no es del todo con- veniente. — ¿Por qué? — exclamó el aboga- do con afabilidad — lo mejor que po- demos hacer es permanecer aquí abajo, j hablar con vos desde el si- tio en que estamos. — Era precisamente lo que iba á atreverme á proponeros — replicó sonriendo el doctor. Pero pronunció las palabras con dificultad, y antes que la sonrisa hubiese desaparecido por completo de su cara, ésta ex- presó un terror y una desespera- ción tales, que nuestros dos caba- lleros sintieron helárseles la sangre en el cuerpo. Todo aquello duró nada más que un momento, pues la ventana fué cerrada instantáneamente; sin em- bargo, aquel instante les había bas- tado, y dieron media vuelta, salien- do del patio para cambiar algunas palabras. Atravesaron en silencio la callejuela, y sólo cuando llegaron á una calle inmediata, en la cual, á pesar de ser domingo, había alguna animación, fué cuando Utterson se volvió, por fin, hacia su amigo y lo miró. Ambos estaban pálidos, y había en sus ojos una expresión de horror tan grande, que decía bastante por si misma. — ¡ Que Dios ncs perdone ! ¡ Que Dios nos perdone! — exclamó Utter- son. El señor Enfield hizo gravemente un signo con la cabeza, y siguió en silencio su camino. LA ULTIMA NOCHE. Una tarde, después de comer, Utterson estaba sentado junto al ho- gar, cuando quedó sorprendido por la vista de Poole. — j Dios mío ! qué es lo que os trae aqui, Poole! — le dijo el abogado; y mirándolo de nuevo, añadió: —¿Qué os apena! ¿está enfermo el doctor? — Señor Utterson-contestó el cria- do—hay algo que va mal. — Tomad asiento, y aqui tenéis un vaso de vino para vos — añadió Utterson. — Ahora, sin ninguna pri- sa, decidme con sinceridad lo que deseáis. — Cenocéis la manera de vivir del doctor— empezó á decir Poole — y sabéis como se encierra. Pues bien, se ha encerrado de nuevo en su gabinete, y no me gusta eso.. Se- ñor Utterson, estoy asustado. —Y ahora, mi buen Poole, ¿por qué estáis asustado? Hablad claro. — Me asusté hace una semada po- co más ó menos — contestó Poole, evitando con algo de mal humor la pregunta que se le hacía— y no pue- do 3"a soportar más la cosa. e1 aspecto del hombre justificaba completamente sus palabras; y salvo el instante en que por primera vez había hablado de su espanto, no había vuelto á mirar á la cara del abogado. Aun después, permanecía con el vaso apoyado sobre la rodi- lla, pero sin beber, y sus ojos se fijaban en un punto del techo. — No puedo soportar por más tiempo eso — volvió á repetir. — Vamos- dijoUtterson— veo que tenéis un verdadero motivo para hablarme así; veo que hay algo que anda verdaderamente mal. Procu- rad decirme lo que es. EL DOCTOR JEKVLL. 27 — Creo que ha habido algún cri- men—añadió Poole con voz ronca. — ¡Un crinicnl — exclamó el abo- gado muy asustado, y dispuesto á parecer más irritado aún — ¿qué cri- men? ¿qué queréis decir con eso? — No me atrevo tá decirlo, señor, pero ¿queréis venir conmigo y verlo "VOS mismo? | Por toda contestación Utterson se puso en pie, tomó su sombrero y una capa de abrigo, y notó con sor presa el rostro del criado, quien le pareció como aligerado de un gran peso; observó con no menos sorpre- sa, que el vino no había sido tocado. La noche era fria, noche propia del mes de Marzo; la luna estaba pálida y en su último cuarto, como si el viento la hubiese volcado; al- gunas nubes rápidas y diáfanas co rrian por el cielo. El viento furioso impedia hablar y cruzaba la cara; habia, además ahuyentado á los transeúntes y limpiado las calles de gente. Decia Utterson que no había visto tan desierto aquel barrio de Londres, y no era precisamente lo que hubiera deseado en su interior; jamás durante toda su vida había sentido un deseo tan vivo de ver y tocar á sus semejantes, pues vol- viendo al curso de sus ideas higu- bres, tenía el pensamiento de que se dirigía hacia una gran desgracia. Cuando llegaron á la plaza, todo estaba lleno de polvo; los árboles descarnados del jardín parecían fus- tigarse entre si á la largo del muro. Poole, que durante el camino se ha- bía adelantado uno ó dos pasos, se había quitado el sombrero y se se- caba el sudor de la frente con un pañuelo encarnado. No obstante la rapidez de su marcha, no era el su- dor producido por ella lo que enju- gaba, sino el provocado por la an- gustia quo le sofocaba, pues su ros- tro estaba pálido y su voz era dura j ronca. — En fin, señor — dijo— hemos lle- gado, y quiera Dios que no haya sucedido nada malo. — Amén, Poole— contestó el abo- gado. En esto el criado llamó con pre- caución; entreabrieron la puerta, sin quitar la cadena, y una voz pre- guntó desde adentro: — ¿Sois vos, Poole? —Yo soy— dijo Poole — abrid la puerta. El recibimiento estaba brillante- mente alumbrado; un gran fuego ardía en la chimenea, y en derieüor todos los criados, hombres y muje- res, confundidos, se estrechaban unos contra otros como un rebaño de carneros. Al ver al señor Utter- son, una criada fué acometida de contorsiones histéricas; y el cocine- ro, exclamando: — ¡Bendito sea Dios, es el señor Utterson — corrió hacia él como queriendo abrazarlo. — ¿Qué hay? ¿Estáis locos aquí? — dijo el abogado con aire triste. — Es muy irregular, muy inconvenien- te, y flisgustaría mucho á vuestro amo. — Todos están asustados — repuso Poole. Desconcertados, permanecieron callados, ninguno protestó contra aquellas palabras; la doncella sólo dejó oír su ahogado llanto y sus ge- midos. — Callad de una vez — le dijo Poole, con un acento tan brutal, que demostraba hasta qué punto tenia los nervios sobrexcitados; y realmen- te, cuando la doncella había lanza- do gritos de desesperación, todos se estremecieron mirando la puerta in- terior, con espanto en los rostros. — Y ahora — añadió Poole diri- giéndose al mozo de cocina — dad- me una luz, y vamos á saber la ver- dad de este asunto. Eogó al señor Utterson que le si- 28 BIBLIOTECA DE «lüL MUNDO.» guíese , y le enseñó el camino que conducía al Jiirdín. — Autlad lo más espacio que po- dáis— dijo Poole — y sin ruido; os rueg'o que escuchéis y que no dejéis oír nuestras pisadas. Tened cuida- do, .'•eñor, de no entrar, si por ca- sualidad os llamase. Aíitt, esta inesperada recomenda- ción, ütterson se extremeció y casi quedó desconcertado; pero pronto recobró su valor, y siguió al criado á través del laboratorio, de la sala de anatomía con sus vasos y sus bo- tellas, y lleg'ó al pie de la escalera. Poole le indicó que permaneciese á su lado y escachase, mientras que él, dejando la luz y apelando visi- blemente á todo su valor, subió los peldaños, llamando con temblorosa mano, es decir, dando algunos gol- pecitos sobre la tela encarnada de la puerta del gabinete. — El señor Utfcerson desea veros, señora-dijo el criado; j al hablar hacía seña con viveza al abogado para qu^. escuchase. Una voz contestó desde el inte- rior: — Decidle que no puedo ver á na- die— y sus palabras parecían un largo quejido. — Gracias, señor-respondió Poole con cierto acento de triunfo en la voz; y tomando otra vez la luz, condujo á Ütterson por el patio has- ta la gran cocina, en donde el fue- go estaba apagado y los grillos sal- taban por el suelo. — Señor — dijo mirando á ütterson — ¿os parece que era aquella la voz de mi amo? — Si, parece haber cambiado mu- cho— contestó Ütterson muy pálido, y mirándole también — Cambiada, no cabe duda — aña- dió el criado.— ¿Hubiera estado yo veinte años al servicio de mi amo para engañarme de ese modo res- pecto de su voz? No, señor, la voz de mi amo ha desaparecido y tam- bién él; ha sido muerto hace ocho días cuando le olmos gritar el nom- bre de Dios; ¿y quién está en vez de él? ¿y por qué ese ser está aquí? Todo eso pide venganza ante Dios, señor ütterson. — Hé aquí una extraña relación, Poole, que más bien parece rcdación salvaje, mi buen hombre — dijo üt- terson mordiéndose los dedos. — Su- pongamos que la cosa fuese tal cual la creéis; supongamos que el doctor Jekyll haya sido asesinado, ¿por qué se empeñaría el asesino en ])ermanecer aquí? Esa historia no se sostiene por si misma; la simple razón se niega á creerla. — Bueno, señor ütterson^ sois hombre difícil de convencer, pero sin embargo, llegaré á lograrlo — contestó Poole. — ^Es preciso que se- páis que durante toda la iiltima se- mana, él, ó sea quien fuere el que esté en aquel gabinete, gritaba no- che y día para tener una especie de droga y no podía lograrla como la deseaba. Mi amo acostumbraba al- gunas veces á escribir sus órdenes en un papel y echarlo por los esca- lones. Desde hace una semana, eso es todo cuanto tenemos de él, nada más que papeles y una puerta ce- rrada; con respecto á los alimentos, colocados sobre los peldaños, iba á retirarlos á escondidas. Pues bien, señor, todos los días y aun dos ó tres veces en un día, he sido envia- do corriendo á todos los drogueros de la ciudad. Cada vez traía el pro- ducto, pero otro papel me luandaba volver, porque no era puro, y tenía otra orden para distinta casa. Ne- cesita, pues, señor, en absoluto aquella droga por una razón cual- quiera. — ¿Tenéis alguno de esos pape- les?— preguntó ütterson. Poole buscó en sus bolsillos y ha- lló un papel arrugado, que el abo- EL DOCTOR JEKYLL. id gado ex.aminó cuidadosamente acer- cándose á la luz. Su conteiiido decía lo siguiente: "El Doctor Jekyll sa- luda á los señores Maw, y les ase- gura que la última muestra es im- pura y no sirve para el objeto de- seado, r.n el año de 18** el doctor J. adquirió una cantidad bastante grande en casa de los señores M., y hoy les ruega que busquen con la exactitud más escrupulosa, y si queda.-^e. de igual cantidad, que se la envíen inmediatamente. No hay que reparar en el precio. La impor- tancia de la co.-a para el Doctor Jekyll está por encima de cuanto pudiera decir.*' Hasta allí la carta estaba bastante correctamente es- crita, pero entonces la emoción le había vendido, y hubiérase dicho que había materialmente aplas- tado la pluma contra el papel al añadir la» siguientes palabras: "Por el amor de Dios, eu\'iádmela de igual calidad que la antigua." — Es una extraña nota-dijo tTtter- son y luego añadió con severidad — ¿cómo la habéis tenido abierta? — El dependiente del señor Maw estaba furioso, señor, y la echó ha- cia mí como si hubiese sido una co- sa repugnante — repuso Poole. — ¿í^abéis si esa nota es con segu- ridad de puño y letra del doctor? — preguntó el abogado. — He pensado que la letra se pa- recía á la suya — dijo el criado con tono áspero, y luego, cambiando de tono, añadió: ¿pero qué importan- cia puede tener una nota escrita, cuando le he visto á él en persona? — Le habéis visto? — repitió L'tter- son. — ¿Y bien? — He aquí, he aquí la historia — prosiguió Poole. — Entré súbitamen- te en el laboratorio, yendo desde el jardín: creo que se había atrevido á salir en busca de esa droga ó de cualquier otra cosa, pues la puerta del gabinete estaba abierta, y él se hallaba en el fondo de la habitación revolviendo y escudriñando Uis vie- jas botellas. Me vio entrar, lanzó una especie de grito, y se volvió rá- pidamente al gabinete. No le vi más que un in>tante, pero los pelos se me pusieron de punta. Señor, si aquella aparición era mi amo, ¿por qué llevaba una careta sobre el ros- tro? Si era mi anio, ¿por qué había lanzado aquel grito y había huido de mi? Hace bastante tiempo que lo sirvo: v lueo^o. , . . — Poole calló v se pasó la mano por la frente. — Realmente, son muy extraños esos detalles— dijo Uttorson — pero creo entrever la verdad. V^.estro amo, Poole, se halla sin duda ataca- do por una de esas enfermedades que, á la vez torturan y deforman al enfermo; de ahí, por poco que yo sepa, la alteración ie su voz; de ahí la máscara y su propósito de evitar la presencia de sus amigos; de ahi la pasión de buscar esa droga por medio de la cual el pobre hombre conserva alguna esperanza de cura- ción. ¡Dios quiera que no se defrau- de! Esa es mi explicación; la cosa es bastante triste, Poole, y bastante sorprendente de considerar; pero se explica y es natural; todo ello con- cuerda bien, y nos saca de esas es- pantosas alarmas, — Señor — dijo el criado poniéndo- se alternativamente pálido y encar- nado— aquella aparición no era mi amo, esa es la verdad. Mi amo — mi- ró entonces á su alrededor y se pu- so á hablar en voz muy baja — es un hombre alto, bien constituido, y el otro era más bien un enano, Utterson trató de protestar. — ¡Ohl señor — exclamó Poole — ¿podéis pensar que no conozco á mi amo después de treinta años? ¿Pen- sáis que no sé á qué altura llega su cabeza en la puerta del gabinete, en donde le he visto todas las ma- ñanas de mi vida? No, señor, esa 30 BIBLIOTECA DB «BL MUNDO.» cosa con máscara no ha sido nunca el docrt)r Jekyll; sabe Dios lo que era, pero jamás ha sido el doctor Jekj'^U; y nadie me quitará de la ca- beza que ha debido de cometerse un crimen. — Poole — replicó el abogado — si habláis así, mi deber exige llegar hasta la certidumbre. Por más que deseo respetar los sentimientos de vuestro amo, me desconcierta esa nota, según la cual parece demos- trado que vive todavía; considero como un deber romper aquella puer- ta. — ¡Ah ! señor Utterson, ¡ eso se lla- ma hablar! — exclamó el criado, — Y ahora viene la segunda pre- gunta— continuó diciendo Utterson; ¿quién romperá la puerta? — ¿Como? vos y yo, señor — dijo valerosamente Poole. — Bien dicho — repuso el abogado — y suceda lo que quiera, yo cuida- ré de que nada perdáis; dejadlo de mi cuenta. — Hay una hacha en el laborato- rio— indicó Poole — y vos podéis to- mar un hiero de la cocina. El abogado se apoderó de un gro- sero pero pesado instrumento, y mo- ^déndolo, dijo á Poole que le estaba mirando: —¿Sabéis que vos y yo va- mos á colocarnos en una situación que ofrece algún peligro? — Bien lo podéis decir, señor — contestó el criado. — Entonces es justo y convenien- te que seamos francos. En nosotros dos, el pensamiento va más lejos que las palabras que nos hemos di- cho; hablemos con claridad. ^]sa en- mascarada que visteis, ¿la habéis reconocido? — Pues bien, señor, pasó tan rápi- damente, la persona estaba tan in- clinada, que no me atrevo á afirmar; pero si pensáis que fuese el señor Hyde, yo también me figuro que era él, pues aquel ser era de su ta- maño, tenía el mismo andar rápido y ligero, y además, ¿quién sino él hubiera podido entrar por la puerta del laboratorio? No habéis olvida- do sin duda, señor, quecuando ocu- rrió el asesinato, conservaba la lla- ve cansigo. Pero hay más aún. Ig- noro, señor Utterson, si habéis visto alguna vez ai señor Hs^de. — Sí — contestó el abogado — he hablado una vez coii él. — Entonces debéis saber como to- dos nosotros, que había algo extra- ño en ese personaje, algo que tras- tornaba, no sé cómo expresarme, señor; sentía un frío hasta la médu- la de los huesos al mirarlo. — Confieso que he experimentado una cosa parecida á lo que indicáis — contestó Utterson. — Pues bien-siguió diciendo Poole — cuando aquella cosa enmascara- da parecida á un mono, saltó en me- dio de los aparatos de química y se escurrió en e^ gabinete, sentí un frío terrible en la espalda, i Oh ! bien sé que eso no es creíble, señor Utter- son; soy bastante instruido para sa- berlo; pero el hombre tiene presen- timientos y os aseguro que era el señor Hyde. — i Ah! ¡ah! — exclamó el abogado — mis temores me hacen creer lo mismo. Temo que se oculte aquí una gran desgracia, que ocurriría sin duda, con semejante encuentro. Y, de veras, os creo; creo que el po- bre Enrique ha sido asesinado y que su asesino (solo Dios sabe con qué objeto) está aún oculto en el cuarto de su victima. Pues bien, vengué- mosle. Llamad á Bradshaw. El lacayo contestó en el acto, pe- ro muy pálido y muy nervioso. — Armaos de valor, Bradshaw; — dijo el abogado — el misterio que reina aquí es un peso para todos vosotros; queremos conocerlo. Poole y yo queremos penetrar, hasta em- pleando la fuerza, en el gabinete. EL DOCTOR JEKYLL. 31 Si todo va bien, soy bastante fuerte para responder de las consecuen- cias de esa fractura Sin embarg-o, como puede hnoer debajo de todo oso alg-o obscuro y malo, ó bien que algún malhechor trate de huir por la puerta trasera, vos y otro criado id, dando vuelta por la calle, á co- locaros á la puerta del laboratorio armados con buenos palos. Tenéis diez minutos para llegar á vuestro puesto. Cuando Bra.l.shaTv hubo salido, el abog-ado miró su reloj. — Ahora Poo- le— dijo al criado — vamos allá; — y llevando el hiero bajo el brazo^ se dirigió hacia el patio. Las nubes habían ocultado la luna, y todo es- taba completamente obscuro. El viento que llegaba como por boca- nadas á aqnel fondo de los edificios agitaba la llama de la bujía mien- tras caminaban, hasta que estuvie- ron al abrigo, bajo el techo del la- boratorio; sentáronse en silencio y aguardaron, a su alrededor se oía el apagado murmullo de Londres; pero junto á ellos, sólo interrum- pían el silencio y la tranquilidad los pasos que iban y venían dentro del gabinete. — Así es como anda todo el día-di- jo Poole — y ¡ ay ! también parte de la noche. Únicamente se detiene un poco cuando llega nn nuevo pro- ducto de la droguer'a. ¡Sólo una conciencia mala puede animar á se- mejante enemigo del descanso ! ¡Ahí señor, ¡ hay sangre vertida en cada uno de sus pasosl Pero escuchad con atención desde más cerca, y de- — ¿Por qué no leéis lo demás? — preg-imtó Poole. — Porque temo— repuso el abog-a- do con tono solemne — ¡quiera Dios que no tenga ningún motivo para temer! — y hablando asi, acercó el papel á sus ojos y leyó lo siguien- te: cQuerido Utterson: cuando estas lineas caigan en vuestras manos, habré desaparecido; en qué circuns- tancia-, no tengo le presciencia re- querida para preverlo, pero mi ins- tinto y todas las condiciones de mi indefinible vida me dicen que mi fin es seguro y debe estar pró- ximo. Id, pues, y leed primero la confesión de vuestro indigno y des- graciado amigo. Enrique Jekyll." — ¿Hay otro sobre — preguntó Utterson. — Aquí está, spñor — dijo Poole en- tregándole un paquete cerrado con varios sellos. El abogado lo guardo en uno de sus bolsillos. — No hablaré de este paqiiete- añadió.— Si vuestro amo ha huido ó ha muerto, podemos á lo menos salvar su honor. Son las diez, debo volver á mí casa y leer con calma esos documentos; pero vol- veré antes de las doce, para enviar á buscar á la policía. Salieron cerrando tras sí la puer- ta del laboratorio, y utterson, dejan- do de nuevo á los criados reunidos alrededor del fuego en la antesala, regresó tranquilamente á su despa cho para leei ios dos documentos, en los cuales va á descorrerse el velo de este misterio. RELACIÓN DEL DOCTOR LAN- YON. «Elnreve de Enero, hace hoy cua- tro días, recibí por el correo, en el reparto de la tarde, una carta certi- ficada, cuyo sobre estaba escrito del propio puño y letra de mi colega y antiguo compañero Enrique Jekyll. Quedé sumamente sorprcnidido, pues no teníamos costuml)re de corres- ponder por escrito; además había visto al doctor el dia anterior y co- mido con él, y no podía adivinar lo que en nuestras relaciones exigía las formalidades del certificado. El contenido de la carta aumentó aún mi sorpresa; héaqui los términos en que se hallaba concebida: bien llevado por mi curiosidad, con- testé: — Aquí está — le enseñé la gaveta que estaba en el suelo detrás de una mesa y cubierta con el lienzo. Saltó hacia el lado de la gaveta, luego se paró, y llevó una mano al corazón; oi rechinar sus dientes; su rostro era tan horrible de ver, que me alarmé, y temí á la vez por su vida y su razón. — Reponeos — le dije. Volvióse á mi, rae dirigió una son- risa atroz, y como un desesperado descubrió la gaveta. Al ver lo que contenia lanzó un gemido ahogado y un grito de alivio tal, que perma- necí petrificado. Un instante des- pués, con voz ya algo más tranquila, me dijo: — ¿Tenéis un vaso graduado? Me levanté de mi asiento, no sin dificultad, y le entregué lo que pe- dia. I Dióme las gracias con un gesto adecuado, midió algunas gotas de la tintura encarnada y añadió uno de los polvos. La mezcla, que al principio era de un color rojizo, á medida que los. cristales se desha cían comenzó á adquirir un color mas vivo, á hervir visiblemente, lue- go echó como una nubecilia de va- por. De pronto cesó la ebullición, y la mezcla adquirió un color de púr- pura obscuro, pasando después len- tamente á un verde agua. El des- conocido, que habia seguido con mirada muy atenta todas aquellas metamorfosis, se sonrió, colocó el vaso sobre la mesa, y volviéndose hacia mi y mirándome con un aire muy grave, me dijo: — Ahora hay que tomar una de- terminación en cuanto á lo que res- ta que hacer. ¿Querés ser prudente? ¿queréis ser conducido? ¿queréis que me lleve este vaso en la mano y que salga de vuestra casa sin de- cir una palabra más? ¿O bien vues- tra curiosidad exige otra cosa? Re- fiexionad antes de contestar, pups se hará lo que mandéis. Si queréis, quedaréis como antes, tal cual es- táis ahora, ni más rico ni más sabio, á menos que la conciencia de haber prestado un servicio á un hombre puesto en un apuro mortal, no pue- da ser considerada como una espe- cie de riqueza. O si preferís esco- ger el otro camino, un nuevo reino de ciencia, nuevas vías que condu- cen á la fama y al poderío os serán abiertas, aquí ante vos, en este cuarto, al instante mismo; vuestra vista quedará confundida por un prodigio que haría vacilar, que con- movería la incredulidad del mismo Satanás. — Señor— contesté, haciendo creer en una calma y tranquilidad que estaba lejos de tener — habláis con enigmas, j no os sorprenderá el que escuche vuestras palabras sin dar- les mucho crédito; pero he ido de- masiado lejos al prestar esos servi- cios inexplicables, para detenerme antes de haber visto el final. — Bien está — replicó el desconoci- do.—Lanyón, recordáis vuestros ju- ramentos; lo que va á acontecer se halla colocado bajo el sagrado se- creto de nuestra profesión. Y ahora, vos, que desde largo tiempo estáis encadenado á las concepciones más estrechas y más materiales, vos que habéis negado la virtud de la medi- cina trascendental, vos que habéis hecho burla de vuestros superiores, ¡ mirad ! Llevó el vaso á los labios y bebió su contenido de un solo trago. A es- to siguió un grito; bamboleó, trope- zó, cogió la mesa para apoyarse, j continuó sus movimientos, con los ojos extraviados é inyectados en sangre, la boca abierta y espumosa, y mientras que yo miraba, se produ- cía un cambio, según mi imagina- ción; ibase hinchando, su rostro se EL DOCTOR JEKYLL. 39 eas volvió negro de repente y las lin y fisonóniicas parecieron fuudirseés, modiíiearse, y un instante despu j^^ Die puse en pie, retrocedí hasta pared, con un brazo extendido h' ' cia adelante como para defenderme contra aq.uel milagro, y con mi es- píritu anonadado por el terror: — ¡Oh, Dios! — exclamé aterrorizado; — ¡ Oh, Dios ! — dije varias veces; ¡pues allí, delante de mi vista, páli- do, tem,bloroso, medio desfallecido, palpando con las manos como un hombre que acaba ie resucitar, es- taba Enrique Jekyll! Lo que me dijo durante la hora siguiente me es imposible reconcen- trar suíiciente\nente el espíritu pa- ra escribirlo. Vi lo que vi, oí lo que oí, y mi alma iba enfermando, y hoy que aquella visión se borra de mis ojos, me pregunto á mí mismo si creo en ella, y no puedo contestar. Mi vida está resentida hasta en los cimientos; un terror mortal se apo- dera de mí continuamente, noche y día; comprendo que mis días están contados y que es preciso morir; y lo que es más, moriré incrédulo. En cuanto á la ignominia moral que ese hombre enseñó ante mí, ni con lágrimas de penitencia, podría, ni aun como recuerdo, pensar en ella sin estremecernií» de horror. Só- lo puedo decir una cosa, ütterson, y será (si podéis creerla cierta) más de lo necesario. Ese ser que se arrastró aquella noche por mi casa, era, según con- fesióji del mismo Jekyll, conocido bajo el nombre de Hyde y persegui- do en todos los rincones del país co- mo asesino de Carew. Hastie Laxyóx.» EXPLICACIÓN CO:\IPLETA DEL CASO EXTRAÑO DEL DOCTOR ENRK^UE JEKYLL Nací en el año de 18**, heredero de una gran fortuna, dotado con ex- celentes cualidades, mi naturaleza me inducía al trabajo, estimaba mu- cho la consideración de acjuellos do mis compañeros que me parecían prudentes y buenos, en una palabra, hasta donde era posible creerlo, po- seía las condiciones necesarias para tener un porvenir honroso y distin- guido. En realidad, el peor de mis defectos era una tendencia excesiva hacia la alegría, lo que causa el jú- bilo en otros, pero difícil de conci- liar con mi vivo deseo de llevar la frente alta y afectar en público una actitud más *eria de la que general- mente tienen los otros hombres. De ahí resultó que comencé á ocultar mis diversiones y placeres, y cuan- do llegué á la edad en que se pien- sa y reflexiona, empecé á mirar á mi alrededor y á considerar la próspe- ra posición que ocupaba en el mun- do. Me sentí ya destinado á una pro- funda duplicidad en mi manera de vivir. Más de uno hubiera tenido á gloria las irregularidades de que era yo culpable, pero desde el alto punto de vista en el cual me había colocado, las miraba y las ocultaba con una sensación de vergüenza ca- si mórbida. De modo que fué más bien la naturaleza exigente de mis aspiraciones, que ninguna clase de degradación particular en mis fal- tas, lo que me llevó á ser cuanto fui, lo que con un surco más hondo del que ordinariamente existe para la mayor parte de los hombres, dividió en dos, en mi ser, aquellas provin- cias del bien y del mal, que parten y forman el dualismo de la natura- leza humana. En tal estado de áni- mo, me vi inclinado á reflexionar profundamente y sin descanso res- 40 BIBLI0T3CA DE >EL MUNDO.» pecto de osa dura ley de la existen- cia que reposa sobre las bases de la religión y que es una de las causas de la desíí-racia de nuestra raza. A pesar de ser en modo tan absoluto un hombre de doble faz, no era hi- pócrita en la acepción que se da á e>ta palabra; las dos partes de mi 7/0 eran ambas verdaderamente serias. No era más yo en realidad, cuando arrojando todo freno, obraba ver- gonzosamente, que cuando, á la luz del día, trabajaba para aumentar mis conocimientos, ó cuando procu- raba aliviar á los desgraciados y á los enfermos. La casualidad quiso que la orientación de mis estadios científicos, que me guiaban absolu- tamente hacia lo místico y trascen- dental, diese de rechazo ejerciendo como una fuerza de repulsión, y me hiciese comprender, iluminándolo con mayor claridad, ese estado de perpetua lucha entre las distintas partes de mi ser. Cada día, y desde el doble punto de vista de la moral y de la inteligencia, llegaba con ma- yor seguridad al conocimiento de aquella verdad, cuyo descubrimien- to parcial me arrastró á este espan- toso naufragio: á saber que el hom- bre no es realmente una entidad, si no que existen dos entidades en él. Digo dos, porque el estado de mi propia ciencia no me ha permitido pasar de ahí. Otros me seguirán, otros irán más allá en esa vía, y aventuro, y me atrevo á emitir la opinión de que ulteriormente se re- conocerá que el hombre es una sim- ple aglomeración de diversos indi- viduos sin ninguna relación entre si. En cuanto á mí, por la misma na- turaleza de mi vida, adelanté forzo- samente en una sola y única direc- ción. En el ser moral y en mi propia persona aprendí á conocer el perfec- to y primitivo dualismo del hombre; vi que, de las dos naturalezas que parecían satisfechas en la extensión de mi conciencia, aunque hubiese podido realmente ser la una y la otra, era únicamente porque, en ab- soluto, tenia ó poseía las dos á la vez, y desde aquel momento, antes de que hubiese comenzado la mar- cha de mis descubrimientos científi- cos á sugerirme la más evidente po- sibilidad de semejante milagro, ha- bía aprendido á insistir con placer, como en un sueño despierto, en la idea de la separación de esos dos elementos. « Si — me decía á mí mismo — cada uno de ellos pudiese estar domici- liado en entidades diferentes, la ^ñ- da se hallaría desembarazada de to- do cuanto la hace insoportable; lo injusto seguiría su camino, libre de las aspiraciones y de los remordi- mientos de la parte gemela, de la parte más virtuosa; y lo justo podría á su vez viajar segura y constante- mente por sus elevados senderos, llevando á cabo el bien que le llena- ría de satisfacción, y sin verse ex- puesto á los disgustos y remordi- mientos que le ocasionarían los ac- tos de la parte extraña y mala. Fué, pues, destino fatal de la humanidad ver unir esos haces opuestos y dis- paratados y que en la matriz agoni- zante de la conciencia, aquellas dos estrellas polares estuviesen luchan do continuamente. ¿Cómo, enton- ces, podrían ser separadas?» A ese punto había llegada en mis reñexiones cuando, según he dicho ya, una luz inesperada comenzó á brotar sobre este asunto, de la me- sa del laboratorio. Empecé á conce- bir de un modo más profundo que hasta entonces la vacilante inmate- rialidad, el paso aún obscuro de un estado á otro, de ese cuerpo que pa- rece tan sólido y en el cual camina- mos con todos nuestros adornos. Hallé ciertos agentes que poseen el poder de separar y de rechazar esjt EL DOCTOR JEKYLL. 41 vestidura carnal, como el viento po- see el de agitar los lienzos de una tienda de canipaña. Pero por dos excelentes razones no entraré com- pktaniente de lleno en esta parte cientilica de mi confesión. Primej'o, porque he aprendido que los hom- bros del hombre deben para siem.pre janifis soportar el destino y la carga de nuestra vida, y si llega á efec- tuarse alguna tentativa para sepa- rar á los dos elementos, sólo servirá para aumentar su peso de un modo más desagradable y más terrible. Y después, porque (mi relación lo demostrará ¡ ay !• harto claramente) mis descubrimientos no eran com- pletos. Me bastará, por consiguien- te, decir que no sólo reconocí que mi cuerpo natural era el fjiniasma y el éter de algunos de los poderes que com.ponían mi espíritu, sino que llegué á inventar una pócima con la cual esos poderes podían perder su supremacía, y reemplazarlos con una segunda forma, que era tan na- tural como la primera, tan yo como la otra, porque constituía la mani- festación misma de los más bajos y despreciables elementos de mi alma. Vacilé mucho tiempo, antes de so- meter esta teoría á la prueba de la práctica. Salía perfectamente que me exponía á morir, pues una droga que debía medirse con tanta exac- titud y sacudir, conmover la verda- dera fortaleza de la individualidad, podía con el menor aumento en la dosis, ó por la inoportunidad del momento escogido para el experi- mento, hacer desaparecer para siem- pre ^el ^envoltorio material que no no deseaba yo cambiar. Pero la ten- tación de un descubrimiento tan original y tan importante, concluyó per hacerme vencer los temores y alarmas. Tenía la pócima prepara- da hacía ya tiempo; compré de una vez, encasa de un droguero, gran cantidad de una sal especial que, después de mis experimentos, sabía yo que era el último producto ne- cesario; y finalmente, en una noche maldita, reuní los ingredientes, vi- gilé su ebulición, los vapores que salían del vaso, y cuando eesó el hervor, en un arranque de valor be- bí la pócima. Terribles angustias se apodera- ron de mí; crujidos de huesos, náu- seas mortales y un horror del alma que no puede ser m.ayor en la hora de la muerte ó del nacimiento. Lue- go, aquellos instantes de agonía co- menzaron á disminuir gradual y lentamente, y volví en mí como si hubiese salido de una grave enfer- medad. Había algo extraño, algo nuevo é indescriptible en mis sen- saciones, y su novedad real las ha- cía extraordinariamente dulces y gratas. Me sentía más joven, más fe- liz en todo mi ser; en mi fuero inter- no experimentaba como una auda- cia embriagadora, tenía á la vista un mundo de imágenes sensuales que corrían con la misma rapidez que el agua al salir de un molino; sentíame desligado de les lazos de toda obligación, y tenía una libertad de alma desconocida, pero no ino- fensiva. Desde el primer aliento de aquella nueva vida, me consideré malo, diez veces más malo, esclavo de mi genio maléfico original; y es- tas ideas, en aquel instante, me for- talecían y me embriagaban como hubiera podido hacerlo el vino. Alargaba las manos con la alegría de disfrutar, de acariciar unas sen- saciones tan nuevas, y al hacerlo, pude observar que mi estatura ha- bía disminuido. No había entonces espejo en mi gabinete, el que estaba cercas demí mientras escribo estas líneas, fué puesto allí más tarde con objeto de ver esas transformaciones. Sin embargo, hacía ya tiempo que la no<;he había cedido su puesto á ^a 4 42 BIHLIOTKCA Diú «WL. MUNDO.» mañana, y la mañana obscura como estaba, iba á dcsvaueccirsc ante la claridad del día. Los inquilinos de mi casa estaban encerrados en sus habitaciones, durante esas horas tan necesarias al sueño. Decidinie, hin- chado como me hallaba por la es- peranza y el triunfo, á llegar con mi nuevo envoltorio hasta mi cuar- to de dormir. Atravesé el patio, lo que permitió alas constelaciones lan- zar sus reñejos sobre mí, pues podía Imaginar, con admiración, que era la primera criatura de esa especie que hubiese aparecido á su vigilan- cia siempre despierta; me escurrí por los corredores como un extraño en su propia casa, y vi por vez pri- mera el aspecto exterior de Eduar- do Hyde. Es preciso que hable aquí desde el punto de vista teórico solamente, sin decir lo que sé, sino lo que su- pongo que debe ser más probable. La parte mala de mi ser, á la cual habia dado ahora mi vida propia, era menos robusta y menos desarro- llada que la parte buena. Además, en el curso de mi existencia que, en sus nueve décimas partes, después de todo, ha sido una vida de esfuer- zos, de virtudes y de vigilancia, ese lado malo había sido mucho menos ejercitado y puesto de relieve que el otro. Y de ahí resultaba, según infiero, que Eduardo Hyde era mu- cho más pequeño, más delgado y más joven que Enrique Jekyll. Así como el uno lleva sobre el rostro el resplandeciente sello del bien, el otro tenía escrito sobre su cara el sello de la maldad. La maldad, que no debe considerarse aiin como cau- sa del carácter mortal del hombre, había impreso en aquel cuerpo sig- nos de deformidad y de decadencia. Y cuando miré, entonces, en el es- pejo aquel ídolo perverso, tuve con- ciencia, no de un sentimiento re- pulsivo, sino más bien de la brusca transición producida y del buen éxito de mis tentativas. Aquel ídolo, por lo demás, era yo mismo. Pare- cía natural y humano. Para mi te- nia á la vista una imagen más viva del espíritu; había allí más expre- sión y originalidad que en el ser imperfecto y doble, hasta aquel mo- mento acostumbrado á llamar yo; é indudablemente tenia razón. Ob- servé que cuando aparecía bajo la apariencia de Eduardo Hyde, na- die podía aproximárseme sin expe- rimentar primero un extremecimien- to visible, en todo su cuerpo. Eso, según comprendí, procede de que todos [los seres humanos, tal cual los vemos, son un compuesto de ))ien y de mal; únicamente Eduar- do Hyde, en las filas de los huma- nos, era puramente malo sin mezcla ninguna. Permanecí por algunos momen- tos delante de' espejo, pero faltaba intentar todavía el último experi- mento, el decisivo; quedaba por sa- ber si había perdido yo mi identi- dad, sin esperanza de recobrarla, y tenía que esconderme de la luz del día y salir de una casa que ya no era mía, y apresurándome á volver á mi gabinete, preparé inmediata- mente la pócima necesaria, y bebí: sufrí otra vez las angustias de una descomposión, y volví á ser yo mis- mo, con el carácter, la estatura y el rostro de Enrique Jekyll. Aquella noche liegué, pues, al fa- tal encuentro de los distintos cami- nos de la vida; si hubiese trabaja- do mi descubrimiento con un espí- ritu más elevado, si hubiese inten- tado la experiencia bajo el influjo de aspiraciones generosas y piado- sas, las cosas hubieran ido de otro modo y hubiera salido yo de aque- llas agonías del nacimiento y de la muerte como un ángel, en vez de haber salido de ellas como un de- monio. La poción, en suma, era EL DOCTOR JEKYLL. 43 una cosa neutra, quiero decir, que no era ni diabólica ni divina; no ha- cía más que sacudir las puertas de mi cárcel y de mi estado ¿e ánimo; y como los presos de Filipi, lo que estaba encerrado se escapaba fue- ra. En aquel momento mi virtud se durmió, y mi genio malo, al contra- rio, de^.pertado por la ambición, es- taba alerta y dispuesto para aprove- char 1^8 ocasiones, .y sus esfuerzos traian siempre á Eduardo Hyde. Así pues, aunque tuviese dos carac- teres y dos rostros, uno era absolu- tamente malo, y el otro era siempre el viejo Enrique Jekyll, compuesto disparatado que ya desesperaba de pocier perfeccionar y mejorar. Sus aspiraciones actuales lo empujaban enteramente hacia el mal. Pero ni aún en aquel instante ha- bía podido dominar la aversión que me inspiraba esa conocida aridez de la vida estudiosa. En ciertos mo- mentos tenía todavía inclinaciones favorables al júbilo y á la alegría; como mis placeres eran (emplean- do la palabra más benévola) desho- nestos, y como no sólo era mejor co- nocido y más considerado, sino que llegaba á ser también hombre de edad, aquella incoherencia rn mi TÍda me era cada día más importu- na, por eso mi nuevo poder me ten- tó para el bien hasta que caí sumi- do en la esclavitud. Bastábame con beber la copa, para despojar al co- nocido profesor y vestir el burdo traje, el cuerpo de Eduardo Hyde. Esa idea me agradaba, me hacía sonreír; la. cosa me parecía cómica; y hacía los preparativos con el cui- dado más at'rnto y minucioso. Al- quilé y amueblé aquella casa de Scho, en donde Hyde fué persegui- do por la policía, y tomé como guarda á una mujer que me cons- taba ser callada y no tener escrúpu- los. Por otra parte, dije á mis cria- dos que un señor Hyde, cuyas señas les di, tenía plena libertad y poder para entrar y salir en mi casa; y pa- ra prevenir cualquiera aconteci- miento desagradable, hice visitas á casa del Doctor Jekyll y pasé como familiar suyo. Luego escribí aquel testamento contra el cual opusisteis tantas ob- servaciones, y que me permitía, si al- go me ocurría en la persona del Doctor Jekyll, entrar en la de Eduar- do Hyde sin pérdida pecuniaria. Tranquilizado asi respecto del por- venir, comencé á aprovechar las ex- trañas inmunidades de mi situación. Ha habido hombres antes que yo, que pagaron asesinos para hacer ejecutar sus crímenes, dejando á cu- bierto su propia personalidad y su reputación; pero yo he sido el pri- mero que ha podido obrar así en cuanto á sus placeres. He sido el pri- mero que ha podido aparecer ante el púl}lico con su carga de respeta- bilidad, y un instante después, co- mo un colegial, despojarme de aque- llos disfraces y arrojarme sin mira- mientos en un océano de libertades. Bajo mi impenetrable envoltura, mi salud era completa, excelente. Pensad en ello: ¡ni siquiera existía ! Bastaba que pudiese penetrar por la puerta de mi laboratorio, tener dos ó tres segundos para preparar 3' '-'eber la pócima que estaba siem- pre lista, y fuese cualquiera cosa lo que hubiese hecho Eduardo Hyde, desaparecía como la señal del alien- to sobre un cristal; y allí, en vez de Hyde, tranquilo en su casa, arre- glando su lámpara para la noche, se hallaba un hombre que hubiera podido burlarse de toda sospecha dirigida contra él, Enrique Jekyll en persona. Los placeres que me apresuraba á buscar con mi disfraz, eran como ya lo he dicho, deshonestos, por no emplear una palabra más severa, j con un ser tal cual era Eduardo 44 BIBLIOTECA DE *KL MUNDO. > Hydc, lio tardaron (^i adquirir un carácter monstruoso. Cuando regre- saba de mis excurciones, quedaba estupefacto de la depravación de la otra parte de mi ser. El demonio fa- miliar que sacaba de mi propia al- ma y que enviaba solo á sus place- res, era un ser profundamente ma- lévolo y vil; todos sus actos, todas sus ideas no tenían más objetivo que su egoísmo; tenía placer en una sed bestial de torturar á sus semejan- tes; sin entrañas, como una estatua de piedra. Había instantes en que Enrique Jekyll estaba horrorizado de los hechos de Eduardo Hyde; pe- ro la situación se hallaba fuera de las leyes ordinarias, y gradualmente la inííuencia de la conciencia se fué relajando. Después de todo, Hyde era el culpable, iinicamente Hyde. Jekyll no era peor que antes; sus buenas cualidades se despertaban y aparecían en él sin haber disminui- do, y procuraba cuando le era po- sible, remediar los daños causados por Hyde, y asi, su conciencia dor- mitaba. No me propongo referir circuns- tanciadamente las infamias en que me vi mezclado ó complicado, pues ni aún hoy puedo admitir que fue- se yo quien las cometió. Sólo quie- ro mencionar los avisos y las eta- pas sucesivas que me anunciaban la aproximación del castigo. Ocu- rrióme primero un incidente, que como no tuvo consecuecias, me li- mitaré á indicar nada más. Un ac- to de crueldad contra una niña exci- tó la cólera de un transeúnte que reconocí el otro día como un,o de vuestros parientes: el médico y la familia de la criatura se unieron á él; hubo uninstante en que temí por mi vida; pero finalmente, para calmar su harto justo resentimiento, Eduar- do Hs^de se vio obligado á llevarlos hasta la puerta de la casa del Doc- tor Jekyll y á darles un vale gira- do á la vista, con el nombre de éste último. Pero ese peligro quedó fá- cilmente evitado para el porvenir, abriendo una cuenta en otro Banco á nombre de Eduardo Hyde, y ha- ciendo mi letra con una caída más oblicua, había dado una firma do- ble á mi otro ser, y creí de aquel modo ponerme á cubierto contra todo ataque de la fatalidad. Dos meses antes del asesinato de Sir Danvers, había andado en bus- ca de aventuras; regresé tarde, y desperté al siguiente día, presa de raras sensaciones. Miré en vano á mi alrededor, y en vano vi los ri- cos adornos y las grandes líneas de mi cuarto; en vano, también, reco- nocí los dibujos de las colgaduras de mi cama y su marco de caoba; algo me decía continuamente que no estaba en donde estaba realmen- te, sino que debía estar en el peque- ño cuarto de Soho, en donde tenia costumbre de dormir en el cuerpo de Eduardo Hyde. Me sonreí, y con mis ideas psicológicas empecé á estudiar perezosamente los prin- cipios y los datos de semejante ilu- sión, y resultó que pensando en ello, volví á caer en el dulce sueño de la mañana. Estaba aún medio dormido, y accidentalmente fijé la vista en mis manos. La mano de Enrique Jekyll, como habéis podido verlo á menudo, era la mano de un médico en cuanto á forma y tama- ño; era grande, sólida, blanca y bien proporcionada, pero la mano que vi entonces, bastante claramente á pe- sar de la luz pálida de la mañana, medio oculta como se hallaba sobre la colcha, aquella mano era descar- nada, huesosa, de una palide?; ma- te, y cubierta de abundantes pelos negros. Era la mano de Eduardo Hyde. Debí permanecer conio medio mi- nuto contemplándola, y quedé tan anonadado de admiración y de sor- EL DOCTOR JEKYLL. 45 prosa, que el terror t.irdó en des- pert.arse en mi pecho, pero despertó súbitamente y me rrodujo un estre- mecimiento parecido al que se ex- perimenta al oír un inesperado re- doble de tambores; salté de la cama y ful á mirarme al espejo. Al ver lo que éste me enseñó, mi sangre casi se heló en las venas. Sí, me había acostado como Pinrique Jekyll, y me despertaba cambiado en Eduardo Hyde. ¿Cómo explicar semejante transformación? Dirigímc esa pre- gunta, y lueg-o, con otro estremeci- miento de espanto, ¿cómo remediar- la? Era ya muy entrada la mañana; los cri rulos estaban levantados; to- das mis drogas se encontraban en el g"abinete, era preciso un largo viaje para ir hasta él, bajar dos pisos, atravesar un corredor, el patio abier- to y la sala de anatomía, lo cual me asustaba. Podía, es verdad, tapar- me la cara, ¿pero de qué me hubie- ra servido, puesto que no podía ocul- tar el cambio de mi estatura? Lue- go, con indecible alegría recordé que los criados estaban ya acostum- brados á las idas y venidas de mi otro yo. Yestíme pronto lo mejor que pude, con el traje de mi estatu- ra ordinaria; atravesé rápidamente la casa y tropecé con Bradshaw, quien me miró sorprendido, apar- tándose al ver á Mr. Hyde á aquella hora y con aquel traje; diez minutos después, el Doctor Jekyll había re- cobrado su forma habitual, y estaba sentado, con la frente sombría, pa- ra aparentar que alm.orzaba. Mi apetito era realmente bien es- caso. Ese incidente inexplicable, esa contradicción en mis experimentos previos, parecían, como los dedos babilónicos sobre la pared, escribir los términos y las letras de mi sen- tencia. Comencé á reflexionar más seriamente de lo que hasta entonces, sobre el fin y sobre los aconteci- mientos posibles de mi doble exis- tencia. La parte de mi ser que tenia yo el poder de producir, estaba más fortalecida y más nutrida; hasta me parecía que desde algún tiempo ha- cia, el cuerpo de Eduardo Hyde ha- bía ganado en estatura; cuando me hallaba bajo aquella forma, tenía conciencia de que la sangre circu- laba más generosa por sus venas, y comenzaba á entrever el peligro de que si ese estado se prolongaba, el equilibrio de mi doble naturaleza podría quedar definitivamente des- truido, anonadado el poder de un cambio á voluntad, y que el carác- ter de Eduardo Hyde sería finalmen- te el mío. El poder de la pócima no había tenido siempre in'ual resulta- do. Un día, al principio de mis trans- formaciones, su efecto habia sido completamente nulo; desde enton- ces tenía con frecuencia que doblar la dosis, y una vez, hasta con riesgo de mi vida, tuve que ponerla triple; estos fracasos, aunque raros, habían contribuido á nublar algo mi ale- gría. Pero ahora, advertido por el accidente de la mañana, llegué á observar que, asi como al principio la dificultad había consistido en echar fuera el cuerpo de Enrique Jekyll, había ido poco á poco cam- biando de aspecto, y consistía ahora en desalojar á la otra individualidad. Todo parecía, pu<'S, conducirme á la misma conclusión; á saber, que per- día lentamente mi poder sobre mi ser primitivo, el mejor, el superior, y que con la misma lentitud me iba incorporando en el segundo y el peor. Comprendía que era preciso esco- ger entre esos dos seres. Mis dos na- turalezas tenían una memoria co- mún, pero en cuanto á las otras fa- cultades, estaban desigualmente compartidas. Jekyll (que era una mezcla) sufriendo á veces los temo- res más vivos y los apetitos más ávi- dos, se complacía tomando parte en 46 BIBLIOTECA y la temía, pues no había olvidado los terribles peligros del día anterior; pero volvía á estar en mi casa, y cerca de mis drogas, y la gratitud que tuve por haber escapado al pe- ligro fué tan grande en mi alma, que casi riv.Tlizaba con el resplan- dor de la esperanza. Después de almorzar, atravesé el patio tranquilamente, respiran do con placer el aire fresco, cuando me acometieron de nuevo repentina- mente aquellas indescriptibles sen- saciones, heraldos seguros de la transformación, y apenas tuve el tiempo preciso para ponerme á cu- bierto en mi gabinete, y ya rabiaba y tiritaba de frío, atormentado una vez más por las pasiones de Hyde. Tomé entonces doble dosis para recobrar mi identidad, pero ¡hay 1 seis horas después, mientras con- templaba tristemente el fuego, los dolores me acometieron y tuve que volver á tomar la pócima. En una palabra, desde aquel día sólo por medio de grandes esfuerzos, como los que exige la gimnástica, y bajo la influencia inmediata de la póci- ma, podía permanecer siendo el mis- mo, es decir, conservar la persona- lidad de Jekyll. A cada instante, k cualquiera hora del día ó de la no- che me acometían los escalofríos precursores; sobre todo, cuando dor- mía, ó estando soñoliento, y aun ha- liándome ocupado en el trabajo, sen- tado en mi sillón, me despertaba siempre convertido en Hyde. Opri- mido por el peso incesante de esta sentencia, absteniéndome volunta- riamente de todo sueño, más allá de lo que consideraba posible para el hombre, me convertí bajo la forma de Jekyll, en una criatura devorada por la fiebre, que se consumía y se debilitaba á la vez de cuerpo y al- ma, y perseguida únicamente por una idea, á saber: el horror que me inspiraba mi otro yo. Pero cuando dormía, ó cuando el efecto de la me- dicina había pasado, sentía casi sin transición (pues los dolores de la transformación iban disminuyendo cada día) un estado de espíritu en el cual me acometían visiones terri- bles, en que sentía hervir en mi al- ma odios sin razón ni motivo, y en que mí cuerpo no parecía ya bas- tante fuerte para contenerlas rabio- sas energías vitales. Hubiérase di- cho que el vigor de Hyde había cre- cido con la debilidad de Jekyll. Y en verdad, el odio que los dividía entonces era igual en ambos lados. Para Jekyll era una lucha por su propia vida. Habíase dado cuenta de la deformidad de aquella criatu- ra que compartía con él algunas de sus facultades intelectuales, y era su compañero obligado, forzoso an- te la muerte; y más allá' de esos la- zos comunes, que en sí mismos for- maban la parte más penosa de sus- EL DOCTOR JBKYLL. 51 tormentos, consideraba ;i Hyclc, á pesar de la energía de su vitalidad, como á un ser no sólo infernal, sino también inorg-ánico. Pero lo que le producía mayor terror, era la idea de que el lodo del inñerno podía emitir sonidos y lanzar gritos; que aquel polvo informe podía gesticular y cometer pecados; que lo que estaba muerto y no tenía ninguna forma, podía sin embargo llenarlas funcio- nes de la vida; y que todo aquel con- junto estaba unido á su persona, más estrechamente de lo que hubie- ra podido estarlo una esposa, un ojo; que aquel conjunto estaba pre- so en su propia carne, hasta el pun- to de que durante el misterio del sueño, podía luchar contra él y arre- batarle su misma existencia. El odio que experimentaba Hyde contra Jekyll era de otra naturaleza. Su miedo al píitíbulo le obligaba con- tinuamente á suicidarse por un mo- mento, volviendo á su estado de de- pendencia, formando entonces una parte de otro ser, en vez del ser mis- mo; odiaba aquella tristeza ala cual Jekyll se entregaba ahora, y expe- rimentaba todo el odio que sentían contra él. De ahí aquellos juegos de míanos que me hacía, garabateando con mi propia letra blasfemias en mis libros, quemándolas cartas, des- truyendo el retrato de mi padre, y en realidad, si el temor de su muer- te no le hubiese contenido, tiempo haría que se hubiese perdido para -arrastrarme en su ruina. Pero tenía extraordinario amor á la vida; voy aun más allá; yo, que siento revol- vérseme el corazón y me extremez- co con sólo pensar en él, cuando re- cuerdo sus temores de que llegase á suicidarme, casi tengo compasión de él. Es inútil y me falta tiempo para prolongar esta descripción; bástame decir que nadie ha sufrido jamás tormentos iguales; y sin embargo, el hábito de sobrellevarlos ha pro- ducido, no un alivio, no un descar- go, sino cierta dureza del alma, cier- to abandono, cierta indiferencia pa- ra con la desesperación; mi castigo hubiera podido durar años todavía, si no me hubiese ocurrido la última desgracia, y por fin, no me hubiese separado de mi propia personalidad. Mi provisión de sal, que jamás ha- bía renovado desde mi primer expe- mento, comenzaba á disminuir. En- vié á buscar nuevas provisiones y compuse la pócima; prodújose la ebuUisión, el primer cambio de co- lor también pero no el segundo; la bebí, pero no produjo efecto. Sa- bréis por Poole cómo y hasta qué punto he registrado todo Lóndes, pero inútilmente, y estoy persuadi- do hoy de que mi primera provisión era impura (tenía mezcla) constitu- 3'endo precisamente esa impureza desconocida la eficacia de la pó- cima. Ha transcurrido una semana, j concluyo esta relación gracias al efecto producido por los últimos pa- quetes de mis antiguos polvos. Es, pues, la última vez — salvo un mila- gro— en que Enrique Jekyll puede decir sus propias ideas, ver su pro- pio rostro (y ¡cuan cambiado está!) en el espejo. Además, no puedo de- morar el concluir este escrito, pues si hasta aquí ha podido salvarse de la destrucción, débese á una gran prudencia de mi parte, y auna gran casualidad. Si los dolores de la tran.s- formación me acometen mientras escribo, Hyde lo hará pedazos; pe- ro si ha transcurrido algún tiempo después que lo haya puesto aparte, su egoísmo increíble y sus ideas siempre fijas en el presente, lo sal- varán otra vez de su maldad de 7^0- no; pues el destino que pesa á la vez sobre nosotros dos, ha contri- buido también á cambiarlo y á ano- nadarlo. Me queda todavía media 52 BIBLIOTECA DK «EL. MUNDO.» hora que esperar antes de volver á entrar para siempre en esa persona- lidad maldcciela, y sé como estaré entonces sentado, gimiendo y tiri- tando en una silla, escuchando con atención y espanto, yendo y vinien- do en esta habitación (mi último asilo en la tierra) sin cesar un ins- tante, deteniéndome para escuchar los ruidos amenazadores. ¿Morirá Hyde en el patíbulo? ¿ó tendrá á última hora el víilor de li- brarse de si propioV Sólo Dios losa- he. Poco cuidado me da; éste es el ver- dadero término de mi muerte, y to- do cuanto veng-a después correspon- de á otro que yo. Aqui, pues, de- jando la pluma y sellando mi con- fesión, concluyo de referir la vida del desgraciado Enrique Jekyll.» nisr o^La vida cdeun perillán.'^o I BIBLIOTEO.A. 13 JE "EL ]\i:UIVI>0 ^9 WILKIE COLLINS. LA VIDA DE UN PERILLÁN. » IMPBBSO BN LAS OFICINAS D» «III. MUNDO.» Segunda de las Damas ni) mero 4. 1896. LA VIDA DE UN PERILLÁN. I CAPITULO I. Voy á ver si puedo escribir algo acerca de mí mismo. Mi vida ha si- do bastante singular. Quizás no pa- rezca muy iitil ó digna de conside- ración y respeto; pero no carece de aventuras; y esta circunstancia pue- de darle títulos suficientes para que se lea, aún. en aquellos círculos más encopetados y llenos de prevencio- nes. Soy un ejemplo vivo de algu- nos de los resultados que producía el sistema social de esta ilustre In- glaterra á principios del siglo; y por lo tanto, sin pecar de vanidoso, pue- do presentarme como modelo, para edificación de mis compatriotas. Ante todo ¿quién soy yo? Puedo decir á ustedes que so}" persona muy bien emparentada. Vi- ne á este mundo con la gran venta- ja de tener por abuela nada menos que á Lady Mortimer, por madre á una hija de esta señora, y al Doctor Juan Federico Turner (conocidege- neralmente con el nombre del Dr. Turner) por padre. Pongo á mi pa- dre el último, porque su familia no era de tantas campanillas como la de mi madre, y he nombrado en pri- mer lugar á mi abuela, por ser de más elevada alcurnia que ninguno de los tres. A pesar de todo soy, he sido y continuaré tal vez siendo un perillán; aunque me linsonjeo de que no he llegado aún al extremo de ol- vidar el respeto y concideración qu« se deben al rango. Esto sentado, nadie esperará por un momento que hable mucho acerca de mi tío ma- terno. Aquel inhumano deshonró el nombre de su familia realizando una fortuna en el comercio. . . . ¡de jabón y velas! Pido perdón por men- cionarle, aunque sea de paso. El hecho es que hizo á mi hermana Arabela un legado algo raro, apa- rejado de ciertas condiciones que de un modo indirecto me concernían; pero no es esta la oportunidad de tratar de este capítulo de historia doméstica. De nuevo pido perdón por aludir á asuntos de dinero an- tes de quesea absolutamente nece- sario. Ocupémonos de un asunto más agradable y decente, diciendo algo acerca de mi padre. Empezaré por manifestar que me asaltan dudas respecto á la habili- dad facultativa de mi señor padre, porque, á pesar de sus parientes y relaciones de elevada alcurnia, la verdad es que su clientela no era muy brillante ni numerosa. En otras circunstancias podría haber prosperado con el ejercicio de su profesión médica, pero el hijo político de Lady Mortimer estaba obligado á erguir la cabeza, á te- ner carruaje, y no malo, á vivir en un barrio elegante y habitado por gente de viso, y á mantener un cos- toso y lerdo lacayo que hiciera las BIBLIOTECA DH 'abundo, y mis deseos eran alistarme en el ejército. ¿Pero de dónde saldría el dinero necesa- rio para comprar un grado de oñ- cialr En cuanto á entrar de simple soldado y ganar mis grados á fuer- za de trabajo y méritos, las institu- ciones sociales de Inglaterra obli- gaban al nieto de Lady Mortimer á empezar la carrera militar con el grado de oficial ó abandonarla por complet \ No había, por lo tanto, que pensar en el ejército. ¿La Igle- sia? Tampoce había que pensar en ella. ¿El Foro? Necesitaba cinco años para recibirme de abogado y tendría que gastar unas doscientas libras al año antes de que pudiera ganar un cuarto. ¿La Medicina? Esta me pal-eció la única profesión digna de un caballero en que refu- giarme. Y sin embargo, teniendo á la vista lo que pasaba con mi pa- dre, fui tan ingrato que no me sen- tí inclinado á seguirla. Confieso que es hasta degradante lo que voy á decir, pero no puedo menos de recordíir que deseé muchas veces no estar emparentado con personas de tanta distinción, creyendo que la vida de un agente ó viajero comer- cial era lo que más atractivo tenía para mí, y lo que más me convenía, á no haber sido yo un caballero po- bre. Ir de lugar en lugar, vivir ale- gremente en las posadas, ver todos los días caras nuevas, y ganai di- nero divirtiéndome en vez de gas- tarlo,— ¡qué vida para mí, si en vez de ser el nieto de un barón, hubiera sido hijo de un destripaterrones y nieto de un gañán ! Mientras mi padre no sabia qué hacer conmigo, no faltó una de sus amistades que le sugiriera una nue- va profesión para mí, que hasta el último día de mi vida lamentaré no me hayan dejado adoptar. Este amigo era un caballero de alguna edad, un tanto exéntrico, dueño de una gran fortuna y muy considerado de mi familia. Un día mi padre, en mi presencia, le pre- guntó en qué podía yo emplearme, teniendo en cuenta mi noble paren- tela y mi propia utilidad. —Preste usted oído alas palabras resultado de mi experiencia, — dijo nuestro exéntrico amigo, — y si es usted un hombre cuerdo, no dudo que hará usted lo que le diga. Ten- go tres hijos: el primero lo he de- dicado á la Iglesia: dice que le va muy bien, pero me cuesta trescien- tas libras al año. El segundo lo de- diqué al Foro: dice que le va admi- rablemente; pero me cuesta cuatro- cientas libras esterlinas al año. El tercero lo dediqué á bailar cuadri- llan. Se ha casado con una rica he- redera y no me cuesta nada. ¡Si mi padre hubiera seguido el consejo de aquel sabio! ¡Si me hu- biera dedicado á bailar cuadrillas! ¡Si me hubiera lanzado en los salo- nes de baile de Londres, como la mejor recomendación para una ri- ca heredera ! !0h señoritas con di- nero! Yo tenía cinco pies y diez pul- gadas de estatura, barba sedosa, pelo rizado y una hermosa voz. Jó- venes doncellas con abundantes li- bras esterlinas, bellas ninfas con sustanciosos billete» de banco, llo- rad sobre el marido que habéis perdido, — sobre el perillán que ha violado las leyes que, como compa- ñero de una opulenta mujer, habría tal vez ayudado á hacer en los ban- cos del Parlamento británico ! ¡Oh moradas y hogares celebrados en tantas canciones, en tantos libros en tantos discursos, con acompaña- miento de tantos aplausos; que hombre de su casa, qué propietario, qué padre de familia os fué arreba- tado cuando el Doctor, mi padre, se negó á dedicar á su hijo á la noble profesión de bailar cuadrillas ! BIBLIOTECA DB «BL MUNDO.» Me resigné, pues, á l«a desgracia de abrazar la carrera de la medi- cina. Si era un buen muchacho y tra- bajaba y tenía cuidado en rozarme con la buena sociedad, podría espe- rar con el curso de los años suceder á mi padre en su casa situada en calle elegante, con su carruaje cos- toso y lerdo lacayo. No era ma- la la perspectiva que se presentaba á un joven de bríos, por cuyas ve- nas corría la sangre de los antiguos Mortimer (que habían sido perilla- nes de gran talento y distinción en los tiempos feudales). Cuando doy una ojeada retrospectiva y recuer- do la paciencia con que acepté mi profesión médica, yo mismo me considero punto menos que un hé- roe. Hice aún más que aceptar pa- sivamente mi destino: estudié ver- daderamente; me familiaricé con el esqueleto humano, y me fué perfec- tamente conocido ei sistema muscu- lar, y los misterios de la fisiología me fueron descubiertos poco á poco. Pero no era esta la parte peor del asunto. Abrigaba decidida repug- nancia á los estudios abstrusos de mi nueva profesión; pero aun odia- ba más la especie de esclavitud á que tenía que someterme diaria- mente para, desde el punto de vista social, echar las bases de mi futura prosperidad. Mi buen padre insis- tió en presentarme á toda su clien- tela. Me llevaba en su carruaje cuando salía á hacer sus casitas, con la bolsa de instrumentos de cirujia y una "Revista Médica/' sentado al lado del Doctor Turner, que ponía lo más cerca posible de la ventani- lla, la cabeza, como para que le vieran bien. Me sentía más á mis anchas en compañía de estudiantes pobres y alegres (tal es la natural deprava- ción y perversidad de mi carácter) que en las habitaciones de los dis- tinguidos clientes y respetables ami- gos de mi padre. Ni terminaron mis infortunios con estas visitas matu- tinas. Se me ordenó que asistiera á las comidas que se daban de vez en cuando en las moradas de personas de alto rango, y se me dijo que me hiciera agradable eu todos los bai- les. Las comidas eran la prueba más dura á que tenía que someterme. A veces nos la componíamos de mo- do que nos hacíamos invitar á las casas de altos y poderosos anfitrio- nes, donde comíamos los más ex- quisitos platos de la cocina france- sa y bebíamos los vinos mejores y más añejos, hallando en esto una especie de compensación al frío glacial que reinaba entre los invi- tados. De estas comidas'nada tengo que decir; pero de las que nosotros dábamos y de las que las personas de nuestro propio rango social da- ban en nuestro obsequio, de esas sí que me quejo amargamente. ¿Habéis observado, por ventura, la notable uniformidad que carac- teriza el lenguaje de los que no ha- blan más que tonterías? Pues bien, la misma imitación servil reina en el orden y distribución de las comi- das de ciertas gentes que se creen de tono. Cuando dábamos una comida en casa, teníamos invariablemente so- pa, pescado con salsa de langosta, pernil de carnero, pollo guisado y lengua, pastelillos de ostras, pato silvestre, pudín, jalea, helado y pas- telillos. Excelentes cosas todas ellas, excepto si las comemos continua- mente. Casi era nuestro alimento diario durante la temporada. Cada uno de nuestros hospitalarios ^ami- gos nos obsequiaba con una comi- da, en pago de la nuestra, que era una reproducción de la que le ha- bíamos dado, la cual á su vez era una copia perfecta de la comida con LA VIDA DE UN PERILLÁN 9 quo. nos habian favorecido ol año an- terior. Cocían lo que cocíamos, y asaban lo quo asábamos. Ning-uno de nosotros alteró jamás la sucesión de los platos, ni hi /o más ó menos que los otros, ni cambió la posición de las aves, en frente de la señora de la casa; ni del carnero, en frente del dueño. Mi estómago padecía in- deciblemente en aquellos tiempos, cuando la sopera se destapaba y el olor del inevitable caldo concentra- do renovaba su conocimiento diario con mi olfato, y era una señal in- errable -lue me indicaba todo lo que vendría después. Yo creo que la gente honrada que sabe lo que es no tener que comer (cosa que, en mi calidad de perillán nunca me ha acontecido), habrá pa- decido considerablemente merced á esa privación. Sírvales de consuelo la idea de que, excepto morirse de hambre, la misma comida de socie- dad, todos los días, es una de las pruebas más duras á que está suje- ta la paciencia liumana. Mi firme re- solución de mandar á paseo mi pro- fesión médica en la primera oportu- nidad que se me presentai^e, data de la segunda temporada de esa serie de comidas á que las aspiraciones de mi familia á hacer de mí una lum- brera médica, me condenaban á asis- tir de una manera tan regular cuan- to inevitable. » CAPITULO IT. La oportunidad qi'-=?. yo deseaba se presentó de un modo bastante ra- ro, que dio origen á consecuencias tan inesperadas como importantes hasta cierto punto. Ya he dicho que entro otros ra- mos del saber humano que adquirí en la aristocrática escuela, fué uno, el de hacer caricaturas de los maes- tros que se tomaban el trabajo de educarme. Tenía aptitudes natura- les para e?te útil departamento del arte pictórico; hice rápidos progre- sos después que dejé la escuela, gra- cias á mi constante práctica, aunque en secreto, y se convirtió al fin en el medio de realizar algún dinerillo cuando abracé la carrera médica. ¿Qué podía hacer yo? No esperaba ganar un cuarto en algunos años con el ejercicio de mi profesión. La posición social de mi familia me alejaba de todos los medios inme- diatos de hacer algo de provecho, y mi padre sólo podía proporcionarme una suma tan insignificante, que no vale la pena mencionarse. Ya en la escuela, á las callandas, había con- seguido ganar algunos cuartos ven- diendo mis caricaturas; y cuando re- gresé á mi casa me vi obligado á re- petir el mismo procedimiento. En aquel tiempo el arte de la ca- ricatura se acercaba precisamente al fin de í\U más extravagante pe- ríodo de desenvolvimiento. La suti- leza y la verdad natural que hoy se requieren en ese arte, eran cosas en que entonces apenas se había co- menzado á pensar. Pinturas grotes- cas ae colorido chillón era lo que el público deseaba. Un amigo mío, médico, gran crítico artístico de la edad madura de diez y nueve años, fué el primero que me afirmó que mis caricaturas reunían todos los requisitos de que acabo de hablar. Conocía á un editor de láminas y grabados, y le mostró con el mayor entusiasmo una cartera llena de mis dibujos y bosquejos, teniendo cuida- do, á ruego mío, de no mencionar mi nombre. Con alguna sorpresa mía (pues yo era harto presuntuoso para esperar un desaire completo), el editor eligió unas cuantas de las mejores do mis producciones y me las compró,— por supiiesto ponién- doles él mismo el precio. Desde en- tonces fui, aunque anónimamente, uno de los ióvenes filibusteros déla 10 BIBTjIOTBGA DR «KJi MUNDO.» caricatura inglesa: cu mis momen- tos de ocio iba de un lado {'i otro, donde quiera que podía, en busca de algo que me diera material para mis caricaturas. Muy lejos estaba de pensar mi entonada madre que entre las láminas de colores chillo- nes que en las vidrieras de las tien- das r(^presental)au de un modo po- co respetuoso ios actos públicos y privadlos de individuos de viso y campanillas, las que estaban firma- das con el clásico nombre de <íTer- sifes Junior -> eran producto de su estuiiioso hijo. Muy lejos estaba mi respetable padre de sospechar, cuan- do con gran dificultad y mortifica- ción cousegniia hacerme penetrar consigo en el círculo de la sociedad elegante y á la moda, que con eso me estaba ayudando á estudiar las fisonomías que, merced á mi lápiz implacable, so hallaban destinadas á hacicr reír al público á. expensas de sus* más augustos patrones, lle- nando los bolsillos de su hijo con el dinero por "honorarios" de una pro- fesión con que jamás soñó. Durante, más de un año, sin que nadie tuviera la menor sospecha de ello, conseguí te.ner mi bolsillo pri- vado bastante bien provisto, gracias al ejercicio de mis habilidades cari- caturistas, j Pero iba á llegar el día en que todo había de descubrirse! Sea que la admiración de mis ami- gos, estudiantes de medicina, hacia mis dibujos satíricos les hiciera ha- blar en público con mcy poca reser- va, ó que los criarlos vie mi casa hu- biesen tenido la oportunidad de atis- barme en mis momentos de estadios artísticos, es lo cierto que alguien me hizo traición, y que el descubri- miento de mi ilícito comercio fué co- municado á mi venerable abuela, raíz y fuente del honor de la fami- lia. ¡Lamentable suceso para mí! Una mañana mi padre recibió una carta escrita de puño y letra de La- dy Mortimer, en la que le informaba en caracteres todos torcidos á im- pulsos de punzante dolor, y con las dos t(;rceras partes de las palai)ras medio borradas, por la violencia de virtuosa indignación, que el "Tersi- tes Junior" era nada menos que su propio hijo; y que en una de las úl- timas caricaturas de esc "bribón," los venerables rasgos de la fisono- mía de ella misma se representaban de un modo inequívoco, bajo la for- ma de un enorme buho! Por supuesto que. llevándome la üiaiío al pecho, negué todo con la mayor indignación. Inútil negativa. El original que me sirvió de modelo para mi buho había conseguido irre- fragables pruebas de mi delito. Mi padre, que en general ei:a un hombre en extremo melifluo y que se dominaba mucho, tuvo un acceso de violenta cólera en esta ocasión; declaró que yo estaba poniendo en peligro el honor y alta posición de la familia; insistió en que jamás vol- viera á hacer una caricatura en to- da mi vida, y me ordenó que al pun- to fuera á ver á Lady ISIorlímer y le pidiese perdón en los términos más humildes que encontrase. Kespon- dí que estaba dispuesto á obedecer- le! con la condición de que se me asignara una suma tres veces ma- yor de la que actualmente se me daba, por vía de compensación de lo que perdería abandonando el ar- te de la caricatura; ó que si eso no era posible. Lady Mortimer me nom- brase su médico ordinario con un buen sueldo. Estas proposiciones tan extremadamente moderadas, de tal modo aumentaron la cólera de mi padre, que, con un juramento, que ni un soldado lo echaría más fuerte, me hizo presente su resolu- ción de ponerme de patitas en la calle si no hacía lo que me ordena- ba, sin condiciones de ninguna cla- se. Yo le dije que le evitaría el tra- LA VIDA DE UN PERILLÁN 11 bajo de plantarme en la calle, yén- donie yo mismo. Cerró los puños y me amenazó; y entonces fué mi de- ber, como caballero y miembro de una profesión paeiüca, salir del cuar- to. Aquella misma noche me úsente de la casa, sin que una sola vez, á contar de aquel día, el costoso y ler- do lacayo de marras haya tenido la molestia de abrirme la puerta. Teng'o mis razones para creer que mi salida del ho«^'ar paterno fué, después de todo, bien mirada por mi madre, puesto que así desapare- cía toda posibilidad de que mi con- ducta y mala reputación fuesen un obstáculo al porvenir de mi her- mana. Merced á la destreza y paciencia que desplegó en el arte de echar el anzuelo, había logrado mi hermosa hermana Arabela pescar á iin ma- rido elegible, hombre enjuto, ava- ro, de color atezado, de más de cin- cuenta años de edad, que había lo- grado realizar una fortuna en las Antillas. Su nombre era Batterbu- ^^^ El sol de los trópicos lo había acartonado en tal manera, que pa- recía una momia que debía durar siglos. Dos eran los temas favori- tos de su conversación: la fiebre amarilla y las ventajas de andar, considerado como ejercicio higiéni- co. Su rustiquez llegó al extremo de experimentar por mí una decidida aversión. Fué un pez difícil de ha- cerle tragar el anzuelo, y aún des- pués de que Arabela lo consiguió, mi padre y mi madre tuvieron mu- cha dificultad en sacarle á tierra, debido, como decían bondadosa- mente, á mi presencia en la casa. De aquí lo conveniente que había sido mi partida. Gran placer me- causa ahora recordar cuan desinte- rasadamente estudiaba yo en aque- llos lejanos días el bien estar de mi familia. Entregado por completo á mis propios recursos, me dediqué, como era natural, con rculoblado ardor, al noble arte de caricaturar. Por aquel entonces fué cuando "Tersites Junior" comenzó á tener algo asi como una reputación, y á IK'var en su bolsillo una cartera con billetes de banco que no hacían por cierto mala figura entre los otros papeles que allíguarilaba. Du- rante un año viví vida alegre y di- vertida entre la sociedad más des- preocupada de Londres; y al cabo de ese tiempo varios tenderos y vendedores me enviaron sus cuen- tas sin que yo se las hubiera pedi- do. Me encontré e^. la absurda po- sición de no tener dinero con quo pagarlas, y así lo hice presente á todos con esa franqueza que es una de mis pocas buenas cualidades. Recibieron mis proposiciones de arreglo con una descortesía que ra- yaba en crueldad, me tratart^^ des- pués con tal falta de consideración y de confianza en mi palabra, que podré perdonarla pero no olvidarla. Cierto día un desconocido, nada limpio por más señas, me tocó en vi hombro y me mostró un pedacito de papel, bastante sucio por cierto, (jue creí al principio era su tarjeta; pe- ro antes de que pudiese decirle una palabra, dos personas extrañas, aun más sucias, si cabe, me hicieron en- trar en un carruaje de alquiler. Y antes también de que pudiera pro- barles que este modo de proceder era una fracción chocante de las libertades de un subdito inglés, me encontré alojado entre las paredes de una cárcel. ¡Bien! y ¿que? ¿Quién soy yo pa- ra hacer reparos en que nu*, pongan en una cárcel, cuando tantos reales personajes y tantos individuos ilus- tres de la historia, han estado en prisión antes que 30? ¿No podré continuar allí mi vocación con ma- yor comodidad que en la casa de 12 bihi,I(ítk<:a dw «wl MUNrx». mi padre? ¿Hay algo fuera de estos muros que sea para mí un motivo de ansiedad? Mo; porque mi queri- da hermana se ha casjido. La red que le tendió hi familia sacó en fín á tierra al Sr. Batterbuy. No, por- que según leí días pasados en un periódico, el Doctor Turner (segu- ramente debido á Lady Mortimer) ha sido nombrado Médico consul- tor adjunto del Cirujano Barbero del Rey. Mis parientes gozan de co- mo di da'les en su esfera: goce yo también de comodiilades en la mía. Pluma, tintero y papel pedí al car- celero y escribí á mi editor ia si- guiente epístola: "Muy Señor mío: "Sírvase usted anunciar la próxi- ma publicación de una serie de do- ce caricaturas picantes, de mi fér- til creyón, tituladas «Escenas de la vida moderna en una cárcel,» por Tersites Junior. Los dos primeros dibujos estarán listos para fin de la semana, y se pagarán cuando se entreguen, según las condiciones convenidas entre nosotros respecto á los trabajos del mismo tamaño. Soy de usted con lo mayor conside- ración y afecto, atento S. S. Francis Turner." Habiendo arregiado de este mo- do la manera de cubrir los gastos de la prisión, entré en relaciones con mis compañeros, y me puse á estu- diar el mismo día de mi encarcela- miento la variedad de sus caracte- res, para la nuera serie de láminas. Si el curioso lector desea conocer mis asociados de cautiverio, le rue- go que trate de adquirirlas «Esce- nas de la vida moderna en una cár- cel,» hoy sumamente raras, pero que me imagino podría verlas, si con un poco de paciencia y de per- severancia emplea una semana en recorrer el catálogo del Museo Bri- tánico. Mi fértil creyón delineó con tal vigor y relieve los caracteres con que tropecé en aquel período de mi vida, que mi pluma no puede ri- valizar con él; los retraté á todos de una manera más ó menos prominen- te, con excepción de un prisionero llamado el Caballero Webster. Las razones que tuve para excluirlo de mi galería de retratos son tan hon- rosas para los dos, que tengo que mencionarlas brevemente. Mis compañeros de prisión pron to descubrieron que yo estaba estu- diando sus peculiaridades persona- les en provecho mío y diversión de I público. Algunos tomaron la cosa como una broma de buena ley; pero otros se opusieron y se disgustaron conmigo. Pero mi liberalidad en materia debebidas y algunos peque- ños préstamos que hice, reconcilió con su suerte á la mayoría de los opositores. A la minoría recalci- trante la traté con desdén y la fus- tigué con el punzante látigo de la caricatura. En aquella época era yo quizá el hombre más impudente de mi edad que hubiese en Inglaterra, y todos aquellos prisioneros se do- blegaban ante la magnificencia de mi descaro. Sólo uno de los presos me desafió á mí y á mi creyón, y ese fué el Caballero Webster. Había recibido tal calificativo por lo noble de su aspecto, lo comedido de su lenguaje y la cortesía de sus modales. Estaba en la fuerza délos años, pero era muy calvo; había ser- vido en el ejército, se había emplea- do en el comercio de carbón de pie- dra; usaba cuellos muy almidona- dos y puños de camisa en extremo largos; apenas se reía, pero habla- ba con notable fluidez, y jannhi se le vio que perdiese la calma, ni aun bajo las circunstancias más provoca- tivas de la vida de cárcel. Se abstuvo de mezclarse en m1s LA VIDA DE UN I'EUILLAN 13 asuntos y cu mis estudios artísticos, liaslji ■ pesar de la celebrada vitalidad de los Mortimer, no dura- rá ella muchas semanas. Teniendo en cuenta lo delicado de mi salud, no podría usted haberle dado un consejo más conveniente; bajo mi palabra de honor que no ha podido dorle usted mejor cone-'ojo. — Mucho me temo, — dijo el Señor Batterbury con una serenidad de fi- sonomía realmente envidiable, — mucho me temo, mi querido Fran- cis,(permítame usted que le llame Francis á secas), no comprende exactamente lo que usted quiere de- cir; y por desgracia no tenemos mu- cho tiempo para entrar en explica- ciones. Diez millas á pie'es mi ejer- cicio cuotidiano: he andado ya cinco para venir y aun me faltan cinco que hacer. Mucho me alegro ver á usted de nuevo en libertad. Hága- nos V. saber dónde piensa instalarse, y cuídese mucho. Reconozca us red la importacia del ejercicio corporal diario, y póngalo usted en practica. ¿Le he dado á usted los recuerdos cariñosos que le envía Arabela? Ella est>' muy bien. ¡Adiós! Y el señon Batterbury se fué á andar las cinco millas que le queda- ban por hacer para conservar su sa- lu'l; y yo partí también para ver á mi editor en benefici-^ de mi bolsillo. Un desengaño inesperado me ao'uardaba, Mis "Escenas de la vida LA VIDA DB UN PERILLÁN. 17 mod<»rna en la cArcel" no se vendie- ron como yo me había imaginado, y mi editor no se mostraba muy dis- puesto á entrar en especulaciones sobre obras ejecutadas en el mismo estilo. Durante mis meses de prisión un nuevo caricaturista se habia pre- sentado con un estilo, qu<^ podia lla- marse propio, habia creado ya una nueva escuela, y el público incons- tante le otorgaba su protección. En- tonces me dije para mis adentros: "Esta escena del "'rama de tu vida ha tta'minado, amigo mió: entra en una nueva escena, ó haz bajar el te- lón inmediatamente." Por supuesto que entré en una nueva escena. Me despedí de mi editor y fui á consultar á un amigo mío, artista, acerca de. mis planes futuros. Yo cr« ía que sólo estaba en camino de entrar en una nut^va profesión, pe- ro según lo ordenó el destinr, me hallaba también en camino de dar con la mujer que no solamente de- bía de ser el objeto de mi primer amor, sino causa inocente del gran desastre, de mi vida. La primera vez que la vi fué en una de las calles que conducen de la plaza de Leicester al Strand. Al- go había en su rostro que me hizo detener cuado pasó por mi lado. Mi- ré hacia atrás, y vacilé. Todo en ella me parecía un modelo de gracia y de modestia. No pude resistir á la tentación del momento, y la seguí. Ella dio una mirada al rededor, me descubrió, y al instante apresuró el paso. Al llegar á la extremidad de la calle, entró de repente en un establecimieto. Miré por la vidriera de la ventana y la vi que estaba hablando con una persona de alguna edad, que me arrojó una mirada llena de indigna- ción y condujo al instante á mi en- cantadora desconocida al fondo del establecimiento. Durante unos se- gundos me quedé como un tonto sin saber qué hacer, á pesar de no ser esa mi condición; pero debe recor- darse que todos los hombres que se enamoran por vez primera son unos tontos. Pronto recobré, sin embar- go, el uso de mis sentidos. Eli esta- blecimiento hacía esquina á una ca- lle lateral que conducía al mercado. "j Ah! ¡el establecimiento es una ca- sa con dos puertas que dan á dos calles distintas!" pensé para mis adentros y me dirigí apresura lamen- te á la otra puerta. ¡Demasiado tar- de! ¡Mi bella fugitiva habia desapa- recido! ¿La habría yo perdido para siempre en el gran mundo de Lon- dres? Así pensé entones. Los acon- tecimientos demostrarán que jamáa me equivoqué tanto en mi vida. No estaba de humor de ir á ver á mi amigo. Sólo al siguiente día, cuando se hubo calmado un tanto mi emoción amorosa y vi que me amenazaba la pobreza, comprendí que no me quedaba otro remedio que ir á visitar al referido artista, hombre de buen corazón, y pedirle que me prestase su auxilio y me diese sus consejos. Habia oído decir que era una es- pecie de vagamundo. Pero este epí- teto se aplica con tanta frecuencia, y tan mal, que es difícil definir real- mente lo que se entiende por un va- gamundo, sobre todo si se trata de un artista. Sin hacer caso de todas estas hablillas, fui á verle y le hice presente la difícil situación en que me encontraba. Era hombre muy expeditivo y me indicó al instante lo que debía hacer. — Usted tiene buen ojo para re- producir las fisonomías, me dijo, y hasta ahora esto le ha servido para ganarse la vida. Haga Vd. que con- tinúe rindiéndole el mismo servicio. No hay que contar con caricatu- ras No importa. Yaya Yd. al otro extremo; en vez de caricaturar á las personas, es preciso lisonjearlas. 18 BIBLIOTECA DB «EL MUNDO.» Hágase pintor de retratos. Vd. puede usar mi estudio tres días á la semana, y dormirá en él, si quie- re. Me aleonará Vd. una corta suma semanalinente. Traiga Vd. 8US cajas de pintura; hable á sus amigos, y manos á la obra. El di- bujo no importa nada; el colorido no importa nada; la perspectiva na- da i)nporta, ni tampoco las ideas. Lo único que importa es el parecido y lisonjear al cliente; y eso corre de cuenta de Vd. Tenía la conciencia de que podía hacerlo, me despedí de él, y fui ú proporcionarme los colores. Pero antes de entrar en el establecimien- to me di de manos á boca con el Sr. Batterbury que hacía su ejercicio pedestre. Se detuvo, me dio un apre- tón tie manos con todo el afecto de que era capaz, y me preguntó á dónde iba. Una idea feliz me ocu- rrió. En vez de responder á su prví gunta me informé de Lady Morti- mer. — No se alarme Vd.,dijo el Sr. Ba- tterbury, La.ly Mortimer rodó kis escaleras ayer de mañana. — Mi querido amigo, permítame Vd. que le congratule. — Afortunadamente, continuó el Sr. Batterbury recalcando esta pa- labra y mirándome con fijeza — afortunadamente la criada, por des- cuido, había dejado un gran bulto de ropa al pie de la escalera mien- tras fué á abrir la puerta. Al rodar Lady Mortimer, dio con la cabeza en mitad del i)ulto de ropa. Al prin- cipio experimentó las consecuencias naturales del sacudimiento produ- cido por la caída, pero esta mañana continuaba como si tal cosa. ¿No es verdad que ha sido afortunada? ¿Ha vdsto Vd. en los periódicos las noticias de Demerara? — No, señor, contesté, ¿qué hay de nuevo? — La fiebre amarilla hace estragos en Demerara. — Ojalá estuviese yo en Demera- ra, dije con voz cavernosa. — ¿Usted? ¿Por qué? exclamó el Sr. Batterbury espantado. — No tengo hogar, ni amigos, ni dinero; continué dando cada vez un acento más lúgubre á mis palabras. Todo me dice que j'o podría labrar- me una posición decente en el mun- do y vivir como Dios manda, si me dedicara á pintar retratos, que es para lo que creo poseer especial ta- lento. Pero no tengo anadie que me tienda una mano protectora y me ayude; nadie que quiera retra- tarse; nada en mi bolsillo, excepto unos pocos realeo; y nada en la num- te sino la duda de si vale la pena continuar luchando como hasta aho- ra, ó poner de una vez fin á mis ma- les arrojándome al río inmediata- mente. Ño interrumpa Vd. su pa- seo por causa mía, Sr. Batterbury, le dije para terminar. Mucho me te- mo que no sea yo quien sobreviva á Lady Mortimer, al fin y al cabo — ¡Ño hable Vd. así! ¡no hable Vd. así! exclamó el Sr. Batterbury todo alarmado y pálido, hasta donde le era posible palidecer á su rostro cqlor de caoba.— No hable usted de esa manera tan desacertada: se lo ruego á Vd.; insisto en ello. Vd. tie- ne amigos de sobra; Vd. me tiene á mí, tiene á su hermana. Dediqúese Vd. á hacer retratos: piense Vd. en su familia; hágase Vd. pintor de re- tratos. — ¿Dónde encontraré una persona que quiera retratarse? le pregunté moviendo la cabeza melancólica- mente. — Aquí tiene Vd. á una, dijo el Sr. Batterbury haciendo un gran es- fuerzo. Yo seré su primer cliente. Como principiante que es Vd., y so- bre todo tratándose de un miembro de la familia, supongo que sus pre- LA VIDA DB UN PERILLÁN. 19 cios serAii morlorados. Vd. sabe que muchas <;otas «le cera. . . . Aquí se, (lotuvo y todo su rostro reveló la sórdida avaricia de aque- lla alma uic/Jiuina. — Le haré á usted uu retrato de medio cuerpo, taniafio natural, por cineueula lihras — le dije. Kl Sr. Batterbury se extremeció y diri^'ió sus niiralasá derecha y á izquierda como si quisiera echar á correr. Sus entradas ascendían á cinco mil libras, unos veinticinco mil duros, al año; pero en aquel instante, al Ner su rostro, se hubiera dicho que apenas montaba á una "bicoca. Vo me alejé unos cuan- tos pasos. — Me ¡)arece que ese precio es de- masiado alto ])ara uno (]ue ahora empieza, me dijo el Sr. Batterl)ury siguiéndonuí. Yo creía que treinta libras esterlinas, ó á lo sumo cua- renta .... — Un caballero, le dije, no puede rebajarse á reii:?! tear. Páselo u>ted muy bien. — Y siUidándole continué mi camino. — ¡Kstá bien, está bien! exclamó el Sr. Batterbury, acepto sus precios. Déme usted su dirección. Mañana iré á verle. rlEstá eii el precio inclu- so el marco? No, no; por supuesto que no se incluye el marco. ¿Dónde va usted ahora? ¿A. comprar la pin- tura? No creo que su tienda esté en la cercanía de los puentes del Tá- mesis. Piense usted en su querida hermana, piense usted en la familia, piv-'use, u>ted en las cincuenta libras esterlinas; una bonita entrada anual para uu hombre cuerdo. Le ruego á usted que se tranquilice, que cui- de de su persona: prométame usted, mi querido amigo, mi í|uerido Fran- cis, déme usted su palabra de honor que no hará ningún desatino! Le dejé bajo aquella impresión y temor, en que tal vez es^^aba pade- ciendo el único ataque serio de in- quietud y alarma por el l)ienestar ajeno en todo el curso de su exii- tencia. Heme aquí comenzando de nuevo mi carrera en el munxlo, y esta ves de pintor de retratos, con el pago del parecido de mi prinuír parro- quiano dependiendo acaso de la vi- lla de mi abuela. Si el lector que hasta aquí me ha seguido fii-lment» desea saber algo acerca de la salud de la noble señora, y tarA con que el Sr. Levy me dig-a simj)lemen- te, por conducto de usted — sí ó no. Le entri'gó al muchacho una tira dt^ papel con un sello, que sería se- guramente un pagaré ^ue deseaba descontar. El muchacho, portador dA men- saje de aquel ángel de belleza, sa- lió de la habitación. Aproveché e>ta oportunidad para dirigirle la palai)ra. Si se me pre- guntara lo que le dije en aquella ocación, me vería en un verdadero aprieto. No sé lo que hablé: no re- cuerdo una sola palabra. Segura mente las tonterías que ensarta un joven enamorado en ocasión seme- jante El muchacho regresó antes de que yo hubiese terminado mi dis- curso, y le devolvió el documento, agregando: — Señorita, el Sr. Levy dice que lo siente mucho y que la respuesta es — Xo. Mi bella desconocida palideció, dio un suspiro y se dispuso á salir. Al ponerse el velo vi que tenía loa ojos cuajados en lágrimas. Sin sa- ber reahnente lo que estaba hacien- do, le dije que se sirviera ocuparme como si fuese un antiguo amigo, que tenía dinero bastante en el bol- sillo para descontar el pagaré. Ella me llamó á la razón con la mayor suavidatl, diciéiidome: «Veo que us- ted olvida, caballero, que no somos ni aún conocidos. Buenos días.» La seguí hasta la puerta. Le pedí que me permitiese visitar á su pa- dre, y que le pondría al corriente de quén era yo y quiénes eran mis pa- dres y allegados. Me respondió sim- plemente que su padre se hallaba demasiado enfermo para recibir vi- sitas. La acompañé hasta el descan- so de la escalera, entonces con se- vero acento me dijo: — Caballero, bien puede usted ver que me encuentro en una situación angustiada. Apelo á usted, como caballero, para que me deje en paz. Incliné la cabeza y la dejé partir. Volví á la galeria de cuadros, y cuando recuerdo que no se me ocu- rrió entonces descubrir su nombre y las señas de su morada estoy por creer que en aquellos momentos había perdido realmente «d juicio. Me había porta lo como un chiqui- llo; yo, uno de los hombres más au- daces de Londres. Había perdido de nuevo á mi desconocida y esta vez á nadie, sino á mí mismo, tenía que culpar. Estas melancólicas meditaciones fueron interrumpidas con la llegada de mi amigo Roberto, que se me acercó de un modo casi misterioso y me dijo en voz baja: —Samuel Levy está receloso, y me ha costado mucho trabajo conseguir que consienta en aceptar tus obras. Sin embargo, si logras darte maña en hacer un pequeño Rembrandt, como muestra de tu habilidad, pue- des considerarte empleado aquí has- 26 BIBl,IOTBCA DB «BL MUNDO.» ta nueva ordon. Mc veo obligado á precisar un Rembrandt, porcjue es el Vmieo ])intor anti¿;"uo dií (|ue no hay cuadro en la actualidail. K\ Cí'Uallero queaco.stumljraha propor- cionar obras de ese maestro falleció días pasados. Tenia un talento es- pecial para los Rembrandt que no se podrá rc^empla/ar con facilidad. ¿Crees tú que te será dado llenar su puesto? Es un don particular como un buen oído para la música ó dis posición para las matemáticas. Na- turalmente que tendrás que hacer tu aprendizaje. Se te dará por vía de modelo v sniia el último Rem- brandt del caballero aludido: el res- to depende, mi querido amigo, de tus facultades de imitación. No te desanimen los fracasos: prueba y vuelve á probar. Tú debes de haber oído hablar de la luz y sombra de Rembrandt: recuertla siempre que en tu i'aso la luz quiere decir un amarillo oscuro y la sombra un ne- gro intenso; recuerda que y. . . . — No cuente usted con un cuarto, dijo la voz del señor Levy detrás de mí, —no cuente usted con un cuarto, amigo mío, á menos que su Rem- brandt sea tan bueno que me enga- ñe á mi, á mí (|ue trafico en cuadros y sé lo que me pesco en el asunto. ¿Qué me importaba Rembrandt en aqurl momento? Estaba pensando en la desaparición de mi hermosa desconocida, y probablemente no le habría hecho caso al señor Levy, á no habérseme ocurriin grave peligro de destruir los últimos exquisitos toques del pincel del inmortal maestro." El compra- dor quedó sati^fecho con esta razón para no lim[)iar el cuadro, y se lo llevó á su casa en su propio ca- rruaje. Durante tres semanas no volvi- mos á oír nada del caballero com- prador; pero pasado ese tiempo, un hebreo, amigo del señor Levy, es- cribiente en la oficina de un aboga- do, nos aterrorizó informándonos que un caballero, relacionado con nuestro ven<*rable connaisseur. ha- bía visto el Rembrandt y había di- cho que era una impudente falsifi- cación, y agregó que se proponía llevar el asunto á los tril)unales don- de haría que se examinase la pintu- ra por peritos, acusando, además, al ven Nuestro informante en este malha- dado nef^ocio, estaba empleado pre- cisamente en la oficina de los abo- gados que hablan de presentar y fieg'uir la demanda contra nosotros, así es que pudo ponerme al corrien- te de ciertos particulares que yo deseaba saber relativos al cuadro. Averig'ué que el I¿embrandt esta- ba aún en poder del comprador, quien había consentido en que se discutiese en un tribunal eí asunto de si el cuadro era ó no legitimo, á pesar de que tenia muy alta idea de si mismo como conocedor en pintu- ra, para consentir que se dijera que habia sido engañado. Su suspicaz pariente no ri'sidia en la casa, pero acostumbraba visitarle diariamente antes del medio dia. Con saber esto me di por satisfecho: el resto depen- día de mí, de nd buena fortuna, del tiempo, de la credulidad humana y de ciertos conocimientos de quími- ca adquiridos en los días de mis es- tudios médicos. Salí de la galería de nuestro traficante en cuadros y compré en la botica más cercana una botella de cierto poderoso li- quido, que no quiero especificar por escrúpulos de conciencia. Le puse un rótulo que decia: «Preparación de Amsterdam para limpiar.» y la envolví en un papel. Escribí ade- más lo siguiente: «Samuel l^evy, después de salu- dar respetuosamente al señor (lla- mémosle Black.) tiene el gusto de manifestarle que ha hallado, ines- peradamente, algo que podrá satis facer los deseos del señor Black acer- ca (le limpiar «El almuerzo del Bnr- gomac'Stre.» La preparación adjun- ta acaba de llegar de Amsterdam. Está hecha según receta hallada entre los papeles del mismo Rem- blandt, ha sido usada con los resul- tados más sorprendentes en los cua- dros del maestro en todas las gale- rías de Holanda, y en la actualidad se está empleando en el Rembrandt de mayor tamaño de líi colección privada del que traza estas lineas. El modo de usarlo es el siguiente: póngase el cuadro en posición hori- zontal, viértase sobre el lienzo el contenido de la botella con el mayor cuidado, para que cubra toda la su- perficie: déjese allí el lííiuido seis horas, al cabo de las cuales se seca- rá con un ])edazo de ])año sua^e, de un tamaño conveniente. El re- sultado será la desaparición de to- do el polvo y suciedad, y una com- ph'ta y brillante metamorfosis del aspecto negruzco que ahora presen- ta el cuadro.» Yo mismo dejé estas líneas y la botella á las dos de la tarde en casa de! rico protector de las bellas ar- t( s, y me retiré á la mía esperando conliadamente los resultados. La mañana siguien<^e, nuestro con- sabido amigo en la oficina del abo- gado vino á vernos, y apenas entró, ))rorrumpió en una carcajada. El se- ñor Black habia seguido al pie déla letra las instrucciones para usar el líquido. No bien lo hubo recibido, vertió la «Preparación de Amster- dam para limpiar» sobre la sufx'rfi- cie de su cua, el señor Levy cerró muy pru- dentemente su establecimiento por alg"iin tiempo y pasó al Continente á saquear, como decía, las g'alerías extranjeras. Yo recil)í mis veinti- cinco libras esterlinas, borré lo que había pint.ado de mi se<;"undo Rem- brandt, cerré la puerta privada del taller y compreuvlí que otra escena del drama de mi vida había termi- nado. Sólo sentía una cosa y lo la- mentaba amargamente: ignorar por con.pleto el nombre y la mora- da de la bella señorita que tanta impresión me iiabía causailo. Mi primer visita fué al estudio de mi excelente amigo, el artista pin- tor de quien ya he hablado, mi buen Roberto. Me saludó presentántlome una carta que tenía en la mano, di- rigida á mí. Hacía ñocos días que la habían dejado allí. La letra era de mi cuñado Batterburv. ¿Habrán cambiado los sentimientos del ma- rido de mi hermana respecto á mi humilde persona? ¿Podía yo esperar todavía algún beneficio de él? Léa- se su carta, y juzgúese: «Muy señor mío: aunque la con- ducta poco caballerosa que usted ha observado conmigo, y el recibi- miento poco afectuoso y hasta malé- volo que de usted mereció mi que- rida esposa, han destruido todos los derechos que pudiera usted tener á la consideración y simpatías del más tolerante de los parientes de us- ted, estoN' sin embargo dispuesto, en parte atendiendo á la tranquilidad de la familia de mi esposa, y en par- te resultado de mi bondad natural, estoy dispuesto, repito, á ofrecer á usted una vez más la oportunidad Je mejorar su posición, si usted quiere vivir de una manera digna de respeto. El puesto que puedo ofrecer á usted es el de secretario de una nueva Institución Científica y Literaria que va á establecerse en la población deDuskydale, cerca de la cual, como usted debe de saber, poseo yo algunos terrenos. El des- tino se ha puesto á disposición mía, como vicepresidente que soy de la nueva sociedad. El sueldo será de cincuenta libras esterlinas al año, con habitación en el último piso. Las obligaciones son varias y le se- rán explicadas por el comité local del Instituto, si usted quiere avis- tarse con dicho comité haciendo uso de la adjunta carta de introducción. Después de la manera poco escru- pulosa con que abusó usted de mi liberalidad, obteniendo cincuenta libras esterlinas por una audaz ca- ricatura, que pretendió usted era mi retrato, y que me ha sido impo- sible colgar en ninguna habitación de mi casa, creo (|ue esta nueva muestra de mi bondad y de mis de- seos de servir á usted, después de todo lo que ha pasado, deberá avi- var en usted cualesquiera buenos sentimientos que aún posea, y des- pertar las dormidas emociones de arrepentimiento y propósito de en- mienda, cuando piense usted en su seguro servidor. Daniel Batterbury.» — ¡Dios me guarde! exclamé. Cuán- ta palabrería y qué estilo tan con- fuso, y cuánto ruido acerca de cin- cuenta libras esterlinas al año y una cama en una buhardilla! Estas fueron las primeras emo- ciones que produjo en mí la carta de mi cuñado. Pero, ¿á qué obede- cía esta epístola? Para aclarar mis dudas, aunque en realidad ningu- na tenía, me dirigí inmediatamsnte á la morada de mi respetable abuela Lady Mortimer, con objeto de infor- marme si había de nuevo corrido el riesgo de morir antes que yo. — Mucho mejor, señor, me respon- dió el venerable mayordomo de mi 30 BIBLIOTECA DB «EL MUNDO.» abuela. La salud de la señora ha mejorado mucho, después de su úl- timo accidente. — ¡Cómo ! ¡un nuevo accidente! ex- clamé. ¿De nue\'o las escaleras? — No, señor; ésta vez no han sido las escaleraft, sino la ventana de su alcoba, — respondió eL mayordomo con toda la j>ravedad que le era po- sible.— La vista de su señoría, que en estos últiínos nñosno hasido muy buena, le ocasiona ciertas dificulta- des en calcular las distancias. Ha- ce tres (lias, su señoría fué á aso- marse á la ventana, y no habiendo calculado bien la distancia. . . . Aquí el mayordomo con cierto ai- re melodramUico para producir efecto, se detuvo y me miró cono.jos que querían revelar profundo senti- miento, — ¿Y no habiendo calculado la distancia? repetí con impaciencia. — liompió el vidrio de la ventana con la cab<^z:-i, — dijo el mayordomo con apacible voz acomodada á lo patético de la noticia. — Por fortuna ¡Dios sea loado ! la señora estaba vestida para salir y tenía puesta su ^orra. E.sto le preservó la cabeza. Pero por un milAgrono se deg-olló, porque un pedazo del vidrio le hizo una herida á un cuarto de pulg'ada de distancia de la yug-ular. Le he oído decir al médico, señor, y esto no lo olvidaré liasta el fin de mis días, que la vida de la señora estu- vo pendiente de un cabello. La pér- dida de sang're, seg-ún á dicho tam- bién el doctor, fué para la señora una bendición, pues como tiene cier- ta propensión á laapoplegua, haale- jado ese temor. El apetito de su se- ñoría ha mejorado mucho desde el accidente; cuando sube ó baja las escaleras, se apoya en el brazo de su cochero ó de su criada de mano, lo que jamás quería hacer antes; ahora sale á dar paseos y á tomar aire en su coche. «Me siento diez años más joven,» son las palabras textuales que me dijo esta mañana, «me siento diez años más joven, Pe- dro, desde (jue rompí (d vidrio déla ventana de mi alcoba.» Y así es en efecto, señor. No me quedó duda alguna. Esta era la clave de la carta de perdón de mi cuñado. La perspectiva de re- cibir el dinero consabido, se había aU'jado más que nunca; no podía te- ner la misma confianza que su es- posa en mi vigor para resistir impu- nemente el hambre y la adversidad y por lo tanto se hallaba dispuesto á aprovecharla primera ocasión que se le presentó de propender á mi bienestar y seguridad personal, sin que le costase un cuarto. Todo lo vi claramente, y admiré con más gra- titud que nunca, la hereditaria vita- lidad de la familia Mortimer. ¿Qué hacer? ¿Ir á Duskydale? ¿Por qué no? Poco me importaba el lugar á donde yo fuera, ahora que ha- bía perdido la esperanza de volver á ver los hermosos ojos de mi des- conocida. El día siguiente me dirigí á mi nueva morada, á hacerme cargo do nú nuevo destino: presenté mis cre- denciales, y no dejé de a'provechar- me de las ventajas que me propor- cionaban mis elevadas relaciones de familia, lo que me valió ser reci- bido con entusiasmo y con dis- tinción. Encontré que la nueva sociedad ci(>ntifico-literaria era presa de un cisma, aun antes de haberse inau- gurado piiblicamente. Dos faccio- nes la dividían y gobernaban: la facción de la gente seria y la de la gente alegre. Dos cuestiones la agi- taban: referíase una á si sería pro- pio celebrar la inauguración por medio de un baile púl)lico. El se- gundo punto discutible, que tenía dividida la opinión de la sociedad naciente, era decidir si debian ó no LA VIDA DE UN PERILLÁN 31 admitirse novólas en la biblioteca del instituto. Como es d(! suponerse, los puritanos y fanáticos del luf^ar estaban por la ne¿;ativa, tanto res- pecto al baile como á la admisión de novelas que liabian propuesto los que lbimal)an lil)res j)ensa(l()res, despreoeupailos y demanjz'a ancha en materia de prácticas religiosas. Fui presentando oticialmente á la sociedab cuando se hallaba el der bate en su i)eriodo de mayor inten- cidad. Me vi en medio de un nume- roso concurso, aglomerado en ha- bitación reducida, al rededor de una mesa larga. Cada uno de los concurrentes se hallaba provisto de tintero, pluma y una gran hoja de papel blanco. Viendo que uno tras otro iban todos haciendo uso de la palabra, me puse en pie como los demás y pronuncié un vigoroso dis- curso tomando partido con los lla- mados libres pensadores y despreo- cupados. No bien hube acabado mi peroración, cuando el jefe de los severos puritanos, enemigos de bailes y diversiones, empezó á ha- blar. — Si no hubiera otras razones con- tra el baile, dijo mi reverendo opo- sitor, hay por lo menos una objcc-ón que no tiene respuesta. ¡ Caballeros: San Juan Bautista fué decapitado, gracias al baile! Cuando este formidable argumen- to fué presentado, todos los perso- najes austeros y avinagrados gol- pearon tumultuosamente la mesa, y mi buen hombre se sentó con aire de triunfador. Me puse en pie al instante para contestarle en medio de los aplausos de la gente de buen humor; pero antes de que pudiese pronunciar una palabra, el Presi- dente de la Institución y el rector de la iglesia entraron en el salón. Eran ambos hombres deautoridad y de buen sentido y por añadidura padres de hijas encantadoras, y su presencia hizo que la balanza símu- elinara del lado razonable. í'.l asun- to de la admisión ó no admisión do novelas en la biblioteca se dejó pa- ra más adelante, mientras que la cuestión candente del i)aile se puso inmediatamente á votación. Kl Tre- .*-identt% el rectory yo abrimos la marcha votando en favor y prr'vi- niendo á todos los galanes caballe- ros que estaban presentes, que no dejaran chas(|ueadas las esperan- zas de las muchachas, lilsto decidió á los que vacilaban, y los vacilentes decidieron á la mayoría. El tiiunfo fué completo. Mi primera ocupación como secrí'tario fué diseñar un mo- delo de billete de admisión al baile. Mi segunda ocupación fué dar un vistaso á las habitaciones que seme destinaban para morada. La Sociedan. Confieso que cuando vi en el directorio el el nombre de Dulcifer no pude me- nos de sonrelrme por lo estraño que me parecía, comencé ahora á mirar- le con desagrado viendo que tam- bién era el apellido de mi sin par desconocida. Me servía de consue- lo la idea de que ella podría cambiar lo. ¿Lo cambiaría por el mío? Yo fui el primero que recobró la sangre fría. Me senté en una silla cerca de ella, y le tomé la mano. — Usted vé, le dije, que no es po sible evitarme. Esta es la tercera vez que nos hemos encontrado. Dadas tan extraordinarias circunstancias ¿se negará usted á recibir mi visi- ta? ¿No querrá usted proporcionar- me un poco de felicidad, de compen- sación de cuanto he padecido desde la última vez que vi á usted? Sonrió y se sonrrojó, — Estoy tan sorprendida, me con testó, que no sé realmente qué decir. — ¿Desagradablemente sorprendi- da? le pregunté. Continuó primero con su labor y después contestó (me pareció que con cierta tristeza): —¡No! Yo quise aprovecharme de las ventajas que creía haber obtenido, pero ella supo contenerme con per- fecta política. Parecía que recorda- ba con vergüenza las circunstan- cias en que hicimos conocimiento. — ¿Cómo es que ha venido usted á vivir á Duskydale? me preguntó de repente cambiando el tema de la conversación. ¿Y cómo ha podido usted dar con nosotras? Mientras le estaba dando las ex- plicaciones nesesarias, entró su pa- dre á quien miré con notable curio- sidad. Era un caballero alto, grueso, de continente respetable, frente despe- jada, abdomen un tanto abultado, chaleco negro y corbata blanca. To- do guardaba en él la mayor harmonía excepto los ojos que eran brillantes, vivos y de mirada resuelta, encontra- s 34 BIBLIOTECA DE en busca de usted, me dijo. Lea Me- sa Directiva, después de maduro debate^ cree que el piau de usted de solicitar personahnente la asisten- cia al baile, coinproinete la digni- dad de la Institución, y por lo taii- to suplica á usted que no se ocupe más en el asunto. — Muy bien, dije, ningún daño se ha hecho todavía, pues hasta ahora sólo he solicitado la asistencia de dos personas: el Doctor Dulcifer y su hija. — ¿Supongo que usted no quiere decir que los ha invitado á que asis- tan á nuestro baile? — Ciertamente que los he invita- do. Y siento manifestar k usted que no puedo aceptar la invitación. Pe- ro ¿por qué no he debido invitar- los? — Porque nadie los visita. — ¿Y por qué no los visita nadie? El tesorero me tomó del brazo con aire confidencial y continuamos an- dando. En primer lugar, me dijo, el nom- bre del Doctor Dulcifer no aparece en la Guía Médica, — Tal vez debido á algún error, ó á que su diploma lo adquirió en alguna universidad extranjera y no ha sido revalidado en Inglaterra, dije yo sin saber realmente lo que decía. — En segundo lugar, continuó el tesorero, hemos averiguado que tampoco nadie le visita en Barkino^- ham. Por lo tanto, sería el colmo de la imprudencia visitarle aquí. — ¡Bah! ¡Bah! exclamé. Eso no pasa de ser hablillas de gentes de estrecha miras y de alma pequeña. Llevar una vida de retiro, estar ocu- padado en experimentos químicos, que el público ignorante es incapaz de apreciar, constituyen su grave delito. — Las persianas del piso alto de su casa en Barkingham están siem- pre cerradas, me dijo el tesorero con voz misteriosamente baja. Me lo ha dicho un amigo que vive cer- ca de él. Además, las ventanas tie- nen barras de hierro, y se asegura que dicho piso tiene puertas tam- bién de hierro que los incomunican por completo con los pisos inferio- res. En una palabra, se han toma- do muchas precauciones para dis- frutar en él de toda la seguridad posible. Los obreros que allí tra- bajan no pertenecen al vecindario, ni beben en las tabernas de la po- blación, ni se asocian con nadie, excepto entre ellos mismos. A veces se o^aui ruidos y se aspiran olores acres y poco comunes. No es posi- ble hacer hablar á ninguno de los que habitan esa casa. El Doctor, como él se llama á sí mismo, ni aún siquiera ha hecho una tentativa de entrar en relaciones con sus ve- cinos más inmediatos, aunque no fuera sino para que su infortunada hija no llevase una existencia tan solitaria. ¿Qué piensa usted de todo esto? — Lo que pienso, contesté desde- ñosamente, es que los habitantes de Barkingham son la gente más des- ocupada y chismosa dtí Inglaterra. El Doctor está haciendo importan- tes experimentos químicos (cuyo valor posible puede apreciar, por entender algo de química,) y no es tan tonto que vaya á exponer secre- tos valiosos á la vista de todo el mundo. Su laboratorio está en el piso superior de la casa, completa- mente incomunicado de los demás con barras y puertas de hierro para impedir accidentes. Es una de las personas más agradables que jamás haN'a tratado, y su hija es una cria- tura verdaderamente encantadora. ¿Por qué dan ustedes tanta impor- tancia á pequeneces y hablillas vul- gares? Me ha invitado á visitarle. De seguro que aún en eso halla- r I.A VIDA DE UN PERILLÁN 37 ) rAn ustedes algo tenebroso y lleno de misterio. — ¿Por supuesto que usted no aceptará la invitneion? — Me aprovecharé de la primer oportunidad que se me ofrezca pa- ra visitarle, y si usted hubiese visto á su hija Alicia haría lo mismo. — No vaya usted. Siga usted mi consejo y no vaya, dijo el tcí^orero con acento de la mayor gravedad. Usted es joven, continuó; y al co- menzar la vida es preciso tener ami- gos que gocen de buena reputación. Esto es de la mayor importancia. No digo nada en contra del Doctor Dulcifer: vino aquí sin conocer á nadie, y se va sin conocer á nadie y sin que nadie le conozca; pero us- ted no sabe si al invitar á usted á que le visite, le mueve algún mo- tivo oculto. Contraer una nueva amistad es siempre asunto serio; pero cuando se trata de una perso- na á quien nadie visita. . . . — Porque no abre las persianas de sus ventanas, le interrumpí sar- cásticamente. — Porque hay acerca de él y de su casa dudas que él no quiere acla- rar, replicó el tesorero. Usted pue- de hacer lo que mejor le agrade, continuó; tal vez tenga usted razón y estemos nosotros equivocados. Lo único que de nuevo digo, es que con- traer amistad con gentes de dudosa reputación, es siempre algo arries- gado. Tarde ó temprano se arre- piente uno. Si yo fuera usted, cier- tamente que no \isitaría al Doctor Dulcifer. — Si usted se encontrara en mi lu- gar, le contesté, seguramente haría usted lo mismo que yo pienso ha- cer. El tesorero desenganchó su bra- zo, y sin agregar una palabra más, se despidió de mi y continuó su ca- mino. CAPITULO vn. Mientras discutía con el tesorero de la Institución de Duskydale la respetabilidad del Doctor Dulcifer, me expre,é en un tono en extremo coníiado; pero si no hubiera tenido ofuscado el juicio con iniadiDÍración hacia Alicia, creo que habrí;i duda- do de mi opinión, en secrete, tan pronto como quedé á solas conmigo. r.i hubiese estado en plena posesión de mi raciocinio, me habría pregun- tado si las explicaciones del Doctor acerca de los motivos que mante- nían alejados de él á sus vecinos eran realmente satisfactorias. Se dice que el amor es un sentimiento tierno; pero cuando recuerdo el efecto que produjo en todas mis fa- cultades, me hallo inclinado á cali- ficarlo de una especie de baño de vapor que debilita todas nuestras nociones de elevada moralidad. No puedo imaginarme lo que la Mesa Directiva de la Institución de Duskydale pensó del cambio que se operó en mí. El Doctor y su hi- ja dejaron la población el día fija- do para la partida, sin que me die- ran tiempo para hacerles una nueva visita. La consecuencia inmediata de esta partida fué que yo perdiera todo interés en el asunto del baile, y que me fastidiase y bostezara con- tinuamente cuando,' en mi calidad de secretario, me veía obligado á asistir á las deliberaciones de la Di- rectiva. Hicieran lo que hicieran, sólo Ali- cia llenaba mis pensamientos. Leía las minutas de las actas pensando en ella: el eco de su risa melodiosa resonaba en mis oídos en medio del tartamudeo y pesadez délos discur- sos de nuestros miembros. Cuando nuestro ceremonioso Presidente creía que había visto en mis ojos el deseo de perorar, y me excitaba desde su billón presidencial á que 38 BIBLIOTECA l)K «iíJL MUJNOO.> hiciera uso de la palabra, yo me ha- llaba abismado en la contemplación de una bolsa de seda y de los blan- cos dedos que la estaban haciendo. Llegó la noche del baile, del cual fólo conservo un vag-o recuerdo. Lo que puedo traer á la memoria es que el salón me pareció más som- brío y feo que nunca; que el núme- ro de los asistentes no llegaba á cincuenta, y como el salón podía «ontener holgadamente unas tres- cientas personas, fácil es imaginar- se cuan desierto luciría. Aún me parece que estoy viendo á unos reinte de esos individuos ejecutan- do solemnemente los pasos y íigu- ras de un baile complicado bajo la dirección del maestro de danzar de la población, un pobre inválido, una figurilla que se contorneaba perdido en medio de una sala casi vacia. Me parece también que me estoy miran- do á mi mismo al través del tiempo j el espacio, vestido de frac, con un sombrero bajo el brazo, una roseta en el ojal de mi casaca, con una sonrisa en los labios, moviéndome de un lado á otro en mi calidad de maestro de ceremonias. Todo esto lo recuerdo de una manera vaga y confusa, y mis reminiscencias de la famosa íiesta se reducen á esto. El baile fué, por otra parte, un fiasco completo, lo que habría sido bas- tante para hacerme abandonar Dus- kydale y mi secretaría, si no hubie- ra tenido otras razones que me im- pulsaran á extender mis viajes en el interior de Inglaterra con direc- ción á las cercanías de Barkyng- aam. La dificultad consistía en encon- trar un pretexto decente para de- jar la plaza. Por fortuna la Mesa Directiva me libró de mi perpleji- dad en este asunto, adoptando un día una resolución que autorizaba al Presidente á que me reprendiese por mi falta de interés en los asun- tos de la Institución. A los repro- ches que se me hicieron respondí que los asuntos de la Sociedad eraa tan fastidiosos y tan faltos de vida, que era absurdo á la vez que injus- to, esperar de ningún ser humano que se interesase lo más mínimo por ellos. Decir yo esto, y resonar un grito unánime de "Haga usted di- misión" fue todo uno. A esa excla- mación contesté con la mayor cor- tesía, que tendría sumo gusto en complacer á los caballeros de la Di- rectiva, y partiría inmediatamente, con la condición previa de que se me abonase el sueldo correspondien- te á un trimestre, por vía de com- pensación. Aunque hubo una minoría que se opuso á mi proposición, fué ésta, sin embargo, aceptada. Escribí una car- ta en que hacía dimisión de mi em- pleo; recibí la suma que me corres- pondía, y aquel mismo día me dirigí á Barkingham en una délas diligen- cias que a esa población hacían via- jes regulares. Apenas contaba veinticinco años de edad y ya había tratado de ga- nármela vida como médico, como ca- ricaturista, como pintor de retratos, productor de cuadros antiguos; se- cretario de una institución, y ahora, con el auxilio de Alicia, estaba á pun- to de ver cómo me iba en la vida de casado. En la diligencia que me condujo á Barkingham me enteré, entre otras cosas, de que por aquellas cercanías había una corriente de agua abun- dante en pesca, y lo primero que hi- ce al llegar á la población fué, com- prar una caña de pescar con todos sus accesorios. Me pareció que la mejor manera de presentarme al doctor Dulcifer era decirle que había venido á aque- llas inmediaciones para pescar un poco De este modo creía yo impedir que se imaginara que me había da- LA VIDA DB UN PERILLÁN 39 do mucha prisa en aprovecharme de la hospitalidad ofrecida. Me alojé, como era natural, en la posada; pu- se en los bolsillos de mi traje de ca- za al¿;*unos avios de pescar, de una manera descuidada, de modo que pudieran verse, y me dirigi inmedia- tamente á casa del Doctor. El criado á quien le preg-unté las señas, me mi- ró con cierta desconfianza, mientras me las estaba dando. Por lo visto los moradores de la posada habfan oído hablar de mi nuevo amicfo, y no se hallaban muy favorablenumte dis- puestos hacia sus investigaciones científicas. La casa estaba como á media le- gua del poblado, en una especie de hondonada cerca de la famosa co- rriente de agua abundante de pesca. Eira un edificio solitario, de forma antigua, de ladrillos rojos, rodeado de altos muros, con un jardín y una huerta detrás. Cuando tiré de la campanilla, me puse á observar la casa. No había duda que las ventanas del piso supe rior estaban cerradas con barras. Un hombre con librea abrió la puerta y me hizo entrar. En sus maneras y as- pecto más bien parecía un operario ó trabajador que lacayo ó sirviente. Sus miradas indicaban un carácter desconfiado, y cuando le entregué mi tarjeta de visita, fijó en mí sus ojos de un modo que no me fué muy agradable. Entré en un saloncito, y después de esperar gran rato se me presentó el Doc-tor con unos grandes guarda- puños de cuero y delantal al cinto. Me suplicó que le dispensara si me recibía en su traje de trabajo, y me dijo todo lo que se dice en esas oca- siones acerca del inesperado placer de volver á verme tan pronto, etc. En sus ojos brillantes y resueltos me pareció notar algo que le preocupa- ba; pero lo atribuí, como era natu- ral, al interés y cuidados crecientes de sus investigaciones científicas. Por supuesto que no creyó ni una palabra de la partida de pesca que me traía á Barkingham; pero fingió que lo creía al pie de la letra, y de- mostró un interés muy grande en todo lo que á ello se refería. Le pregunté por su hija; me dijo que estaba en el jardín, y me propu- so que fuératnos á buscurla. La en- contramos con tijeras en mano arre- glancio los arbustos y las flores, cor- tando ramas y hojas secas. Pareció que realmente se alegraba de verme: sus hermosos ojos garzos brillaron dulce y bondadosamente. Me tendió una mano que estreché con la efu- sión que es de suponerse. Las brisas estivales movían á uno y otro lado los rizos de su adorable cabellera. Llevaba un sombrero de paja y ves- tía un traje apropiado á los trabajos á que estaba entonces dedicada. Me quedé á tomar un refrigerio con ellos. El Doctor habló de nuevo de mis proyectos de pesca, y pregun- tó á su hija si sabía qué partes del río eran las más apropósito para que yo realizara mis deseos. Ella contestó con una mezcla de modesta evasiva y de adorable sen- cillez, que algunas veces había vis- to á uno que otro cabellero pescan- do como á un cuarto de milla más abajo del jardín. Con mi desenvol- tura de costumbre le pregunté si te- nía inconveniente en mostrarme ese lugar, en cuyo caso yo vendría al día siguiente completamente equipa- do con mi caña de ¡Desear y demás avíos. Dirigió una mirada interro- gativa á su padre, quien sonrió y movió la cabeza en señal de asenti- miento. ¡Inestimable padre! Al levantarme para despedirme se me ocurrió la idea de que tal vez me ofrecería una habitación donde hos- pedarme. Seguramente que adivinó mis pensamientos, pues me dijo que sentía infinito no tener ningún cuar- 40 BIBLIOTECA DE «KL MUNDO. > to quo poder ofrecerme, piiC3 todos estaban ocupados por los asistentes que empleaba en sus trabajos quí- micos y los ingredientes y materia- les necesarios á sus experimentos. Mientras el Doctor decía estas pocas palabras, la fisonomía de Alicia cam- bió de expresión, precisanumte co- mo había sucedido en nuestra pri- mera entrevista. Su rostro se cubrió de un velo sombrío y expresó pro- fundo abatimiento. Su padre le di- rigió una mirada al mismo tiempo que y o, y de repente la fisonomía del Doctor reveló aquel aire de descon- fianza que ya había observado en Duskydale en circunstancias pare- cidas. ¿Qué qut^ría decir esto? El Doctor me dio un apretón de manos, y el lacayo con aspecto de operario, me abrió la puerta. Me detuve un instante para admi- rar una hermosa cornamenta de cier- vo, pero el lacayo tosió con cierta impaciencia. Me quedé aún un mo- mento más, pues oía los pasos del Doctor que subía las escaleras. De repente cesaron, y entonces hubo algo parecido al ruido de una puer- ta de hierro, ó de un material muy fuerte, que se cerraba: luego, pro- fundo silencio interrumpido por otra tos impaciente del lacayo-operario. Entonces pensé que lo mejor que po- día hacer era irme antes de que mi misterioso sirviente tomara alguna medida más enérgica. Pásela noche desvelado é inquie- to. Mis pensamientos se detenían con inefable dicha en Alicia; pero luego me asaltaba el deseo de saber algo más acerca de la existencia del Doctor, y de su manera de ser y de vivir. La mañana siguiente encontré á la señora de mis destinos, con lige- ro chai en los hombros, una sombri- lla de brillantes colores en la mano y el sombrerito de paja con que el día anterior la había visto en el jar- dín, lista para mostrarme el sitio más apropósito para pescar. Si yo tuvie- se la seguridad de que estas pági- nas iban á ser leídas solamente por personas que estuviesen enamora- das, entraría en algunos detalles tan tiernos cuanto interesantes respecto al primer día de mi pesca bajo los adorables auspicios de Alicia. Pero como no creo que así sea, me con- tentaré con limitarme á generalida- des y á describir los progresos de mi amor lo más brevemente posible que lo consienta la magnitud del asunto. Empezaré por confesar que me di todos los aires de un pescador muy difícil de satisfacer, y que supe com- ponérmelas de tal modo, que pasé una semana entera tratando de des- cubrir el lugar más conveniente don- de echar el anzuelo, siempre, como es de suponerse, bajo la guía y di- rección de Alicia. Recorrimos una orilla del río ya subiendo, ya bajan- do; cruzamos el puente y comenza- mos la misma operación en la mar- gen opuesta. Tomamos una barqui- lla y remontamos el río y volvimos á descender, siempre probando dón- de arrojar el anzuelo. Nos dirigimos á una isiita en medio del río; le di- mos la vuelta á pie, inspeccionando atentamente el agua desde aquel punto central. La isiita la encontra- mos húmeda y volvimos á la orilla, y empezamos de nuev^o el examtm de ambas márgenes, hasta que al fin, por vez primera, la dulce joven me dirigió una mirada suplicante y me confesó que había agotado todo su conocimiento de la localidad. Hacía precisamente una semana que la se- guía con mi caña de pescar al hom- bro por las orillas del río, y si algo pesqué, fué la mano de Alicia, yeso, no con el anzuelo. Nos sentamos en la ribera deses- perados de nc hallar un sitio conve- niente para la pesca. Fijé los ojos en sus hermosos ojos y ella los volvió LA VIDA DE UN PERILLÁN. 41 hacia la corriente como si la contcin- plara. Hice lo mismo, y ella dir¡¿2;ió las miratlas á otra parte del rio. ¿Ks- taba este áiig'el de paciencia y bon- dad buscando un sitio para pescar? No. Sonrió y movió la cabeza cuan- do le hice la pregunta, y me dirigió una mirada furtiva. No pude conte- nerme por más tiemuo. Tomé sus dos manos entre las mías con repen- tino impulso, y le pregunté medio tartamudeando si quería ser mi es- posa. Trató débilmente de desasir sus manos aprisionadas, abandonó la empresa; sonrió, hizo un esfuerzo para ai)arecer seria y grave, no lo consiguió; suspiró de repente, quiso decir algo; se contuvo y guardó si- lencio. Tal vez debería haber tom.a- do por concedida mi petición; sin em- bargo, repetí la pregunta. Se llenó á{\ confusión: sus miradas se fijaron en la casa de su padre que se veia al través de la arboleda, y su rostro palideció instantáneamente. Sentí que sus manos se volvían frías; las retiró resueltamente y se puso en pie con lágrimas en los ojos. ¿La habría ofendido por ventura? — No, — me dijo cuandol e hice la pregunta, y volvió de nuevo á mi la- do y me tendió la mano con tal bon- dad y con tanta franqueza que estu- ve á punto de arrojarme á sus pies V darle las gracias. — ¿Podría esperar alguna vez un sí A la pregunta que le habia hecho? Suspiró con amargura, dirigiendo de nuevo las miradas á la casa de la- drillos rojos que era su morada. — ¿Hal)ría acaso algunas razones de fami'ia que se opusiesen á decir- me <¿Sífy> ¿Algo sobre qué yo no de- bía hacer preguntas? ¿Alguna opo- sición de parte de su padre? No bien hube mencionado á su padre, cuando se separó de mí y prorrumpió en llanto. — ¡No hable usted más de este asunto ! dijo entre sollozos. Yo no debo .... yo no debo .... ¡ Ah ! no diira usted una palabra más sobre este asunto. Usted no tiene la culpa de lo que está aconteciendo. Pero no me diga usted una palabra más. Déjeme usted tranciuiía y sola por un minuto, y todo pasará. Se enjugó las lágrimas y tomó mi brazo. Estaba toda trémula. La con- duje á su casa, y comprendiendo que despué'' de lo que había suce- dido no podía entrar y tomar con ella mi refrigiero, como de costum- bre, dije que me iba á pescar de nuevo. —¿Podré venir á comer esta tar- de ? pregunté cuando tiré de la campanilla. — ¡Oh sí, sí, venga usted, ó él. . . .! El misterioso sirviente abrió la puerta, y Alicia y yo nos separa- mos antes de que ella hubiera po- dido terminar la frase empezada. CAPITULO VIIL Volví á mi sitio de pescar con el corazón oprimido, lleno por prime- ra vez en mi vida, de sombríos pen- samientos. Estaba visto que yo no le era inriiferente, y era claro que había algún obstáculo en que en- tral)a por mucho su padre, que la impedía dar oídos á mi proposición de casamiento. Desde el instante en que Alicia arrojó unamirada casual á la ca^a de ladrillos rojos, algo en sus maneras, que es imposible descri- bir, me sugirió la idea de que este obstáculo no era solamente de natu- raleza tal que no podía n^encionár- melo, sino de que en parte se aver- gonzaba, le inspiraba temor ó la lle- naba de dudas. ¿Qué podría ser? ¿Cómo llegó á adquirir conocimiea- to del asunto? ¿Hasta qué punto estaba su padre relacionado con ese particular? En el curso de nuestros paseos, 42 BIBLIOTECA todo lo que Alicia me había dicho acerca de si misma, revelaba una perfect- sencillez y la mayor natu- ralidad. Había pasado su infancia en In- glaterra. DesT>ués vivió con sus pa- dres en París, donde el Doctor con- taba con muchoí; amigos, por los cuales recordabf' ella haber expe- rimentado un sentimiento más órne- nos repulsivo, sin saber por qué. Regresaron á Inglaterra y vivie- ron en Londres, con bastante po- breza durante algún tiempo. Pero al fallecimiento de su madre, que murió de repente de una enferme- dad del corazón, hubo un cambio en los negocios que ella no puede explicarse. Se mudaron á la casa donde ahora viven, pues el Doctor deseaba tener amplio espacio en que llevar á cabo sus trabajos científi- cos. Con frecuencia iba su padre á Londres, pero nunca la llevaba con- sigo. La única mujer que había en la casa, además de ella, era una que hacia al mismo tiempo de ama de llaves y de cocinera y había estado á su servicio muchos anos. A ve- ces era para ella muy duro estar siempre sola, sin ninguna compa- ñera de su edad; pero había termi- nado por acostumbrarse á esto, y se distraía con sus libros, la música y el cuidado y cultivo de las ñores. Respecto á sí misma habla])a sin restricción de ninguna especie; pe- ro cuando intenté, aún de la mane- ra más vaga, discutir con ella las causas de la vida tan extrañamente retirada que llevaba, se volvía de repente tan triste, tan silenciosa, que no me atrevía á decir una palabra más sobre ese particular. Sin em- bargo, de todo lo que me había re- ferido, saqué como consecuencia, para mí indudable, de que la con- ducta de su padre respecto á ella, aunque no absolutamente censura- ble, ó que indicara gran falta de atención ó descuido, no era de na- turaleza capaz de inspirarla un ar- diente amor al autor de sus días. Este cumplía con sus obligaciones paternales, pero parece que no se había cuidado de ganarse el amor que su hija hubiera consagrado á un padre más cariñoso. Cuando después de reflexionar en lo que Alicia me había dicho, empecé á recordar lo que yo había podido observar por mi mismo, vi que tenía motivos de sobra para ex- citar mi curiosidad y hasta mi des- confianza respecto al Doctor. Ya he hablado del ruido de la pe- sada puerta que oí cuando hice mi primera visita á la casa de ladrillos rojos. El día sigTiiente, cuando el Doctor se despidió de mí en el pa- sillo, se me ocurrió un plan para ver la'puerta que causaba aquel ruido. Retardé mis pasos hasta que lo oi de nuevo; entonces pretendí recor- dar un recado importante que de- bía dar al Doctor, y con una prisa inocente me puse á subir las esca- leras para alcanzarle. El lacayo con- sabidí) corrió tras mí con un grito de <¡Alto!r Naturalmente hice co- mo que no oía, y continué subiendo hasta llt'gar á la puerta'que separa- ba completamente la escalera del resto de la casa. Era una puerta de hierro tan sólida como la de las ofi- cinas de un Banco donde se ateso- rasen millones. Regresé al pasillo sin darme por entendido de las ob- servaciones del sirviente, nada civi- les por cierto, y me retiré, diciendo que esperaría hasta ver de nuevo al Doctor. El día después, dos hombres páli- dos, en traje de artesanos, llegaron á la puerta al mismo tiempo que yo lo hacia. Cada uno traía bajo el brazo una gran caja de madera con aros de hierro. Traté de entrar en conversación con ellos mientras es- peraba que me abriesen, pero no J LA VIDA DB UN PERILLÁN 4;} pude conseg'uir más respuesta que un ♦si> ó un ara resolverlos. Pensando en estas cosas, en la escena que acababa de pasar con Alicia, y en su tristeza y sus lágri- mas, hallé que el misterioso obs- táculo á que ella había aludido, la misteriosa vida que llevaba su pa- dre y el misterioso piso superior de la casa, que hasta entoces había re- sistido á todas mis tentativas, for- maban en mi mente como los esla- bones de una misma cadejia. El obs- táculo á mi casamiento con Alicia, era lo que más me perturbaba. Si pudiese averiguar en qué consistía, y si no le daba importancia, lo que tenía resuelto, fuese ó lo que tuese, acabaría probablemente por vencer sus escrúpulos y por llevármela, en calidaíl de legitima esposa, lejos de aquella ominosa casa de ladrillos rojos. ¿Pero cómo hacer tan impor- tante descubrimiento? Poniendo en tortura mi cerebro para obtener una respuesta, hice poco más ó menos el siguiente razo- namiento: La misteriosa región su- perior de la casa se relaciona inti- mamente con el Doctor, y el Doctor se relaciona con el obstáculo que se opone á mi felicidad con Alicia. Si logro subir á ese piso misterioso, tal vez descubra la naturaleza de mi obstáculo. El experimento es pe- ligroso é incierto, pero suceda lo que suceda, trataré de averiguar cuáles son realmente las ocupacio- nes del Doctor Dnlcifer al otro lado de la poderosa puerta de hierro. Habiendo adoptado esta resolu- ción, lo que me faP.aba era buscar el medio mejor y menos expuesto de subir á las misteriosas regiones superiores de la casa. No había que pensar en abrir la cerradura de la puerta de hierro. Eso era simplemente una locura. La única vía posible de ascender al piso superior, era por el fondo de la casa. Dos ó tres veces lo había exa- minado mientras me paseaba en el jardín con Alicia después de comer. ¿Qué era lo que me habia propor- cionado el examen de la parte pos- terior de la morada de mi huésped? 44 BIBLIOTECA DB «BL MUNDO.» Me habia puesto al corriente de va- rias cosas,J al parecer insi y penetré por el postigo abierto. No bien estuve dentro de aquella habitación obscura y desconocida, saqué la linterna de mi bolsillo, y levanté la pantalla. Hasta entonces todo iba bien. Me encontré que estaba en un cuarto donde se guardaba la leña y el car- bón de piedra. Los objetos princi- pales que observé en aquel cuarto fueron unas cajas vacías con aros de hierro, semejantes á aquellas que traían los dos trabajadores de que ya he hablado; algunos sacos viejos de carl)ón; una caja llena de hulla; y fuelles de herrero. La puerta de co- municación estaba abierta, como era de esperar, para qne penetrara el aire exterior. Me quité los zapa- tos y atravesé la puerta. Mi primer impulso fué bajar la pantalla de la linterna y prestar oído de nuevo. Nada se oía; pero á la extremidad, del pasillo vi una luz brillante que salía por la puerta entreabierta de uno de los misteriosos cuartos dtl frente. Me arrastré hacía allí lo más cau- telosamente posible. Percibí un fuerte olor de ingredientes quími- cos. Presté de nuevo oído y me pa- reció distinguir encima de mí, y en algún cuarto distante, un ruido se- mejante al de un gran horno, pero que se había tratado de amortiguar. ¿Debería retroceder en esa direc- ción? No, mientras no hubiese visto algo de lo que contenía el cuarto de la luz brillante. Me adelanté con la mayor precaución hasta llegar á la puerta. Me detuve, y cuando me convencí de que no había allí alma viviente, dormida ó despierta, im- pulsado por una fatal curiosidad, penetré inmediatamente y empecé á mirarlo todo con ávidos ojos. Vi cucharones de hierro, cacerolas llenas de arena blanca, sierras en cuyos dientes habían aún pedacitos de metal, moldes de yeso, sacos con polvo de yeso, una máquina pode- rosa cuyo nombre y uso no me eran desconocidos teóricamente; botellas de agua fuerte, cuños esparcidos sobre un aparador, crisoles, papel de lija, barras de metal é innumera- bles instrumentos de la más extra- ña forma. Como el lector debe de saber, á estas horas no era yo hombre que me paraba mucho en escrúpulos; pero cuando vi estos objetos y pen- sé en Alicia, no pude menos de es- tremecerme. No quedaba la menor duda, á pesar de lo poco que había visto; los importantes trabajos y ex- perimentos químicos á que se dedi- caba el Doctor Dulcifer, eran pura y simplemente los de fabricar mo- neda falsa. ¿Sabia Alicia lo que yo había des- LA VIDA DE UN PERILLÁN 47 cubierto entonces, ó solamente lo Bospechaba? De cualquier modo que respon- diese yo esta preg-unta para mis adentros, había hallado ya la expli- cación de su conducta en el prado á orillas del río, y conocía la causa de aquella tristeza y aquella pro- funda uivlancolía que se apoderaban de ella tan lueg-o como nuestra con- versación giraba sobre las ocupa- ciones de su padre. ¿Vacilé en mi resolución de casarme con Alicia ahora que había descubierto cuál era el obstáculo que se había opues- to á nuestra mutua falicidad? De ningún modo. Estaba por encima de todas esas preocupaciones, me- jor dicho, estaba perdidamente ena- morado y no tenia que temer onosi- ción alguna de mi familia que de tal manera me había segregado de su seno. Después que la sorpresa del descubrimiento hubo pasado, mi resolución de ser el marido de Alicia se afirmó en mi con más vi- gor que nunca. Había una mesita redonda en un rincón del cuarto, en el punto más aparrado de la puerta, que aún no había examinado. Un deseo febril de verlo todo, de penetrar en lo más intimo del laberinto en que me ha- bía metido, me dominaba por com- pleto. Me dirigí á la mesita, y vi arreglados simétricamente cuatro objetos que parecían gruesos cilin- dros envueltos en papel. Abrí las puntas de uno de ellos, y hallé que contenía monedas de plata. Cerré de nuevo el rollo y levan- taba la cabeza de la mesa sobre que había estado inclinado, cuando sen- tí en la mejilla derecha algo frío y duro. Retrocedí, alcé los ojos, y me vi frente á frente del Doctor Dulci- fer, que con una pistola me tocaba las sienes. CAPITULO IX. El Doctor se había quitado tam- bién los zapatos y se había acerca- do sin hacer el menor ruido. Amar- tilló la pistola sin pronunciar una palabra. Comprendí que quizás me hallaba ante la muerte. Ños mira- mos mutua, fija y silenciosamente; él, poderoso y prósperu malvado, con mi vida en sus manos; yo, el abyecto y pobre diablo, esperando su decisión. Debió transcurrir lo menos un mi- nuto desde que oí amartillar la pis- tola hasta que el Doctor habló. — ¿Cómo ha llegado usted hasta aquí? me preguntó. La manera tan sencilla con que me hizo la pregunta y la perfecta calma y cortesía con que me habló, me trajeron á la memoria al Caba- llero Webster. Pero el Doctor tenia aspecto más respetable; su calva era más intelectual y benévola; habla cierta delicadeza en la carnosidad de la barba, una especie de afabili- dad en los carrillos perfectamente afeitados, y una reverente rudeza en las cejas que, fisonómicamente hablando, lo elevaban en la escala social á una altura muy superior á la de mi antiguo compañero de pri- sión. — ¿Cómo ha llegado usted 'hasta aquí? — repitió sin dar muestra de la menor irritación. Le dije como lo había logrado, sin ocultar nada. La gravedad de la situación y la viveza del enten- dimiento del Docter, expresada eu sus ojos, hacían muy peligrosa to- da tentativa mía de desfigurar los hechos. — ¿Usted deseaba saber en qué me ocupaba, no es verdad? — dijo cuando hube concluido mi confe- sión.— ¿Lo sabe usted ya? El cañón de la pistola rozó mi me- jilla al pronunciar el Doctor las úl- 48 BIBLIOTECA DE «EL MUNDO. > timas palabras. Pensé en todos los objetos sospechosos esparcidos en aquella liabitacióii, en la probabili- dad de que me hacia esa preg'unta para poner á prueba mi valor, y en la certidumbre de que me dispara- ría inmediatamente su arma si yo empezaba á faltar á la verdad. Pen- sé en todas estas cosas y respondí resueltamente: — Si, lo sé ahora. Me dirigió una mirada pensativa; y luego con voz baja, resuelta, co- mo quien reflexiona á solas, dijo sin digirse á mí, sino hablando consigo mismo: — ¿Supongamos que dispare? Vi en sus miradas que si yo daba muestras de debilidad, tiraría del gatillo de la pistola. — ¿Supongamos que usted confie en mí? — dije sin mover un músculo del rostro. — Abajo, en el salón de recibo, te- nía confianza en usted creyéndole un hombre honrado; pero aquí no pasa usted de ser sino un ladrón — replicó el Docter con una sonrisa de satisfacción, producida sin duda por la lucidez de su respuesta. — No, continuó como hablando consigo mismo, hay peligro de todos modos; pero el menor es tal vez quitarlo de en medio. — Un grave error, dije. Hay pa- rientes míos que tienen un interés pecuniario en mi vida, pues de ésta depende que reciban ó no una grue- sa suma de dinero. Si desaparezco, me buscarán. Desde entonces me he maravilla- do cómo pude guardar mi sangre fría en presencia de la pistola del Doctor; pero mi vida dependía de conservar la serenidad de espíritu, y la naturaleza, desesperada de la situación en que me hallaba, me do- tó también de un valor desespe- rado. — (íCómo saber que no está usted mintiendo? preguntó. — ¿No he hablado la verdad hasta ahora? Estas palabras le hicieron vacilar. Bajó la pistola lentamente. Yo em- pecé á respirar con más libertad, — Confíe usted en mí, repetí. Si us- ted no cree que podré guardar silen- cio acerca de lo que he visto aquí, por lo que á usted concierne, á lo menos usted debe tener la seguridad que lo haré por. . . . — Por mi hija, me interrumpió con una sonrisa sarcástica. Incliné la cabeza en señal de asen- timiento. El Doctor movió la pistola con aire despreciativo. — Sólo hay dos modos de hacer que usted guarde silencio, dijo. El prime- ro, es quitarle la vida; el segundo, es hacer de usted un criminal. Después de reflexionar en lo que acaba usted de decir, el riesgo en uno y otro ca- so parece casi igual. Yo soy por na- turaleza humano; la familia de us- ted no me ha hecho ningún mal; yo no quiero ser la causa de que pier- dan dinero alguno; no le privaré á usted de la vida, sino de su reputa- ción. En este piso de la casa todos somos criminales. Usted á venido á buscarnos, y será por lo tanto, uno de los nuestros. Tire usted de aque- lla campanilla. Señaló con la pistola el botón de una campanilla detrás de mí. Tiré de ella en silencio. ¡Criminal! La palabra tenia un so- nido desagradable. Pero consideran- do cuan á punto estuvo de bajarse el telón de una vez y concluirse el dra- ma de mi existencia ¿tenía acaso mo- tivos para quejarme de la prolonga- ción del mismo? Pero algunos délos sentimientos mejores de la naturale- za humana, me obligaban á preferir la existencia de un criminal á una muerte honrosa. El amor y el honor me ordenaban que viviese para ca- LA VIDA DB UN PERILLÁN. 49 sarme con Alicia, y cierto deber de familia me hacía retroceder ante la idea de ocasionar ;i mi cariñosa her- mana la pérdida de una gruesa su- ma de dinero. — Si usted pronuncia una sola pa- labra contradiciendo alg'o de lo que yo manifieste delante de mis opera- rios cuando entren al taller, dijo el Doctor guardando la pistola no bien hube tirado de la campanilla, cam- biaré de opinión acerca de dejarle la vida y quitarle la reputación. Re- cuérdelo usted V guarde silencio. La puerta se abrió y entraron cua- tro hombres. Uno era un anciano á quien no habia visto antes; en los otros tres reconocí al portero de ma- rras y á los dos trabajadores de si- niestro aspecto que había encontra- do una vez en la puerta de la casa. Todos, al verme, hicieron un movi- miento de sorpresa. — Presento á usted, dijo el Doc- tor asiéndome del brazo, <á Lima vieja y Lima nueva, á Fuelle y á Tornillo, mis compañeros de traba- jo. Y luego, dirigiéndose á los hom- bres les dijo: les presento á ustedes al señor Francis Turner. Todos te- nemos apodos en este taller, señor Turner, derivados de nuestros ins- trumentos y maquinaria. Cuando haya permanecido usted aquí algún tiempo, también recibirá su apodo. Hablando después con sus operarios: — Caballeros, les dijo, este señor es un nuevo afiliado que posee conoci- mientos en química, que nos serán de suma utilidad. Está perfectamente enterado de que la naturaleza de nuestra ocupación nos hace que sos- pechemos de todos los recienveni- dos, y por lo tanto desea daros una prueba evidente de que se puede contar con él. Para ello, fabricará una moneda inmediatamente y la enviará á nuestros estimables corres- ponsales de Londres, con la direc- ción y explicaciones escritas de su puño y letra. Cuando ustedes vean que ha hecho todo esto por su pro- pia voluntad, y que por lo tanto, ha puesto su vida tan completamente en manos de la justicia como nos- otros, verán ustedes que es en rea- lidad uno de los nuestros y que na- da tenemos que temer acerca de lo porvenir. Tan pronto como haya fa- bricado una moneda pasabh-.mente buena, bajo la inspección y direc- ción de ustedes, me lo harán saber. Voy á descansar unas cuantas horas en mi estudio, y allí me hallarán us- tedes si para algo me necesitan. Nos saludó de la manera más amis- tosa y salió de la habitación. Miré con considerable desconfian- za á los cuatro "caballeros" que de- bían instruirme en el noble y honra- do arte de fabricar moneda falsa. Lima nueva era el portero que pare- cía un trabajador; Lima vieja era su padre; Fuelle y Tornillo los dos ope- rarios de rostro siniestro. El que me- nos me agradó de los cuatro fué Tor- nillo. Sus ojillos inquietos me se- guían por todas partes con traicio- nera expresión, tanto que me dije á mí mismo más de una vez: "Vas á tener que ver con Tornillo." Entré sin dilación á ejercer mis nuevas y criminales funciones. La resistencia era completamente inú- til, y en cuanto á pensar en pedir auxilio era simple locura, pues aun suponiendo que las ventanas no es- tuviesen, como lo estaban, cerradas con barras, la casa se hallaba com- pletamente aislada, estando la ha- bitación más inmediata á una milla de distancia. Por lo tanto, me aban- doné á mi suerte con la magnanimi- dríd de costumbre. Con tal de que al fin pudiera obtener á Alicia, me resignaba á perderlo todo: tal eia mi filosofía. No entraré en detalles acerca del arte de fabricar moneda falsa bajo los auspicios de Liiua vieja, Lima 50 BIBLIOTECA DE perior la confianza del Doctor Dul- eifcroon preferencia á Fuelle, á Tor- nillo y á mí mismo. Habia un cuar- to cerrado, una puerta también con- tinuamente cerrada que impedia el acceso á una escalera que daba al fondo de la casa, cuyas llaves te- nían Lima vieja y Lima nueva, y que jamás se confiaron á los otros. Habia también una trampa en el pa- vimento del salón en que trabajáloa- mos, cuyo uso nadie conocía sino el Doctor y sus dos operarios privile- giados. Si en materia de sueldos no hubiéramos estado casi en comple- ta igualdad, estas distinciones ha- brían sido causa de malquerencia entre nosotros. Pero como nadie po- día quejarse de que se le pag-ara in- justamente menos que á otros, po- co importaba el asunto de la prefe- rencia personal cuando en ella no iba envuelta ma3''or grado de utili- dad. £1 Doctor debía de haber ganado mucho dinero con su industria de monedero falso. Sus utilidades en el negocio no podían haber bajado de quinientos por ciento; y para ha- cerle plena justicia, era un amo tan generoso como rico. Aún á mi que era completamente novicio, se me pagaba, proporcionalmente, tan bien como á los demás. Por supuesto que nosotros no te- níamos nada que ver con el asunto de pasar el dinero falso: nuestro único oficio era fabricarlo, á veces hasta unas cuatrocientas libras es- terlinas, cerca de dos mil duros, á la semana. Su circulación quedaba A cargo de nuestros parroquianos en Londres y las grandes ciudades. Todo lo que pagábamos ó comprába- mos en Barkingham, se hacía con dinero legitimo, contante y sonante. Yo,á veces, comparaba las monedas genuinas que tenía con las que se fabricaban bajo la dirección del Doc- tor, y confieso que siempre la seme- janza me sorprendía. Nuestro cíen- titíco jefe hal)ía descubierto un pro- cedimiento algo parecido á lo que hoy creo que se llama electrotipia. Se enorgullecía de esto; pero aún más, y con sobrada razón, del soni- do de sus piezas. El ([ue pudiera descubrir los falsos tonos en las mo- nedas del Doctor, tendría que estar dotado de un oído muy exquisito. Aunque yo hubiera sido el hombre más escrupuloso del mundo, hal)ría recibido el dinero de mi salario para no aparecer que me quería distinguir desdeñosamente de mis compañtu'os. En general me llevaba bien con to- dos. Lima vieja y yo hasta nos hi- cimos buenos amigos. Lima nueva y Fuelle trabajaban en harmonía con- migo; pero Tornillo y yo, como lo había previsto, no podíamos llevar- nos bien. El tal Tornillo tampoco se halla- ba en buenos términos con sus com- pañeros, y poseía en grado menor que ninguno de nosotros la confian- za del Doctor. Como Tornillo no es- taba dotado de carácter apacible j agradable por naturaleza, su aisla- miento en la casa lo habia agriado mucho, y trató de desfogar su mal humor en mi, como novicio 3^ recien lleg-ado que era. -Durante algunos días lo sufrí todo con paciencia; pe- ro al fin ésta me faltó, y me vi obli- gado á darle una lección como la que yo mismo habia recibido del Caba- llero Webster. Ni me devolvió los golpes que recibió, ni se quejó al Doctor; lo iinico que hizo fué echarme una mirada siniestra y de- cirme: «Algún día arreglaremos es- ta cuenta y quedaremos saldados.» Pronto olvidé las palabras y la mi- rada. Como he dicho, me había hecho muy amigóte de Lima vieja, y ex- cepto los secretos de nuestra casa- prisión, no tuvo in conveníante en hablar largo y tendido acerca de LA VIDA DE UN l'EUILLAN. 53 asuntos sobre los cuales tenia suma curiosidad de ser instruido. líabia conocido ai Doctor cuando éste era muy jov'.-ii, y eííLaoa al co- rriente de todos los acontecimientos de su vida. Do varias conversacio- nes que tuvimos en momentos des- ocupados, saqué en limpio que el Doctor Dulcií'er había empezado su carrera en calidad de lacayo con la familia de un caballero; que la hija del caballero aludido se íug-ó con él llevándose consigo todos los artí- culos de su propiedad personal en materia de vestidos y joyas; que vivieron algún tiempo con el pro- ducto de la venta de estas joyas, y que el marido, una vez que se ago- taron los recursos de su esposa, se hizo cómico de la legua durante un par de años. Abandonando esta ca- rrera siguió la de médico-charlatán, primero de asiento en una pobla- ción, Y luego vagando de un punto á otro. Entonces tomó el título de Doctor que se confirió él mismo, y que ha conservado y parece dis- puesto á conservar el resto de su vi- da. De la venta de medicinas de charlatán, pasó á la adulteración de vinos extranjeros, ocupación que al- ternaba pasando las noches en las casas de juego de París. Al regresar á su pais nativo, continuó htcieiido uso de sus conocimientos quími- cos, en el ramo de industria comer- cial conocido comunmente con el nombre de adulteración de substan- cias alimenticias, y de aquí gradual- mente fué ascendiendo á la adul- teración del ero y de la plata, ó en otros términos, á fabricar moneda falsa. Según lo que refería Lima vieja, aunque el Doctor Dulcifer no había realmente tratado mal á su esposa, nunca habían vivido en completa harmonía, siendo la causa principal de este alejamiento en los últimos años, la negativa absoluta de la se- ñora Dulcifer á consentir en los pla- nes del Doctor, que quería salir lie la pobreza por »! aiuipie jirocedi- mienta üe acuñar él mismo su pro- pio dinero. La pobre señora se afe- rraba aún á los principios que se le habían iiiculcaao en su juventud, y amaba apasionadamente á su hi- ja. Cuando ocurrió su muerte re- pentina, estaba haciendo en secreto pre])arativos para abandonar al Doctor, acompañada de su Ir ja, y dirigirse á un país extranjero, baja la protección del único amigo de sn familia que le había permanecido fiel. Preguntando á mi informante res- pecto á Alicia, vine en conocimien- to de que sabia muy poco acerca de las relaciones entre padre é hija en los últimos años. Lima vieja no te- nia duda alguna de que Alicia ha- bía descubierto hacía tiempo que su padre no era homi>re tan digno de respeto como parecía, y creía tam- bién que la muchacha sospechaba que en la actualidad se hacía en la casa algo que no era exactamente como Dios mandaba; pero sí duda- ba que supiese algo positivo acerca de la naturaleza de las ocupaciones de su padre. El Doctor no era hom- bre de dar á su hija ni á ninguna mujer la más -leve oportunidad de descubrir sus secretos. Todos estos particulares los ad- quirí en un mes de servidumbre y de prisión en aquella fatal casa de la''rillos rojos. Durante este tiempo no tuve la más mínima idea del paradero de Alicia. ¿Me habría olvidado? No po- día creerlo. A menos que aquellos hermosos ojos no fueran los más falsos é hipócritas del mundo, no era posible que me hubiese olvi- dado. ¿Estaba vig-üada? ¿Le habían privado cuida,dosamente de todos los medios de comunicarse en secre- to conmigo? Siempre que se me ocu- 54 BIBLIOTECA DM «hJL MUNDO.» rrian estas prcg'untas, dirif^íalas mi- radas al bufete del Doctor; pero ja- más se apartaba de él sin cerrarlo primero con llave, y además, nunca dejaba ning-úu papel esparcido en la mesa, ni se ausentaba del cuarto sin haber tomado antes numerosas precauciones. Yo comenzaba á deses- perarme, y á veces me entraban de- seos de llorar como un chiquillo. ¿Cuánto tiempo había de durar esto? ¿Dónde debería dirigir mis pasos tan pronto como recobrase mi libertad? ¿En qué punto de Ingla- terra debería empezar mis investi- g-aciones acerca de Alicia? Dormido y despierto, trabajando y no haciendo nada, esas eran mis constantes preguntas. Hice cuanto estuvo de mi parte para preparar- me á todo lo que pudiera acontecer; traté de armarme de antemano con- tra cualquier acédente que pudie- ra sobrevenir. Mientras trabajaba y me esforzaba en aguzar mis facul- tades y disciplinar mi voluntad de esta manera, ocurrió algo en que lio me había atrevido á pensar, ni aún en los momentos en que más es- peranzado me sentía. CAPITULO XI. Una mañana me encontraba yo en el taller principal con el Doctor. Es- tábamos solos. Lima vieja y su hijo estaban ocupados en otra parte. Tor- nillo había sido enviado á Barking- ham, acompañado, como de costum- bre y por precaución, de Fuelle. Ha- ría una hora que habían salido cuan- do el Doctor me ordenó que fuese á la pieza inmediata á preparar un molde. Mientras me empleaba en es- ta operación, oí de repente voces ex- trañas en el taller principal. Mi cu- riosidad se despertó al instante. Re- tiré la tapita que cubría uno de los consabidos agujeritos en la pared y me puse á ver lo que pasaba. Al primero que distinguí fué á mi antiguo eni'migo Tornillo con su rostro de traidor más pálido que de costumbre; luego, dos hombres com- pletamente extraños para mi, de as- pecto decente, á quienes j)arecía ha- ber traído al taller, y junto á ellos á Lima nueva que hablaba al Doctor en estos términos: — Dispénseme usted, señor, dijo mi amigo el antiguo portero de as- pecto de operario, pero antes deque estos caballeros hablen, deseo ma- nifestar, pues me parece que usted no los conoce, que si los he dejado entrar fué después de oírles dar la palabra de pase. No tengo ánimo de ofender á nadie, pero deseo que se sepa que he cumplido con mi deber. — Perfectamente, dijo el Doctor con el acento más suave. Puede us- ted ir á continuar su trabajo. Lima nueva salió de la habitación arrojando una mirada escudriñado- ra á los extraños y frunciendo el en- trecejo á Tornillo. — Permítanos usted que nos pre- sentemos nosotros mismos, dijo el de más edad. — Excúsenme ustedes un momen- tO; interrumpió el Doctor. ¿Dónde es- tá Fuelle? agregó dirigién-dose á Tor- nillo. — Está en Barkingham desempe- ñando las órdenes de usted, contes- tó Tornillo, poniéndose más pálido que de costumbre. — Encontramos, casualmente, á vuestros dos empleados, y les pedi- mos que nos encaminaran á la casa de usted, dijo el que había hal)lado. Este hombre, con una precaución que redunda en su crédito, quiso sa- ber el objeto de nuestra visita, antes de acceder á nuestra demanda. En la respuesta introdujimos la palabra de pase: ''la fortuna te guíe," lo que calmó sus temores. Entonces, á peti- ción nuestra, nos guió aquí, dejan- do á su compañero, como acaba do LA VIDA DE Ulf PBRILLÁM. 55 decir, desempeñando los encargos de usted en Barkingham. Al tiempo que se decían estas pa- labras, vi que las miradas de Torni- llo vagaban al rededor de la habita- ción expresando descontento y sor- presa. 5le había dejado allí con el Doctor antes de haber salido. ¿Se habría dado chasco al no encontrar- me á su regreso? Mientras este pensamiento me ocu- rría, el hombre que había hablado continuó sus explicaciones. — Hemos venido, dijo, en calidad de agentes para arreglar ciertos ne- gocios privados en nombre del se- ñor Manassés en Londres, con quien creemos está usted en relaciones co- merciales. — Sí, señor, dijo el Doctor con una sonrisa. — Que le debe á usted una cierta suma, y nos ha comisionado para que arreglemos esa cuentecita. — Perfectamente, respondió el Doctor restregándose las manos, con aire de complacencia. Mi buen amigo Manassés no quiere fiarse del correo. Me alegro de conocer á us- tedes, caballeros. ¿Han traído uste- des algunos apuntes acerca de la cuenta? — Sí, pero creemos qtie hay una pequeña inexactitud. Tendría usted algún inconveniente en dejarnos ver su libro mayor? — Ninguno, absolutamente^ dijo el Doctor. Y luego, dirigiéndose á Tornillo, le ordenó que fuera á su estudio pri- vado y le trajera un libro con pasta de pergamino que encontraría en el sitio que le indicó. Al obedecerle Tornillo, noté que éste cambió una mirada de inteli- gencia con los dos extraños, lo que empezó á darme cierta inquietud. Creo que el Doctor notó también la mirada; pero conservó, como de cos- tumbre, toda la serenidad de su sem- blante, ni aun inmutarse siqiuera. — ¡Cuánto tarda ese mozol excla- mó alegremente. Tal vez será me- jor que yo mismo vaya á buscar el libro. Los dos hombres extraños hablan ido acortando gradualmente la dis- tancia que los separaba del Doctor desde que Tornillo salió de la habi- tación. Apenas había pronunciado las últimas palabras, cuando los dos díísconocidos se arrojaron sobre el Doctor, asiéndole cada uno de un brazo. — ¡Alto ahí, amigo mío! exclamó el que había llevado la palabra. No hay necesidad de salir. Somos agentes de policía, y lo apresamos á usted por monedero falso. — No hay duda alguna, contestó el Doctor con la más sublime sangre fría. No hay necesidad de que me tengan ustedes asido del brazo. No soy tan loco que pretenda resistir cuando no hay otro remedio. — Antes que todo lo registraremos á usted, y después veremos lo que se hace. El Doctor se sometió tranquila- mente al registro. No habiendo ha- llado arma de ninguna especie en sus bolsillos, le permitieron que se sentara en la silla más inmediata. — Supongo que Tornillo.... dijo el Doctor con una mirada interro- gativa á los empleados depolicíflf. . — Exactamente, respondió el prin- cipal de los agentes. Hemos estado en correspondencia secreta con él hace algunas semanas. El hombre que le acompañaba está ya á la som- bra; y en cuanto á Tornillo, no es- pere usted que vuelva con el libro mayor. Tan pronto como vea que el resto de la banda está en casa, irá á buscar un par de compañeros nues- tros Due están afuera aguardando nuestras órdenes. Sólo necesitamos á un anciano y á un joven, y á un. tercero, que es un caballero de na- 56 BIBLIOTKCA DB «BIL MUNDO.» cimiento, para dejar la casa limpia. Una vez que hayáis caído todos, síí- rá la mejor presa verificada desde que estamos en el servicio. Lo que el Doctor contestó á esto no lo sé, porque precisamente cuan- do el agente de policía había acaba- do de hablar, oí pasos que se acer- caban al cuarto donde yo estaba es- cuchando. ¿Me buscaba Tornillo'? Tapé al instante el agujerito y me escondí detras de la puerta. Torni- llo entró andando en la punta délos pies con el mayor sigilo. Frente á la puerta había un guar- darropa vacío. Seguramente, sospe- chando que yo me había alarmado y ocultado allí, se acercó sin hacer ruido. Le seguí también con la ma- yor cautela, y cuando sus manos se preparaban á cerrar la puerta del guardarropa, lo así por la gargan- ta. Era Tornillo hombre de pequeña estatura, y de ningún modo podía habérselas conmigo. Fácilmente le arrojé al suelo, medio sofocado, y me eché sobre él para mantenerlo quie- to. Cuando vi que su rostro se iba volviendo negro, abrí una de las ma- nos con que le apretaba la gargan- ta, le introduje en la boca el saqui- 11o de yeso que tenía al lado, se lo até fuertemente y haciendo la mis- ma operación con sus pies y manos, le dejé allí completamente inmóvil é incapaz de hacer daño alguno, mien- tras yo pensaba qué era lo que de- bía hacer para obtener mi libertad sin peligro alguno. Podía haberme escapado inmedia- tamente, pero me detuvo lo que ha- bía oído decir al polizonte respecto á los hombres dejados al acecho fue- ra de la casa. ¿Estaban esperando cerca ó lejos? Creí que sería prefe- rible ver si podía averiguar algo por medio déla conversación délos hom- bres que se hallaban con el Doctor, antes de correr el riesgo de caer en sus garras si me aventuraba á salir, j Destapé nuevamente y con la ma- yor cautela el agujerito consabido. El Doctor parecía estar aún en los términos más amistosos con sus vi- gilantes guardianes. — ¿Tienen ustedes algún inconve- niente en que toque la campanilla y pida algún refrigerio antes de que partamos para Londres? preguntó el Doctor con el mejor buen humor del mundo. Un vaso de vino y un peda- zo de pan y queso no vendrán mal, caballeros, si es que ustedes tienen tanta hambre como yo. — Si usted quiere comer y beber, ordénelo usted cuanto antes, dijo uno de los hombres con áspero acen- to. Nosotros no queremos nada. — Lo siento mucho, dijo el Doc- tor. Tengo el mejor vino de Made- ra que puede beberse en Inglaterra, — No lo dudo, respondió uno de los hombres sarcásticamente. Pero usted no nos tomará seguramente por unos mentecatos, y debe de sa- ber que algo se nos alcanza en ma- teria de vinos praparados para ca- sos especiales. — ¡ Vaya! exclamo el Doctor ¡va ya! ¿Cómo pueden ustedes ima- ginar semejante traición de parte mía que, después de todo, á nada conduciría? Se dirigió á una esquina de la ha- bitación y tocó un botón incrustado en la pared, botón que yo no había visto antes. Sonó inmediatamente una campanilla cuyo retintín me pareció nuevo á mis oídos. Luego, descorriendo algo en la pared, apli- có la boca al agujero de un tubo que también era para mí del todo nuevo, y dijo: —¡Rubén ! Era la primera vez que yo oía. semejante nombre en la casa. — ¿Quén es Rubén? preguntaron á la vez los, dos hombres adelantán- dose hacia al Doctor como gente que sospechaba algo. LA VIDA DB UN PERILLÁN. 57 — Sólo mi criado, contestó el Doc- tor, que de nuevo se dirig'ió al tul)o, y dijo: — Trae un poco de queso de Ro- quefort y una botella de Madera, añejo. El queso que siempre habíamos comido era de Holanda. Y en cuan- to á vinos, los que bebí en los días en que comía con el Doctor y su hi- ja, habían sido Jerez, Oporto, Bur- deos, pero no por cierto Madera añe jo. Tal vez, pensé para mis aden- tros, se g-uardaba el mejor vino pa- ra su uso personal. — Pedro, dijo uno de los agentes de policía, ten cuidado aquí de nues- tro cortés amigo, que yo le echaré el guante á Rubén cuandoTraiga el íén-Igerio. — ¿Quieren ustedes enterarse de la manera de fabricar dinero mien- tras mi sirviente arregla lo que ha de traer? dijo el Doctor. Tal vez les sirva á ustedes en la causa que supongo se me seguirá, si pueden ustedes dar testimonio de que les he proporcionado todas las facilida- des de enterarse de cuánto desean saber. Lo único que suplico es que digan ustedes que desde el princi- pio no he hecho resistencia alguna y me he sometido átodo. Esto tal vez me recomiende á la clemencia de mis jueces. Y empezó á explicar con el mis- mo tono que lo hubiera hecho un catedrático en su cátedra, el nom- bre, uso y modo de emplear algu- nas de las máquinas que «staban á la vista. Los dos agentes no pudie- ron menos de prorrumpir en una carcajada. Dirigí entonces una mi- rada á Tornillo que me quería ase- sinar con los ojos. Presentaba un aspecto tan repugnante, que volví la cabeza con disgusto. ¿Qué es lo que debía hacer? El tiempo pasa- ba y no había oído una sola pala- bra que me arrojase alguna luz acerca de los guardas que estaban fuera de la casa. ¿No seria mejor arriesgarlo todo y salir de una vez por el fondo del edilicio? Cuando me había resuelto á ju- gar el todo por el todo, oí á los agentes de policía interrumpir al Doctor en su cientíñca conferencia. — Vuestro refrigerio tarda mucho, dijo uno de los hombres. — Rubén es algo lento, respondió el Doctor, y el Madera está en lugar remoto de la bodega. Me permiten ustedes que toque de nuevo la cam- panilla? — ¡Al diablo con la campanilla y el refrigerio! exclamó impaciente el de más edad. No comprendo cómo es que nuestros hombres no están ya aquí. Si tú fueras }' los llamaras con un pitazo, Pedro ! — No me atrevo á dejarte solo, re- plicó Pedro. Este sabio caballero es un mozo muy escurridizo, y me pa- rece que ni aún dos, somos suficien- tes para vigilarle como se debe. — ¿Qué es lo que pasa? exclamó el compañero de Pedro con acento de desconfianza. El ruido de vasos, platos ó bote- llas rotas en la parte baja de la casa se había oído casi simultáneamente con las palabras del cauteloso fun- cionario. Naturalmente, no pude formarme la más remota idea de lo que significaba ese ruido, pero es lo cierto que despertó en mí tal curio- sidad, y sospecha, que me hizo irre- sistiblemente permanecer junto al agujerito de espionaje, aunque mo- mentos antes había resuelto huir de la casa. — Rubén es tan torpe como lento, dijo el Doctor. ¡De seguro que ha dejado caer la bandeja ! Sí ¡ ha de- jado caer la bandeja! — Bajemos con nuestro sabio ami- go, llevándole de brazo, dijo Pedro. No estaré tranquilo hasta que no le tengamos fuera de esta casa. 58 BIBLIOTECA DM «líJL MUNüO.» — Y yo hasta que no le haya pues- to esposas antes de que sal«^ámos de esta habitación, replicó el otro. — Me parece una conducta muy ruda, después de haber visto como me he comportado con ustedes, ob- servó el Doctor. ¿Podré al menos tomar mi sombrero mientras tengo las manos libres? Cuelga de aque- lla percha que ven ustedes. Y míen- tras hablaba se adelantó hacia el medio de la habitación. — ¡Alto! gritó Pedro. Yo se lo trairé á usted, y antes de dárselo veremos si oculta algo. El Doctor permaneció inmóvil co- mo un soldado á la voz de "¡alto!" Y yo buscaré las esposas, dijo el otro registrando los bolsillos de su levita. El Doctor inclinó la cabeza en se- ñal de asentimiento. — Tengan us<:edes la bondad de darme mi sombrero y estaré listo para todo, dijo el Doctor qu«^ se detuvo un momento, y luego repitió en voz más alta: «Listo,» y desapa- reció instantáneamente al través del piso, como por arte de tramoya. Vi á los dos funcionarios correr precipitadamente de ambas extre- midades de la habitación á la gran abertura en el piso. La trampa en que el Doctor había estado en pie, y en la que descendió, se cerró con un golpazo en el mismo instante; y una voz amistosa exclamó desde las regiones inferiores: «¡Adiós!» Los funcionarios se dirigieron in- mediatamente á la puerta de la ha- bitación. Había sido cerrada por fuera. Mientras la sacudían furiosa- mente, se oyó el ruido que for- maban las ruedas del cabriolé del Doctor frente á la casa, y de nuevo resonó una voz amistosa que decía: «¡ Adiós!» Me detuve el tiempo necesario para ver á los chasqueados funcio-. narios quitar las barras de las ven- tanas con el objeto de dar la alar- ma. Tapé entonce¿ el agujeríto y dando una mirada á mi postrado enemigo, salí del cuarto. Al bajar las escaleras vi que es- taba abierto el estudio del Doctor. La cartera que probablemente con- tenía el único indicio del paradero de Alicia, se hallaba sobre la mesa. No había tiempo para abrirla, pues estaba cerrada con un candado, asi es que la envolví en mi delantal de trabajo, me la puse bajo el brazo y decendí á la puerta de hierro que cortaba la comunicación con el res- to de la casa. Ya estaba cerca de ella cuando vi que la abrían por fuera. Retrocedí inmediatamente para subir las escaleras, cuando una voz, cuyo acento me era fa- miliar, me gritó: «¡No huyáis!» Era Lima nueva. — ¡Todo va bien! exclamó. Mi padre j el Doctor han partido en el cabriolé, y los hombres que estaban al acecho afuera, van corriendo tras ellos. ¡Tiempo perdido ! No hay ca- ballo que alcance á la yegua del Doctor, cua>to más dos hombres á pie. ¿Qué es de Tornillo? — Atado de pies y manos por mi y con una mordaza en el cuarto de moldar. — ¡ Bien hecho ! Veo que usted tiene sus efectos bajo el brazo. Es- péreme usted dos segundí s mien- tras voy á buscar mi dinero. No ha- ga usted caso de los polizontes que están arriba. Nadie hay afuera que los pueda auxiliar, y aunque hubie- ra, la puerta de la calle está ce- rrada. Subió las escaleras. Yo podía oír los gritos de los funcionarios apri- sionados que estaban pidiendo so- corro desde las ventanas. Los hom- bres que habían dejado afuera de- berían de estar muy lejos persi- guiendo el cabriolé del Doctor; y no había muchas probabilidades de LA VIDA DE UN PBKILLAN. 59 que los aprisionados polizontes re- cibieran auxilio de alg-uno que pa- sara por allí, excepto enviar á Bar- king-ham noticia de lo ocurrido. De todos modos, se podía contar con media hora para escaparnos. — Ahora, dijo Lima nueva ya de reg'reso, salgamos por la puerta del huerto. ¿Cómo logró usted echar mano á Tornillo? continuó cuando hubimos pasado la puerta de hierro, que cerramos de nuevo. — Dígame usted primero cómo se las compuso el Doctor para hacer aquella tronera en el piso en el mo- mento oportuno? — j Qué ! ¿Vio usted funcionar la trampa? — ¡He visto todo ! — ¡Vaya ! ¿Tenía usted la menor idea de que durante todo el tiempo que estaba usted al acecho, no cesa- ban las señales de intehgencia en- tre el Doctor y nosotros? Teníamos iin juego completo de señales para caso de accidentes. Era una regla invariable que mi padre, elDoctor y yo nunca estuviésemos juntos en el taller, de modo que uno de nosotros estuviera siempre en estado de pro- ceder á hacer lo necesario, según las señales. ¿Dónde va usted? — A buscar la escalerilla del jar- dinero para saltar la cerca. Prosiga usted su narración. — La primera señal, la da una campanilla privada que significa Oí- do al tubo. La segunda, es llamar á «Rubén» que significa, ¡Peligro! Ce rrad la i^uerta. <¿Queso Roquefort,» quiere decir, Enganchen la yegua\ y «Madera viejo,» significa, Poneos junto á la trampa. Esta funciona en el cuarto cerrado en que usted nunca entró, y cuando estamos ocu- pados en la maquinaria, cometemos siempre la torpeza de que ocurra un accidente con la bandeja del refrige- rio. «Listo» es la señal para bajar la trampa, que se hace como en las tramoyas de un teatro. Bajamos la trampa con mucha rapidez, como usted habrá visto, y descendemos por la escalera de atrás. Mi padre montó en la calesa con el Doctor, yo les dejé salir y cerré inmediata- mente la puerta. Ya sabe usted cuanto es posible decir ahora. Franqueamos con facilidad el mu- ro ayudados de la escalera. Cuan- do estuvimos de la parte exterior, Lima nueva me dijo que lo más se- guro y conveniente para los dos se- ria separarnos, y que cada cual to- mara un camino distinto. Nos dimos un apretón de raanos y nos separa- mos. El se dirigió hacia Londres, y yo hacia el oeste con la preciosa carpeta del Doctor Dulcifer bajo el brazo. CAPÍUTLO XII. Durante dos horas anduve sin de- tenerme ni fijarme mucho en qué di- rección iba, con tal de que me ale- jase de Barkinghan. Según mis cálculos habría anda- do unas siete millas, cuando empe- cé á considerar que la carpeta del Doctor era una verdadera carga, y me determiné á examinar su conte- nido sin pérdida de tiempo. Dejé, pues, el camino, penetré en un cam- po y me interne en un bosque espe- so, donde hallándome perfectamen- te oculto á las miradas del mundo, abrí con gran trabajo la carpeta y empecé á inspeccionar sus papeles. Con gran sorpresa y chasco mío, vi que apenas había qv.é examinar. Hallé el material necesario para una extensa correspondencia, pero por junto, no encontré sino media docena de cartas, de las cuales cua- tro eran de negocios, y las otras dos de amigos que se referían á asun- tos y personas que nada me intere- saban. Encontré también unos cuan- tos recibos, papel de cartas de va 60 BIBLIOTICCA DK «hIL MIINHO.» rios tamaños, y algunas hojas da pa- pel secante. Nada iiiás;absolutaiueii- te liada más en esta eng'añadora car- peta en la que había cifrado toda mi esperanza de poder hallar el pa- radero de Alicia. Nada es capaz de pintar mi dolor y mi desesperación al ver destrui- dos de un ¿^olpe todos mis planes y más queridos sueños. Si en aquel instante hubiesen llegado allí los agentes de policía, creo que los ha- bría dejado apresarme sin hacer el más mínimmo esfuerzo para esca- parme de sus garras. Pero ni un al- ma se veía en aquellos contornos. Me parece que permanecí sentado al pie del árbol más de una hora con los papeles inútiles del Doctor en- tre las manoS;, entregado profunda- mente á mis amargos pensamientos, y sin saber qué hacer. .Al cabo de ese tiempo la inquie- tud y movilidad natural de mi espí- ritu, empezaron á manifestarse. Levante la cabeza, y me dije que ese no era por cierto el modo de en- contrar á Alicia ni conseguir mi se- guridad personal, y cobrando ánimo y fuerzas me puse de nuevo en mar- cha; pero antes me pareció conve- niente destruir los recibos y las car- tas, por temor de que pudieran ser- vir para dar con mi paradero si los encontraban allí. Dejé la carpeta entre las hierbas espesas, pues no tenía nombre ni inicial alguna que indicara su dueño; el papel de car- tas y las plumas los guardé .en el bolsillo; en previsión de nso futuro. El papel secante fué la última cosa •de que dispuse. Eran dos pedazos, muy limpios, excepto en un lugar en que se veía la impresión dejada por unas cuantas líneas al tiempo de secarlas. Iba á guardarlos en mi bol- sillo junto con las plumas y el pa- pel de cartas, cuando algo me llamó la atención. Cuatro líneas borradas se veían, cada una de dos ó tres palabrar, so- bresaliendo cada linea á la de arri- ba de izquierda á derecha. ¿Habría^ estado el Doctor escribiendo verso» y los habría secado de prisa y ca rreraV Esto es lo que á primera vis- ta parecía. Después de varias ten- tativas para descifrar aquella espe- cie de geroglíficos, y de mirarlos de- uno y otro lado, pude al ñn sacar en- limpio lo siguiente: Señorita Giles, Plaza Zión 2, Crick írelly, Gales del Norte^ Difícil era poderse formar una opinión acerca de la escritura; pero el carácter de algunas de las letras se me pareció al de las del Doctor Dulcifer, á pesar de estar medio bo- rradas en el papel secante. Pero su- poniendo que hubiera acertado en mis cálculos ¿quién era esa Señori- ta Giles, de quien nunca había oído hablar ? Este era el problema que debía de resolver. ¿Era tal vez alguna amiga del Doctor residente en el País de Gales? Probablemente. Pero ¿por- qué no sería la propia Alicia bajo un nombre supuesto? Me detuve en esta idea, y me dije:^ puesto que su padre la ha hecho sa- lir de su casa para alejarla de mi la- do, lo que parecía más lógico era que hubiese tomado todas las pre- cauciones posibles para impedir que yo diese con su paradero, y por lo- tanto, como primera y más pruden- te medida, la prohibición de que viajara con su verdadero nombre. Cierto es que Crickgelly, en el Norte de Gales, era un lugar muy remoto para desterrarla; pei'O el Doctor Dulcifer no era homljre que se paraba en pelillos ni hacía las cosas á medias: sa'^ía hasta dónde llegaban mi astucia y mi resolución, una vez que me proponía ejecutar algo; V habría dado muestras de: LA VIDA DB UN PERILLÁN. 61 una candifloz, que. no tenia, si hu- biese ocultado á su hija en un lugar cualquiera á una distancia razona- ble de Barkinghan. En fin, y esto era de la mayor im- portancia; el nombre de la señorita Giles me olia á la legua á nombre supuesto. Y aunque hubiera existi- do una persona con ese apellido, no sé por qué razón me resistía enton- ces á admitir la posibilidad de la existencia de senu^jante mui(>r. Antes de guardar en el bolsillo el precioso pedazo de papel secan t(% había resuelto para mis adentros que mi primer deber era dirigir mis pasos inmediatamente á Crickgelly. No estaba seguro de nada, ni siquie- ra de la identificación de la escritu- ra del Doctor en la impresión deja- da en el papel secante; pero de lo que sí estaba cierto, y muy cierto, era que tenia que alejarme de Bar- kinghan cuanto mcás me fuera posi ble. Por lo demás, poco meimportaba el lugar á donde fuera; y careciendo de toda certeza acerca del punto en que residía mi adorada Alicia, ha- llaba una especie de consuelo y has- ta algo de alentador en seguir los dictados de mi imaginación Cuando me encontré de nuevo en el camino real era ya otro hombre: había desaparecido toda aquella in- decisión y abatimieto que dejaron en mi espíritu la idea de que hal)ía perdido á Alicia para siempre. Des- pués de caminar algunas horas di- visé á lo lejos el humo y las chime- neas de una gran población fabril. Allí podría encontrar una diligen- cia que me llevase á Crickgelly, sin tener que hacer á pie la larga dis- tancia que de ese lugar rae sepa- raba. ^ Al acercarme á la población fa- bril y al notar las miradas de los que pasaban junto á mí, caí en la cuenta de alg-o que hasta entonces había desatendido, ó mejor dicho, I olvidado por completo; esto es, la necesidad de cambiar radicalmente mi apariencia exterior. No tenía que temer r los agentes de policía, porque ninguno me ha- bía visto; pero me asaltó la idea de que podía tropezar de manos á bo- ca con mi antiguo enemigo el hon- rado Tornillo, de quien seguramen- te harían uso los funcionarios de marras, con objeto de identificar á los compañeros h quienes había he- cho traición. Tenía, además, sobra- dos motivos para creer que los au- xiliaría en apresarme con preferen- cia á todos los demás, sin exceptuar al Doctor. Mi traje era de un dandi/ ó pisa- verde, algo averiado, para decir la verdad, pero de colores alegres y corte horrible. No lo había cambia- do por el traje de un artesano du- rante mi permanencia en el labora- torio del Doctor, poroue nunca tuve la intención de quedarme allí un minuto, si me era dado efectuar mi fuga. El delantal en que había en- vuelto la carpeta consabida, era lo único que participaba del honora- ble uniforme de un obrero. ¿Sería conveniente agregar al delantal otros artículos que me die- sen más el aspecto de un honrado artesano? No: mis manos eran de- masiado blancas y demasiado bien cuidadas; mis modales eran en ex- tremo corteses y escogidos para disfrazarme de artesano. Lo más se- guro era afeitarme las patillas, re- cortarme el pelo, comprar otra cla- se de sombrero, un paraguas y ves- tir un traje completamente negro. En la primera tienda que encon- tré, compré una male a y un traje negro que me daba la apariencia de un ministro protestante. En la pri- mera barbería con que tropecé, lao recorté el pelo é hice desaparecer mis patillas. Hecho esto, me dirigí de nuevo al campo, hasta que en-' 62 BIBLIOTBOA DB «EL MUNDO. > contré un lugcar bastante protegido y oculto donde mudé mi vestimen- ta, saliendo con aire modesto, tran- quilo, reverendo, con el paraguas de algodón bajo el brazo, las mira- das ñjas en el suelo y el sombrero hasta los ojos. Cuando vi á dos la- bradores que, al pasar junto a mi, se llevaron respetuosamente la ma- no al sombrero, comprendí que no había que temer mucho y que hasta podía clesañar los vindicativos ojos del mismo Tornillo. No tenia la más leve idea del lu- gar en que me encontraba cuando llegué á la Posada del Toro Verde, que fué la primera que se me pre- sentó á la vista. Allí, no sin cierto aire de modestia, pregunté si po- drían informarme de la hora en que saldría la próxima diligencia para Gales. La respuesta que recibí no fué muy alentadora. La diligencia había partiio hacía una hora y no saldría otra hasta la mañana sigui ente, lo que me obli- gaba á pernoctar en la Posada del Toro Verde. Tomé con debida an- telación un puesto en la diligencia, bajo el nombre del Reverendo Juan Peter. Después de ordenar se me guar- dara un cuarto en la posada, y de despachar una comida frugal que consistió en pescado, dos costillas de carnero, papas fritas, postres y media botella de vino ordinario, sa- lí á dar una vuelta por la pobla- ción. Como ni siquiera sabía el nom- bre de ésta y como no quería des- pertar sospechas, ó por lo menos sorpresa, haciendo una pregunta de tal naturaleza, me decidí á mezclar- me entre la gente del pueblo y sa- car el mejor partido que pudiese de mi rara posición. Heme aquí, me dije, en el corazón de Inglaterra, tan ignorante en ma- terias de localidades como si estu- viese en el centro del Africa. Mi fantasía se puso á inventar un nom- bre para aquella población en que entonces me hallnba, á formar una especie de estadística del núm(íro de habitantes que tenía, sus anti- güedades é historia, mientras reco- rría sus calles y me detenia á mirar las vidrieras de los establecimien- tos y examinaba atentamente el mercado y la casa consistorial. Al regresar á mi posada, vi en la mesa del salón de recibo todos los periódicos de Londres. El que más amano estaba, era el "Morning Post." Lo tomé; me senté cómodamente en un 'ugar retirado y me puse á pa- sar la vista por la sección de anun- cios de la primera página, sin saber por qué, cuando con gran sorpresa leí las siguientes líneas al principio de una columna: "Si Fr-nc-s T-r-n-r quiere po- nerse en comunicación con sus des- consolados y alarmados parientes, la Sra. y el Sr. B-tt-rb-ry, se en- terará de algo que le conviene, y puede tener la seguridad de que se- rá perdonado una vez más. Ar-b- LA le ruega que le escriba." — ¿Qué quiere decir este misterio- so anuncio"? fué lo primero que se me ocurrió después de leerlo. Ha arrendado Lady Mortimer otro nue- vo plazo de vida, chasqueando á la Señora Muerte que ha estado lla- mando inútilmente á su puerta va- rias veces durante estos iil timos años? Nada más probable. ¿O han llegado á sospechar mis relaciones con el Doctor Dulcifer? Me parece improbable. Una cosa, sin embargo, estaba fuera de duda; me echaban de menos, y los Batterbury experi- mentaban, como era natural, ansie- dad acerca de mi paradero, ansiedad tal, que les hacía insertar un anun- cio en los periódicos. Discutí conmigo mismo si debía LA VIDA DE UN PERILLÁN 63 ó no contestar esta patética t^iiplica. Tenía en mis bolsillos todo el dine- ro que habia ganado en el último tiempo, pues nunca me desprendí de él durante mi permanencia en la casa de los ladrillos rojos, y la su- ma era sobrada para las necesida- des del momento: por consiguiente, pensé que lo mejor sería dejar en su alarma y desconsuelo á mis an- siosos parientes un poco de tiempo más, y continuar tranquilamente la lectura del "Morning Post." Después de leer aquí y allí, tro- pecó con algo que me dio la expli- cación deseada del anuncio. Era un suelto titulado: "Alarmante enfermedad db Lady Mortimer. — Tenemos el sen- timiento de anunciar que tsta ve- nerable señora fué atacada de una alarmante enfermedad el sábado último en su residencia campestre. El ataque tuvo todo el carácter de un paroxismo, aunque no se nos ha podido informar su naturaleza exac- ta. El médico de cabecera de su se- ñoría, que es además su hijo políti- co, el Doctor Turner, fué enviado p» buscar inmediatamente, y pronosti- có los más funestos resultados. Hu- bo consulta médica, y se hizo venir á los parientes más cercanos de la distinguida enferma, la Sra. Tur- ner, la Sra. Batterbury, su esposo, el Sr. Batterbury. Cuando llegaron á la morada de la Sra. Mortimer, la condición de esta dama era muy critica y su respiración altamente estertosa. Si no estamos mal infor- mados, el Doctor Turner y los otros médicos presentes declararon, que si el pulso de la venerable enferma no experimentaba un cambio favo- rable en el transcurso de un cuarto de hora, h:>bía que esperar un fu- nesto desenlace. Durante catorce minutos, como se informó á nuestro reporter, no hubo cambio alguno; pero por extraño que parezca, in- mediatamente después, el pulso de la distinguida señora se reanimó de súbito de la manera más extraordi- naria. Se la vio abrir los ojos y se oyó preguntar, con sorpresa y con- tento de cuantos rodeaban su lecho, ¿por qué su almuerzo habitual de caldo de gallina con una copa de Jerez Amontillado, no estaba en la mesa como de costumbre? Habién- dose traído este refrigerio, median- te el beneplácito de los señores mé- dicos, la anciana paciente lo despa- chó con todas las apariencias del mejor apetito. Desde aquella feliz alteración en un sentido favorable, la salud de Lady Mortimer ha me- jorado rápidamente, y la respuesta que ahora se dá á las amistosas preguntas que se hacen sol)re el particular es, para usar la humorís- tica fraseología de la venerable se- ñora: "Mucho mejor de lo que po- día esperarse." ¡Bien hecho, mi excelente abue- la, mi firme, infatigable é inmortal amiga! Jamás podré decir que mi situación es desesperada mientras puedas tragar tu caldo de gallina y sorber tu Amontillado. Tan pron- to como necesite dinero escribiré á mi querido cuñado Batterbury, y le haré que suelte un pedacito de las mil libras esterlinas de marras, por las que ya ha sufrido y sacrificado tanto! Después de terminado este apos- trofe mental á mi venerada abuela, me retiré á mi habitación y me acos- té animado de las más risueñas es- peranzas. Mi buena fortuna pare- cía como que venia á saludarme de nuevo, y empecé á tener la certeza de que iba á descubrir en Crickgelli á mi adorada Alicia bajo el supues- to nombre de la señorita Giles. El día siguiente por la mañana el Reverendo Juan Peter bajó á almor- zar, tan apacible, sonrosado y risue- ño, que las sirvientas se sonrieron 64 BIBLIOTECA DK «EL MUNDO.» al verle pasar y lapatrona le saludó graciosamente al atravesare! salón. La dilig-encia lleg-ó, y el reverendo caballero subió á su asiento en la imperial. Un hombreestaba \'a allí en su puesto. Mi sorpresa no fué poca al reconocer en él al jefe de los agentes de policía que había inten- tado, con sobrada confianza en su habilidad, reducir á prisión al Doc- tor Dulcí fer. No podía haber la menor duda acerca de su identidad, y yo le ha- bría reconocido entre cien personas. Me dirigió una mirada escudriñado- ra cuando me senté á su lado, y lue- go se puso á mirar el camino. Co- mo me constaba que era esta la primera vez que me veía, juzgué que mi encuentro con él redundaría tal vez en beneficio mío. De todo.'^ modos se me presentaba la oportu- nidad de vigilar las acciones de uno de mis perseguidores, y ya esto era una ganancia. — ¡ Qué hermoso día! le dije con la mayor cortesía. — ¡Sí! replicó de mal humor. No me di por ofendido, pues har- tas razones tenia el funcionario re- presentante de la ley para no estar de muy buen talante, si se conside- ra que había sido burlado y ence- rrado por su propio prisionero. — ¡Muy hermoso día en verdad! repetí con el acento nirís melifluo que me fué dable emplear. El agente de policía sólo respon- dió esta vez con una especie de gruñido. Todos tenemos nuestras debilidades, y no me causó mucha impresión la rudeza del chasqueado funcionario. El pasajero que subió después de mi á la imperial de la diligencia y se sentó á mi lado, tenía el rostro de un rojo subido; era vivo y exce- sivamente hablador y familiar. Lue- go subió un joven labrador tacitur- no y reservado, hasta que al fin el niimero de pasajeros quedó com- pleto. — ¿Ha oído usted las noticias? me preguntó el hablador, dirigién- dose 'Á mí. — No sé de qué noticias habla us- ted le contesté. — Es la cosa mas tremenda que haya acontecido desde hace cin- cuenta años, dijo. Una banda de monederos falsos ha sido descubier- ta en Barkingham en una casa de- nominada la Granja. Toda la mala plata de que nos hemos visto inun- dados en estos tiempos se debe á ellos. ¡ Y decir que no han apresa- do al jefe de la banda! ¡ Se escapó, caballero, se escapó como un fan- tasma de teatro, al través de una trampa, después de dejar encerra- dos á los agentes de policía en su mismo laboratorio! Los herreros de Barkingham tuvieron que ir á des- cerrajar las puertas para hacer salir á los funcionarios del orden públi- co. Toda la casa estaba llena de puertas de hierro, escaleras ocultas^ y qué se yo cuántas cosas más. Pa- recía aquello, según dicen, un edi- ficio ocupado j)or la inquisición. ¡Y el dueño de la casa, és un hom- bre tan respetable, tan decente y tan honrado! ¡Piense usted en la desgracia de haber alquilado su ca- sa á un bribón que la ha llenado de trampas, hornillos, y puertas de hierro ! ¿Qué será de nuestra socie- dad? ¿Dónde hallaremos protec- ción, si estamos á merced de estos pillos? Los tiempos en que vivi- mos son terribles, caballero, son ver- daderamente terribles! — Dígame usted señor, ¿hay algu- na probabilidad de atrapar á éste monedero falso? le pregunté con la maj^or inocencia. — Espero que si, caballero; espe- ro que sí; en obsequio de la vindic- ta pública y de las costumbres ul- trajadas, me respondió todo agita- LA VIDA DE UN PERILLÁN. 65 do. En Barking-ham han impreso unos carteles en que se ofrece una recompensa al que lo aprese. Esta mafiana muy tciiiprano, mi amigo, el Corregidor me mostró los carteles que acababan de imprimirse y le pedí unos cuantos ejemplares para hacerlos circular. Aquí están. To- me usted algunos, caballero, y ten- ga la bondail de distribuirlos tam- bién. Como ustec) verá, además del principal bribón hay tres individuos más que atrapar, uno de ellos un pillete que pertenece á una familia respetable. ¡ Qué tiempos! !Qué tiem- pos! Tome usted tres ejemplares y sírvase usted hacerlos circular don- de puedan dar buenos resultados. Quizás el caballero que está al lado de usted querrá también algunos. ¿Quiere usted tomar tres, caba- llero? — No, no quiero, dijo de malhu- mor el agente de policía; ni siquie- ra uno, y creo que el mejor modo de atrapar á la banda de monede- ros falsos es que usted no se mezcle en ayudar á la policía en el ejerci- cio de sus funciones. Esta respuesta produjo una violen- ta contrarréplica de mi excitable veci- no, ala que no presté atención alguna, ocupado como estaba en leer el im- preso que me había dado. En él se describía la persona del Doctor con notable exactitud, y se ponía sobre aviso á las autoridades de los puertos de mar para que no se descuidasen. Lima vieja, Lima nueva y yo mismo, éramos mencio- nados, no muy honrosamente, en el segundo párrafo, tratándonos como fugitivos de poca importancia. No se decía una sola palabra en el impreso que denotase que las autoridades de Barkingham tuviesen la menor sos- pecha de la dirección tomada por nin- gano de nosotros. Esto habría sido muy alentador para mí, á no ser por la circunstancia de te- ner á mi lado á uno de los agentes de policía, lo que me indicaba que éstos tenían sus sospechas, á pesar de lo que dijera el cartel impreso por el Corregidor de Barkingham. ¿Habría dirigido el Doctor sus pasos á Crickgelly? Me estremecí interiormente al hacerme esta pre- gnnta. Es de presumir (jue él prefe- riría escribir á la señorita Giles que fuera á unírsele cuando estuviese en un lugar en que se considerase completamente seguro, más bien que impedir la libertad de sus mo- vimientos llevando consigo á su hija, antes de verse fuera del alcance del brazo de la justicia. Esto me pare- cía lo más lógico, dadas las circuns- tancias en que se encontraba el Doc- tor. Sin embargo, ahí estaba el agen- te de policía con dirección al país de Gales, y ciertamente no lo hacía á humo de paja. Me guardé los im- presos en el bolsillo y presté oído á lo que pudiera serme de a,lguna uti- lidad en la especie de disputa que sostenía mi hablador vecino con el funcionario público. Pero éste no dijo esta boca es mía. Cuanto más mi vecino trataba de disputar con. él, tanto más se obstinaba en su si- lencio. Empecé á desear con impa- ciencia que llegásemos á Shrewsbu- ry, porque allí esperaba descubrir algo más tangible acerca de los pla- nes de mi formidable compañero de viaje. La diligencia hizo una parada pa- ra que comieran los pasajeros, y al- gunos se quedaron en aquel lugar; entre otros, el vecino hablador con sus impresos. Yo bajé también y me quedé á la entrada de la posada, como si deseara examinar el edificio, pero en realidad vigilando los moAd- mientos del agente de policía. --Con gran sorpresa mía le vi acer- carse á la portezuela de la diligen- cia y hablar á uno de los pasa- 5 66 BIBLIOTECA DR «EL MUNDO.» jeros. Después de una breve con- versación, de la que no pude oir una sola palabra, el funcionario en- tró en la posada, pidió un vaso de agua con brandy y se lo llevó al que se habla quedado en la diligen- cia, que sacó la cabeza por la ven- tanilla para beber el contenido del va- so. Entrevi su rostro, y senti que las rodillas me flaqueaban. . . .¡Era Tornillo! Si, Tornillo, pálido y desencajado, y que por lo visto aún no se lial)ía restablecido d(í los efectos de la pre- sión de mis manos en su garganta, Tornill'^, servido por el agente de policía y viajando en el interior de la diligencia como enfermo. Debía de ser seguramente para ayudar á los funcionarios del orden público á identificar á algunos de los miem- bros de nuestra esparcida banda en cuya persecución andaban. No po- día tratarse del Doctor, pues el agen- te de policía podría descubrirle sin auxilio ajeno. ¿Se trataría acaso de mi persona? Empecé á reflexionar acerca de lo que sería más acertado: si confiar en niL disfraz y continuar en mi asiento en la imperial de la diligen- cia, ó abandonar inmediatamente á mis compañeros de viaje. No era fá- cil decidir qué partido era el mejor en las circunstancias en que me en- contraba, así es que me puse á pe- sar las ventajas y las desventajas de la alternativa de mi posición. ¿Debería arriesgarlo todo é ir re- sueltamente á Crickgelly, con la es- peranza de descubrir que Alicia y la señorita Giles eran una misma persona; ó debía abandonar al pun- to la iinica probabilidad de hallar á mi perdido bien, y dirigir mi aten- ción tan sólo al medio mejor de po- nerme en salvo? Esta alternativa quedó reducida á la simple pregunta de si debía pro- •ceder como un hombre que estaba realmente enamorado ó no. La con- testación no era difícil de adivinar é imité rcísueltaniente el ejemplo do mis compañeros de viaje, y fui á co- mer, determinado á continuar mi peregrinación á Crickgelly, aunque todos los corchetes de Londres me estuvieran pisando los talones. CAPITULO xm. A pesar de lo seguro que yo me creía merced al cambio de traje, ala desaparición de mis patilas y á lo recortado de mi pelo, me mantuve siempre á una respetable distancia de la ventanilla de la diligencia cuando terminó la comida en la po- sada y se llamó á los pasajeros pa- ra que ocupasen sus asientos de nuevo. Hasta entonces, gracias ala fuerte presión que mis dedos ejer- cieron en la garganta de Tornillo y le obligó á quedarse dentro de la diligencia, mi antiguo enemigo no me había visto; y si yo andaba con tiento, no había para qué temer que me viera antes de que yo llegase á mi destino. Durante el resto del viaje obser- vé la más estricta cautela, y la for- tuna secundó mis esfuerzos. Cuan- do llegamos á Shrewsbury había anochecido. Al dejar la diligencia, y protegido por las sombras de la noche, pude vigilar los movimien- tos de Tornillo y su compañero. No pararon en la posada, sino que se dirigieron á una taberna en donde mi traje de eclesiástico, me vedaba la entrada. Allí los dejé. Eegresé á la posa ^a para enterar- me de los medios de comunicación con que podía contarse. Me informaron que Crickgelly era una pequeña aldea de pescado- res y que no había vehículos que fueran allí directamente, sino dos diligencias que hacían viajes á otras dos pequeñas poblaciones situadas LA VIDA DE UN PERILLÁN 67 casi á ifí'iial distancia de aquella, y que al día si¿;uieiite pasarían por Shrewsbury. Kl sirviente agre<^ó que si yo queiia, podria ajustar un asiento en cualquiera de las dos di- li<;'encias, y que como siempre esta- ban llenas, seria convtiuiente que me diese prisa. La cosas habían llegado ya á tal punto, que no me quedaba otro re- medio, sino confiarme al azar. Si esperaba hasta el día siguiente pa- ra ver si Tornillo y el agiente de po- licía viajaban en la misma direc- ción que yo, y en caso de que lo hi- cieran, supiese qué diligencia to- maban, corría el riesgo de perder yo mi asiento y demorar mi viaje un ilía más. No había que pensar en esto. Le dije, pues, al sirviente que me ajustase un asiento en la diligencia que quisiera. A»íloliizo. Aquella noche apenas pude cerrar los ojos. Me levanté al rayar el día y me senté á la puerta de la posa- da esperando ansiosamente la lle- gada de la diligencia. Kadie sabía á ciencia cierta cuál de los dos vehículos pasaría prime- ro, y cada uno de los sirvientes de la posada á quien pregunté, me dio una respuesta de acuerdo con su preferencia personal; pues en este particular, la servidumbre y demás empleados estaban divididos en dos bandos. Al íin oí el cuerno que avisaba la llegada de los coches y á poco lle- gó uno de estos, que resultó no ser la diligencia en que había tomado yo mi asiento. Había tres vacíos; uno fué ocupado por un labrador; el otro puesto, con indescriptible disgusto y terror mío, lo tomó el funcionario de policía que ayudó á subir al débil Tornillo que se sentó á su lado. Se dirigían á Crlckgelly, no había la menor duda. Me puse á esperar mi diligencia; la impaciencia se apoderó de mi. Transcurrió media hora, un cuarto de hora más, y ya comenzaba á de- sesperarme, cuando de nuevo reso- nó el consabido cuerno, y el ve- hículo ansiado entró á escape en la población y se detuvo íí la puerta de la posada. *'¡ Qué tal, que no haya asiento para mí !" me dije allá en mis adentros. Me dirigí á la porte- zuela de la diligencia todo trémulo, y pregunté si había lugar para mí. — Hay un asiento en el interior, y si usted quiere pagar el No le dejé concluir la frase, y en un abrir y cerrar de ojos estaba yo instalado en el puesto vacío. No re- cuerdo nada del viaje, á no ser que me pareció excesivamente largo y fastidioso. Al lin llegamos á una po- blación cuyo nombre ni siquiera pregunté, y allí me dijeron que la diligencia no seguía adelante. ,*í Busqué una silla de posta, y ni aun conocían el nombre de esta da- ca de vehículos. Con increíble difi- cultad conseguí un calesín, después un hombre que lo manejara, y linal- mente, un caballo. Partimos al ga- lope. Pensaba en Tornillo y su com- pañero que se estaban acercando por diverso lado á Crickgelly, qui- zás á carrera tendida. Pensé en es- to, y hubiera dado todo el dinero que tenia en los bolsillos por dispo- ner, durante dos horas, de un buen caballo. A juzgar por el tiempo que em- pleamos en el viaje y tal vez tenien- do en cuenta mi impaciencia, m« parece que Crickgelly debía de es- tar á veinte millas de la población donde tomé el calesín. El sol se es- taba poniendo cuando oímos el ru- mor lejano de las olas del mar, y ya era casi de noche cuando entramos en la pequeña aldea de pescadores, y dejamos á nuestro infortunado caballo que descansara á la puerta de una pequeña posada. Bien lo necesitaba. 68 BIBLIOTECA OK «EL MUNDO.» La primera preo-uiita que hice al posadero, fué si dos caballeros, por supuesto, dos amig-os míos á quie- nes esperaba, habían lle<>-ado á Crickg'elly un poco antes que yo. La respuesta fué una negativa; y el peso que me quitó de encima fué para mi cuerpo y mi espíritu una especie de reposo absoluto después de las fatigas y ansiedades de mi viaje. O yo me había anticipado á los espías ó ellos no habían salido con destino á Crickgelly. De tDdos modos, era yo el primero que me encontraba en el campo de la ac- ción. Le pagué al hombre que me había traído y me informé dónde estaba la plaza de Zión. Las señas fueron de una extrema sencillez. Lo único que tenía que hacer, era seguir en toda su longitud la calle principal de Crickgelly, y en la extremidad de la misma encontraría la plaza de Zión. La aldea olía intensamente á ma- riscos, y sus habitantes tenían la curiosa costumbre de construir sus botecillos y embarcaciones en la ca- lle, éntrelos espacios libres dejados entre casa y casa. Recorrí con toda la rapidez que me fué posible la lla- mada calle principal, y entre las sombras del crepúsculo divisé cua- tro pequeñas casas de campo, fren- te á un espacio vacio que debia de ser la anhelada plaza de Zión. Con gran dificultad pude descubrir el número 2, pues reinaba ya bastan- te obscuridad. Tiré de la campani- lla, y una robusta muchacha, cuya inteligencia vi después que no ha- bía tenido igual desarrollo que el cuerpo, me abrió la puerta. — ¿Vive aqui la Srita. Giles? le pregunté. — No recibe visitas, me respondió la corpulenta doncella. Ya otra per- sona, ha tratado de verla y ha teni do que irse. Yá^^ase usted también sin verla. — ¿Otra persona? repetí. ;Otra vi- sita? ¿Y cuándo vino? — Hace más de una hora. — ¿Estaba alguien con él? — No. La señorita no recibe visi- tas. El otro se fué y haga usted lo mismo. Precisamente cuando habla repe- tido esta última frase, se abrió una puerta al fondo. Mi voz había lle- gado seguramente al oído de al- guien que estaba en aquella habi- tación. No podía ver quién fuese, pero oí el roce de un vestido de mu- jer. Mi situación se volvía desespe- rada, mis sospechas se despertaron todas en aquel instante. Determiné jugar el todo p reí todo, 3^ con acen- to suave dije: ¡Alicia! Una voz respondió: — ¡ Cielos ! ¡ Es Francis ! , Era la voz de Alicia que habla reconocido la mía. Eché á un lado á la gigantesca sirviente y en dos pasos me puse ai lado de Alicia. Alli estaba ella, sola, en aquella habitación, de pie, al lado de una mesa. Al ver mi nuevo traje y las alteraciones sufridas por mis ca- bellos y mis patillas, palidecié mor- talmente y extendió las Inanos co- mo para asirse de algo. La tomé en mis brazos, pero no me atreví á ve- sarla, pues estaba toda trémula y pronta á desmadrarse. — ¡Francis! exclamó levantando la cabeza: ¿Qué es lo que pasa? ¿Cómo habéis descubierto?. ... En nombre del cielo, ¿qué significa esto? — Significa, amor mío, que he veni- do á hacerme cargo de tí para el resto de tu vida y de la mía, si lo consientes. No tiembles: no hay mo- tivo para ello. Serénate y te diré por qué estoy aquí en este trajo tan ex- traño. Yen, ven, Alicia ! No me mi- res de esa manera. Yí que comenzaba á recobrar el color: su rostro empezó á animarse. Si ella no hubiera estado tan cerca LA VIDA DE UN PERILLÁN. 69 de mí, yo podría habormei dominado; pero en el momento a(|uel me fue com|iletamente imposible y estampé un beso en su pura y hermosa frente. Alicia dio un pa^o hacia atrás me- dio asustada y medio confusa, aun- que no parecía ofendida. Antes de que pudiera darse cuenta de lo pe- ligroso y extraño de nuestra posi- ción, le hice las primeras preguntas necesarias con gran rapidez. — ¿Dónde está la Señora Baggs? dije. La Señora Baggs era el ama de llaves. Alicia señaló las puertas corredi- zas y cerradas de su habitación. — All), dijo, durmiendo en el sofá. —¿Sospechas quién pueda ser el individuo que te vino á ver hace más de una hora? — No. La criada le dijo queyono recibía visitas, y el hombre se fué sin dejar su nombre. — ¿Tienes noticia de tu padre? Empezó á palidecer de nuevo; pe- ro se dominó y respondió con voz apenas perceptible: — La Señora Baggs recibió unas cuantas líneas de mi padre esta ma- ñana. No tenía fecha, y solamente decía que había sucedido algo que le obligaba á partir de casa inme- diatamente, y que yo debía perma- necer aquí hasta que me escribiese de nuevo, lo que sería dentro de unos pocos de días. — Pues bien, ahora, Alicia, le dije con la manera más indiferente que me fué posible: te diré que tengo la más alta opinión de tu valor, buen sentido y dominio sobre tí misma; y espero, por lo tanto, que conser- ves esa reputación para conmigo mientras oyes lo que tengo que re- ferirte. Y diciendo esto, la tomé de la ma- no y la hice sentarse á mi lado. En- tonces comencé, lo más gradual y suavemente que pude,á comunicarle todo lo que haijía ocurrido en la ca- sa de ladrillos rojos, des Je la noche en que ella, al salir del comedor, cambió conmigo aquella mirada inolvidable. Fué un esfuerzo tan grande de mí parte hablar, como de ella oír. Sufría Alicia tan violentamente, ex- perimentaba tanta vergüenza, tal agonía, tanto terror mientras yo le e>taba refiriendo los extraños acon- tecimientos ocurridos en su ausen- cia, que una ó dos veces tuve que detenerme alarmado, y casi me arre- pentí de decirle la verdad. Sin em- bargo, no me quedaba otro camino, por duro y cruel que entonces pare- ciese, y la conducta que adopte era la más acertada y segura para el porvenir de los dos. ¿Cómc podría yo esperar que Alicia depositara to- da su confianza en mí, si empezaba por engañarla, si caía en contradi- ciones y excusas al principio de la renovación de nuestro trato? Con- tinué, pues, desesperadamente mi relación hasta el fin, haciéndola lo más corta que me fué dado, y tra- tando de presentar las cosas más sombrías, bajo su aspecto menos desfavorable. Cuando terminé mi penosa narra- ción, la pobre muchacha, olvidando en la extremidad de su dolor y de su abatimiento todas las llamadas con- veniencias sociales, y toda esa falsa etiqueta que se enseña á las jóvenes de su edad, ocultó su cabeza en mi seno y prorrumpió á llorar como si fuera una niña y yo la madre de quien esperaba palabras de consue- lo y de aliento. No hice la menor tentativa para contener sus lágrimas; eran el mejor desahogo á la violenta agitación de que era presa la infeliz muchacha. No dije nada, pues en circunstancias tales, mis palabras sólo habrían ser- vido á agravar su situación. Todas 70 BIBLIOTECA «DHJ BL MUNDO. > las preguntas, todas las proposicio- nes que tenia que hacerle, era preci- so, costare lo que costare, aplazar- las para un momento más propicio. Allí permanecimos silenciosos, á la luz de una vela, oyendo yo los sollo- zos de la pobre joven, á los que se unían los ron(|uidos del ama de lla- ves en el cuarto del lado. Ninj^ún otro ruido se percibía en toda la casa. Ahora que el asunto delicado de comunicarlas malasá noticias á Ali- cia había terminado, y que mi espí- ritu se veía libre de este peso, empe- cé á experimentar suma inquietud acerca del iiidividuo que había ve- nido una hora antes que yo. No po- día haber sido el doctor Dulcifer, porque habría sido admitido. ¿Sería el empleado de policía, ó quizás mi amig-o Tornillo? Es verdad que los había perdido de vista; ¿pero les ha- bía sucedido á ellos lo mismo res- pecto de mi persona? Poco á poco se fué calmando el dolor de Alicia. Levantó débilmen- te la cabeza, y volviéndola á otro la- do la ocultó entre sus manos. Vi que aún no se encontraba en estado de hablar, y le supliqué que se retirara á su cuarto y descansara un poco. Dirigió una mirada tímida á las puer- tas (le la liabitación donde dormía el ama de llaves. — Eso corre de mi cuenta, le dije. Quiero hablar con ella unas cuantas palabras. Una vez que hayas subiao á tu cuarto, haré ruido y la desper- taré. Alicia me miró como queriéndome hacer una pregunta, pero no me pre- guntó nada. Yo tampoco dije una palabra más. No teníamos tiempo que perder, y cada segundo era pre- cioso. La conduje á la puerta y la di las buenas noches. CAPITULO XTV. Tan pronto como estuve solo, sa- qué de mis bolsillos uno de los im- presos que mi compañero de viaje, el parlanchín eterno, me había da- do, de modo que cuando llegase el momento oportuno pudiese ámi vez dárselo al ama de llaves. Armado de esta ominosa carta de introduc- ción, arrojé una silla contra la puer- ta del cuarto donde dormía mi seño- ra Baggs, con ánimo de llamar su atención. El efecto fué inm.'diato. El ama de llaves aorió la puerta vio- lentamente. Un ligero olor de aguar- diente penetró en la habitación en que yo me hallaba, y poco después apareció la respetable ama con ros- tro furibundo y cabellos en desorden. — ¿Qué quiere usted caballero? ¿Cómo se atreve usted? empe- zó la buena dueña, y se contuvo to- da sorprendida, fijando en mí sus miradas atónitas. — Me he visto obligado á hacer una ligera alteración en mi aspecto personal, señora, le dije, pero siem- pre soy el mismo Francis Turner de antes. — No me hable usted de aspecto personal, exclamó la señora Baggs volviendo en sí. ¿Qué busca usted aquí? Salga usted de esta casa in- mediatamente. Esta misma noche se lo escribiré al Doctor. — No tiene señas donde escribirle; ysi usted no me quiere creer, lea us- ted esto, dije, y le entregué el im- preso demarras sin agregar una pa- labra más. El ama de llaves dio una mirada al impreso, y perdió al instante gran parte del subido color que ha oían comunicado á su rostro el sueño j la bebida. Se sentó en la silla más cercana, y me miró fijamente y con cierta dureza. — Serénese usted, señora le dije, serénese usted. Tome las cosas con LA TIDA DE UN PERILLÁN 71 calma y tenga usted entendido que, á menos que no vea usted al doctor Dulcifer en la horca, probablemente no tendrá usted el gusto de volver á verle en mucho tiempo. El ama de llaves se retorció las manos suavenu'ute y murmuró para sus adentros algo que tal vez po- dría ser una devota inspiración. — Permitame usted que la trate, señora, como á una iiiujer de mun- do y de experiencia, continué. Si usted tiene la bondad de prestarme atención unos cuantos minutos, yo le explicaré á usted cómo han llega- do á mi conocimiento estas cosas, có- mo es que he venido, aquí, y qué es lo que tengo que proponer ala seño- rita Alicia y á usted. — Si usted es un hombre sensible, dijo el ama moviendo la cabeza y le- vantando los ojos al cielo, tendrá us- ted presente que yo tengo nervios y espero que usted no lo olvidará. Al emitir la respetable dueña las iiltimas palabras, me parece que vi que sus miradas en vez de dirigirse al cielo tomaban un rumbo mu}' te- rrestre hacia el cuarto donde había estado durmiendo. Me pareció tam- bién que sus labios estaban muy se- cos. Teniendo en cuenta estas dos su- posiciones, le dije: — ¿No cree usted, señora, que le convendría tomar un estimulante? Recuerdo haber oído con frecuencia á mi respetable al)uela, Lady Morti- mer, que ''una gota á tiempo nos ahorra ciento." — Usted encontrará la botella ba- jo la almohada del sofá, respondió la buena dueña con prontitud. «Una gota á tiempo nos ahorra ciento,» co- mo dice con mucha razón hu respe- table abuela. Usted encontrará las copas en la mesa, señor Turner. Es- pero que su señora abuela se encon- traba bien la última vez que tuvo us- ted noticias de ella. ¿Padece tam- iDién de los nervios? Lo mismo que yo, sin duda. ¡Ah! ¡qué noticias! ¡qué horribles noticias me ha dado usted! Encontré la botella del brandy en el lugar indicado, pero no había nin- guna copita de licor, y lo único que hallé fué un vaso grande que esta- ba en una silla junto al sofá. La se- ñora Baggs no pareció notar la di- ferencia cuando traje el vaso y lo llené de brandy. — Tome usted también un trago, exclamó la dueña bebiéndose de un golpe su ración. «Una gota á tiem- po,» no puedo cansarme de repetir el dicho de su respetable abuela; ¡es- tá tan delicadamente expresado! Sin embargo, á pesar de elogiar á esa distinguida dama cuanto se merece, se me ocurre la idea, señor Turner, de que si una gota á tiempo nos ahorra ciento, dos nos ahorrarán, doscientas. Aquí la señora Baggs olvidó por completo sus nervios y me guiñó los ojos. Comprendí lo que esto quería de- cir, y llené el vaso una segunda vez. — ¡ Oh! i qué noticias! ¡ qué noticias! exclamó la señora Baggs recordan- do sus nervios. Precisamente en aquellos momen- tos creí que oía pasos frente ala ca- sa; pero escuchando más atentamen- te hallé que había empezado á llo- ver. Sin embargo, la mera sospecha de que el mismo hombre que había solicitado ver á Alicia pudiera en- tonces estar vigilando la casa, me alarmó seriamente y me hizo apre- ciar la absoluta necesidad de no ocu- par más un tiempo tan precioso ha- ciendo caso de los nervios de la se- ñora Baggs. Era verdaderamente necesario que le hablase, mientras conservaba la cabeza bastante des- pejada para que pudiera compren- der lo que yo quería decirle. Convencido, como lo estaba, de que la respetable dueña corría inmi- nente peligro de embriagarse por 72 BIBLIOTECA DM «EL MUNDO.» completo si le daba otra copa, con- servé la botella en la mano y le re- laté mi historia de la manera más breve que se pudo, sin andarme con muchos rodeos ni darle por un mo- mento ocasión de que se pusiera á hacer comentarios acerca de mi re- lación, ya fuera llorando, suspiran- do, bebiendo ó por medio de excla- maciones. Como lo había previsto, cuando concluí mi historia, y tuvo ella una oportunidad de decir unas cuantas palabras, afectó la mayor sorpresa y virtuosa indignación «1 oír la na- turaleza de las ocupaciones á que se había dedicado el Doctor, y me re- prochó en términos vehementes mi condescendencia en haber tomado también parte en ellas, aunque lo hu- biera hecho por el muy excusable motivo de salvar mi vida. Confieso que esto me pareció muy divertido, pero comencé á experimentar cierta sorpresa cuando al tratar de la fuga, del Doctor, vi que la señora Bagg's consideraba su determinación de re- fugiarse á un lugar conocido de él sólo, como una ofensa personal que á ella se le había inferido. — Demuestra una falta de confian- za en mí, dijola anciana dueña, que podré perdonar, pero que no puedo olvidar. Los sacrificios que he he- cho en obsequio de ese hombre in- grato, no pueden expresarse en pa- labras. La mañana que nos envió aquí, ¿qué fué lo que yo hice? Em- paquetarlo todo y partir en el mo- mento que me lo ordenó. Tenía in- finidad de cosas que hacer; otras mu- jeres hubieran refunfuñado: yo lo hice todo más pronto y mejor que una muchacha de dieciocho años. El Doctor me dijo: quiero apartar á Ali- cia del lado del joven Turner, y te- néis que hacerlo. Yo repliqué: ¿hoy mismo? Sí, ahora mismo, sin pérdi- da de tiempo, me dijo. ¿A dónde ire- mos? le pregunté. Lo más lejos que pueda usted ir; á la costa de Gales, á Crickgelly. No estaré tranquilo si se queda en las cercanías. El joven Turner es muy listo y Alicia se inte- resa demasiado por él. ¿No me da usted otras órdenes, señor? le pre- gunté. Sí, me dijo, tome usted cual- quier nombre, Simkins, Paley, Gi- les, Black, cualquiera, excepto Dul- cifer, porque eiie tuno de Turner, revolviera cielo y tierra para encon- trarla. ¿Qué más? le pregunté. Na- da más, me contestó, sino que esté usted mu}' sobre aviso. Y tenga us- ted presente una cosa, á saber: que Alicia no reciba visitas, ni ponga cartas en el correo. La dueña hizo una pausa y pro- siguió: — Antes de que hubiera transcu- rrido una hora después que sus mal- vados labios pronunciaron estas pa- labras, ya habíamos nosotras parti- do. No fué poco trabajo hacerlo, ni impedirle que le escribiese á usted, sin decir nada lo que me costó re- tenerla en este lugar. Pero lo hice: obedecí sus órdenes como un es- clavo en un ingenio sobre cuyas es- paldas siempre está pendiente un látigo. Hepadecido reuniiatismo, pa- sado malas noches, y qué se yo cuán- tas cosas más, todo para obedecer las órdenes del Doctor. Y ¿cuál es mi recompensa? Se vuelve mone- dero falso, se fuga sin decirme una palabra, me escribe una esquela en- gañadora sin fecha ni dirección, sin enviarme un ochavo, sin decirme na- da en resumidas cuentas. Conside- re usted mi confianza y mi fe en él, y después vea usted cómo me ha tratado ! ¿Qué nervios de mujer po- drán resistir eso? Déme usted otro trago, Sr. Turner, ó yo no sé qué será de mi. — No señora, el Doctor no tiene disculpa, dije. Pero cambiemos el asunto de la conversación porque no iiay tiempo que perder. Usted. LA VIDA DE UN PERILLÁN 73 parocc que estA al corriente de la favorable opinión que tanto la se- ñorita Alicia como yo, tenemos mu- tuamente uno del otro. Yo espero que no será, pues, nueva ocasión pa- ra un ataque de nervios si yo le di- go á usted, sin más rodeos, que he venido áCrickgelly con el objeto de casarme con la Srita. Alicia. — ¡Casarse con ella, casarse con ella!. ... Si usted no deja en paz esa botella, Sr. Turner, y cambia el asun- to de su conversación, tocaré inme- diatamente la camponilla. — Óigame usted, señora, y después toque usted la campanilla cuantas veces quiera. Si usted persiste en considerarse todavía la servidora confidencial de un hombre criminal que está huN'endo de la justicia pa- ra salvar su vida, y si usted se opo- ne á que la Srita. Alicia proceda se- gún sus deseos, sepa usted que ella tiene edad suficiente para salir de esta casa cuando quiera, sin que tenga Ubted ni el poder ni la auto- ridad para impedirlo. Sin embargo, en vez de acudir A tal extremo, quie- ro preguntar á usted, ¿qué es lo que se propone usted hacer, teniendo en cuenta la carencia de recursos con que tropezará usted para dar un sólo paso? Usted no puede encon- trar á su padre para entregársela; y dado caso que usted pudiera ha- cerlo, ¿quién seria su mejor protec- tor, él, un hombre que es el princi- pal criminal ante los ojos de la jus- ticia, ó yo, que sólo he sido su cóm- plice por fuerza? Los agentes de policia le conocen personalmente; á mi no me conocen. Las autoridades han ofrecido un premio por su cap- tura mientras que por la mía no han ofrecido nada. El carece de parien- tes ó amigos respetables y de in- ñuencia: yo tengo muchos. Todas las probabilidades están á mi favor, y por lo tanto, yo soy, bajo todos conceptos, la persona más adecua- da á quien confiar á Alicia. ¿Na piensa usted lo mismo? El ama de llaves no respondió in- mediatamente. Me arrebató la bote- lla de las manos, tomó un trago, y movió la cabeza, exclamando de una manera verdaderamente lamen- table: «í¡^Iis nervios! ¡Mis pobres nervios ! ¡ Qué corazón de piedra de- be usted de tener para tratar asi á mis ner\ios!?> — Concédame usted un minuto más, le dije. Me propongo llevar á usted y á Alicia mañana por la ma- ñana á Escocia. No se queje usted. Solamente hago ese viaje con el ob- jeto de casarme, pues usted debe de saber, señora mía, que en Escocia, si un hombre y una mujer se acep- tan mutuamente como marido y mu- jer delante de un testigo, eso equi- vale á un casimiento legal; y seme- jante clase de boda es, como usted comprenderá, la única ceremonia segura para un hombre que se en- cuentra en mi situación. Si usted consiente en venir con nosotros á Escocia y servirnos de testigo en nuestro casamiento, yo le mostrare á usted mi agradecimiento, ponien- do al instante en sus manos un bi- llete de banco de cinco libras ester- linas. — Mientras decía esto, había teni- do el cuidado de quitarle la botella de la manos y me dirigí al cuarto en que estaba Alicia. Me parece que la honrada dueña intentó seguirme, porque la oí que se levantaba de la silla. No lo hizo, sin embargo. Yo tenía la seguridad de que ella nos auxiliaría, si había conservado la cabeza bastante despejada para pen- sar en lo que le había propuesto. El viaje á Escocia era largo y fastidio- so, y quizás arriegado; pero no rae quedaba otra alternativa que esco- ger. En los tiempos en que pasa esta verídica historia no había en Ingla- 74 BIBLIOTECA DM «EL MUNDO.» terra las facilidades que ahora exis- ten para contraer matrimonio sin tantos requisitos é inconvenientes como entonces. Las molestias y los gastos que ocasionaba llevar en nuestra compañía á la Sra. Bagg-s, los consideraba deindispensable ne- cesidad, únicamente por considera- ción á Alicia, sobre todo en las cir- cunstancias en que se encontraba después de lo acontecido á su pa- dre. Eso mismo hacia que yo tuvie- se para con ella mayores miramien- tos y un mayor grado de delicadeza. El ama de llaves, á decir verdad, no tenía toda aquella templanza en el beber ni las costumbres irreprocha- bles que debe poseer una persona á quien se confía el cuidado de una señorita; pero de todos modos era una compañera de suma utilidad en la situación en que Alicia y yo nos encontrábamos. En la puerta de la habitación de Alicia vi que mi reloj marcaba las nueve de la noche. ¡Las nueve, y nada se habia hecho aún para faci- litar nuestra fuga de Crickgelly á Escocia la mañana siguiente! To- qué ligeramente la puerta, y el so- nido de la voz de Alicia, al decirme que entrara^, era ya más firme jotran- quilo. Me senté en el sofá á su lado y me pareció más confusa que asus- tada y admirada cuando le repeti los principales puntos de la conver- sación que acababa detener con su ama de llaves. — Ahora, hija mia, le dije termi- nando, yo no tengo la menor duda que la Sra. Baggs accederá á mis proposiciones. Lo único que falta es que me des la respuesta que he estado esperando desde el último día que nos vimos á orillas del río. Entonces ignoraba la causa de tu silencio y de tus lágrimas. La co- nozco ahora, y después de conocer- la te amo más que antes. Ocultó de nuevo la cabeza en mi seno y murmuró unas cuantas pa- labras, pero en voz tan baja que apenas pude percibirlas. — ¿Sal)ias entonces acerca de tu padre más de lo que yo sabía? le pre- gunté con voz casi imperceptible. — Menos de lo que me has dicho ahora, respondió con prontitud sin levantar la cabeza. — ¿Sabías sin embargo lo bastan- te para convencerte de que estaba violando las leyes, y para hacer que, como hija suya, retrocedieses ante la idea de decirme «.s*/,» cuando es- tábamos á orillas del río? No me respondió. Uno de sus bra- zos, que descansaba en mis hom- bros, lo pasó al rededor de mi cue- llo y lo estrechó suavemente. Desde aquel día continué, tu pa- dre me ha comprometido. Estoy co- rriendo algún peligro, no mucho, en lo que toca á la ley. Todas mis es- peranzas son muy dudosas; y no tengo razón ninguna para pedirte que las compartas, excepto que mi presente infortunio se debe á haber querido descubrir el obstáculo que nos separaba. Si hay en el mundo quien te ofrezca una protección me- nos dudosa qutí la mía, íiada tengo entonces que decir, y saldré de esta casa. Pero si no tienes otra protec- ción, no creo que sea egoísmo de parte mía pedirte que unas tu suer- te á mi suerte. Creo que si procedo con prudencia, no tendré niucha di- ficultad en escapar á mis persegui- dores y encontrar un hogar seguro en otro país donde empiece de nue- vo la carrera de mi vida con mayor vigor y fe más robusta. ¿Qué me respT)ndes, Alicia? Tal vez he dicho demasiado, y en mi actual situación no tengo el derecho de hablarte co- mo te hablo. Su otra brazo me rodeó el cuello, apoyó su mejilla contra mi mejilla y dijo á media a^oz: -—Sé bueno conmigo, Francis. Tú LA VIDA DE UN PERILLÁN 75 ■eres la única persona que me ama en el mundo. St'utí sus lágrimas correr por mi rostro; mis ojos también se humede- cieron cuando traté de responderle. Quedamos sentados unos cuantos mintos en completo silencio, sin mo- vernos, sin que otro pensamiento que el de la hora presente viniese á interrupir lo que Henaba nuestras almas. El silbido del viento y el rui- do de la lluvia que daba contra las ventanas me trajeron á la realidad de nuestra situación. Me levanté di', mi asiento y en una cuantas palabras le dije á Ali- cia lo que me proponía hacer al día siguiente, y fijé la hora á que vendria á buscarla. Cuando ag-regué que la Sra. Baggs nos acompaña- ría hasta Escocia, el rostro de Ali- cia reveló cierta satisfacción invo- luntaria que comprendí perfecta- mente, y me alegré entonces de la idea de haber pedido á la buena ama de llaves que nos acompañara. La otra di^ cuitad que se presen- taba era respecto á su padre. Este nunca habia demostrado mucho ca- riño hacia su hija; y á la sazón, has- ta donde nos era dado presumir, se había separado de ella para siem- pre. Sin embargo, la conciencia instintiva de la posición en que ella se encontraba, la hacía vacilar has- ta el último momento cuando se ha- blaba de su padre y pensaba en la naturaleza sería de la palabra de casamiento que nos habíamos dado. Logré al ñu calmar sus escrúpulos, prometiéndole que dejaríamos en Crickgelly las señas del lugar adon- de deberían enviar cualquier carta de su padre, caso de que llegase al- guna. Cuando vi que esta esperan- za de poder comunicarse con su pa- dre, si éste le escribía ó deseaba verla, la había tranquilizado un tan- to, me despedí de ella. Era de la mayor importancia vol- ver á la posada y hacer los arregles necesarios para nuestra partida la mañana siguiente, antes ile que la gente aquella, de costumbres casi primitivas, se hubiese retirado á dormir. Cuando pasé frente á la habita- ción donde dejé á la honrada due- ña, oí su voz que murmuraba: <í bo- tella,» « audacia » y «nervios.» Le dije, «Adiós, hasta mañana;» y me respondió con una especie (le gruñi- do. Abrí después la puerta de la ca- lle y me dirigí á la posada en medio de las tinieblas de la lluvia. Tal vez sería el ruido del agua que caía de los techos de las casas junto á las cuales pasaba, ó la alar- ma de mi temerosa fantasía, pero me pareció que alguien me seguía á mi regreso á la posada. Dos ó tres veces volví la cabeza de repente; pero la noche era tan obscura, que si me hubiesen perseguido veinte hombres, no los habría visto. Prose- guí, pues, mi camino. Cuando llegué á la posada aim estaba todo el mundo en pie. Envié á llamar al posadero para consultar con é' acerca de los medios de trans- portación con que se podía contar. Tal vez fueron de nuevo los temo- res y sospechas de mi fantasía, pero me pareció que sus maneras habían cambiado, como si en parte me te- miera, y en parte desconfiase de mi, sobre todo, cuando le pregunté si durante mi ausencia bahía habido noticia alguna de los dos caballeros de quienes me había imformado al llegar á su puerta aquella noche. Me dijo que no, dirigiendo las miradas á otro lado mientras me hablaba. Creyendo prudente no dejarle com- prender que había notado un cam- bio en él, le pregunto acerca de los medios de transporte y me dijo que podía alquilar un carricoche li- gero en el cual tenía costumbre de ir al mercado á la población vecina. 76 BIBLIOTECA DE «EL MUNDO.» Fijé l raiitíns de seguridad, ora mantoncr- li', en la ignorancia (Icl obji'tü ver- dadero de mi viaje y de este modo demorar que se me descubriese y me hiciera su prisionero. Asi, pues, determiné hacer que se supií'ra que el punto objetivo de mi viaje era Eilimiiurgo. Tal fué lo que resolví^ tras largo meditar. Dar una idea del estado de per- turbacióu en que se encontraban mis facultades intelectuales cuando adopté este plan, es algo que raya en lo imposible. Lo único en que no vacilaba era en mi resolución irre- vocable de casarme con Alicia, tan pronto como se presentase la opor- tuni'iad; es decir, en la primera po- sada en que parásemos una vez atravesada la frontera de Escocia. Formaba parte de mi plan, alquilar una silla ile posta; hacer que entra- ran en ella Alicia y el ama de llaves, sentarme yo atrás de la silla y fiar- me de nd audacia y mi ingenio pa- ra chasquear al agente de policía. Ahora que escribo estos recuerdos de mi juventud, después de tantos años, se me presenta ese plan como lo más descabellado y absurdo que pueda imaginarse; pero en el esta- do en que se encontraoa en aquella época mi cerebro, me parecía de fa- cilísima realización y no abrigaba la menor duda acerca de sus resul- tados. Al llegar á la población en que la diligencia cesaba su viaje, nos vi- mos obligados á alquilar un carruaje que nos condujera una corta distan- cía hasta el lugar donde nos espe- raba otra diligencia en que debería- mos continuar nuestro camino. De nuevo me senté dentro con mis com- pañeras, y de nuevo en la primer parada que hicimos vi sentado en el tope del vehículo á mi agente de policía disfrazado de campesino, con un parche verde en el ojo iz- quierdo. En todos los vehículos en qu(; entramos durante nuestra jor- nada hacia Escocia, siempre le vi acompañándonos. Nunca intentó ha- blarme, nunca pareció que se había fijado en mi, pero nunca tampoco nuí perdió de ^■ista. Seguimos nuestro camino que me parecía interminable; siempre con la terrible espada de la justicia pen- diente sobre mi cabeza. Mi rostro inquieto, mis manos febriles, mis maneras confusas, mi enexplicable impaciencia, todo contradecía las excusas con que trataba continua- mente de calmar los crecientes te- mores de Alicia y las sosjjechas del ama de llaves. — ¡ Oh, Francis, Francis, algo ha acontecido. Dínielo por vida tuya! — Sr. Turner, yo puedo ver más lejos de lo que muchas personas imaginan. Usted esta siguiendo el mal ejemplo del Doctor en su falta de comfíanza en mí. Estas eran las palabras que Alicia y su ama de llaves no cesaban de repetirme. Atravesamos al fin la frontera de Escocia, y aún era un hombre libre. Llegamos á una población pequeña y paramos en una posada de mala muerte. — ¿Estamos en Escocia? pregunté á la sirvienta que nos recibió. — Sí, señor, replicó. ¿Qué desea usted? — Un cuarto, algo que comer cuan- to antes, y después una silla de pos- ta que nos lleve al punto más cerca donde haya diligencias para Edim- burgo. Dando estas órdenes á la carrera, me dirigí con mis compa- ñeras de viaje á la habitación que nos habían destinado. Cerré la la puerta con llave y tomando á Ali- cia por la mano, le dije al ama de llaves: — Ahora, Sra. Baggs, sea usted testigo. ... LA VIDA DE UN PERILLÁN. 79 — ¡C(^mo! Supong-o que usted no se va á casar aqui, ahora mismo! ex- clamó el ama de llaves llena de iii- di¿;'iiaciüii. ¡Qué sea testig'ol ¡Vaya una idea! No seré testigo hasta que no me haya quitado la gorra de viaje y arreglado los cabellos! —La ceremonia no durará un mi- nuto, le respondí, y tan pronto co- mo termine, le daré á usted el bille- te de cinco libras esterlinas y abri- ré la puerta del cuarto. Sea usted testigo, continué pronunciando las palabras sacramentales, «de que to- mo á esta mujer, Alicia Dulcifer, por log- i tima y legal esposa mía.» — Kn buena y mala salud ó en buena y mala fortuna, agregó la se- ñora Baggs, que al papel de testigo quiso unir el de oficiante. — Mi querida Alicia, dije inte- rrumpiendo á mi vez al ama de lla- ves, repite mis palabras. Di: «Yo to- me^ á este hombre, Francis Turner, por mi legitimo y legal esposo.» Alicia repitió mis palabras con rostro en extremo pálido, y con las manos trémulas y frías entre las mías. :r - •' — Para bien, ó paramal, continuó la indomable Sra. Baggs. Temo que habrá muy poco de lo primero y Dios sabe cuánto de lo segundo, agrego por via de comentario. Interrumpí de nuevo á nuestro testigo, le puse el billete de ban- co de cinco libras esterlinas en la mano y abrí la puerta. «Ahora, le dije, puede usted ir á su cuarto, quitarse la gorra de viaje y arre- glarse los cabellos cuanto quiera.» La Sra. Bagr.'s alzó los ojos y ma- nos al cielo exclamando: «j Qué ver- güenza !> y salió furiosa de la habi- tación. Tal fué ni más ni menos mi casa- miento escocés con Alicia; una ce- remonia tan legal que consagraba nuestra unión con tanta fuerza y de una manera indisoluble como si se hubiese celebrado en la primer igle- sia de Inglaterra delante de un mi- llar de testigos. Tal era la ley que regía en Escocia. Pasó una hora y no había podido aún resolverme á comunicar á Ali- cia mi verdadera situación. La en- trada de la sirvienta que vino á po- ner la mesa, seguida de la Sra. Baggs que siempre estaba presen- te cuando se trataba de comer ó de beber, me fueron de gran auxilio. Resolví salir unos momentos para reconocer el terreno, y ver qué espe- ranzas había de huirme ú ocultar- me en la posada. No me quedaba duda de que el agente de policía se encontraba al acecho por ahi; pero, como era natural, habría oído ó se habría informado de las órdenes que di respecto al vehículo que me llevase á Edimburgo, y en este caso no estaba ahora en más peligro de que se me declarase quién era y me redujera á prisión antes de mi llegada á Escocia. —Voy á ver en que estado se en- cuentra el asunto de la silla de pos- ta, le dije á Alicia, Ella me dirigió una mirada llena de ansiedal y te- mor. ¿Pudo acaso leer en mi rostro el objt'to verdadero que me hacía salir? De todos modos dejé el cuar- to precipitadamente para no darle ti.nnpo á que me hiciera pregunta alguna. La posada se encontraba en el centro de la calle principal de la po- blación. Lo que era por el frente no había esperanza de podernos es- capar. No vi por allí al agente de policía ni señal alguna que me lo indicase. Me dirigí, pues, á inspec- cionar el fondo de la posada, al tra- vés de la cual se distinguían algu- nas casuchas campestres y luego un marjal abundante en brezos. Todo ello muy bueno para escaparse, pe- ro de ningún valor para escon- derse. 80 BIBLIOTECA DE «EL MUNDO.» Volví desconsolado á la posada, y me dirigía á mi cuarto, cundo derrepcntc oí pisadas detrás de mí; vuelvo la cabeza, y veo al agente- policía, vestido en su traje ordina- rio, que acompañado de dos hom- bres más me cerraban el paso. — Siento mucho impedir que pro- siga usted su viaje á Edimburgo, Sr. Turner; pero hace usted falta en Barkingham, me dijo el polizonte. He descubierto el objeto de ese via- je, y lo reduzco á usted á prisión como miembro de la cofradía de monederos falsos. Tome usted las cosas con calma, caballero; tengo quienes me auxilien, y no creo que le será fácil acogotar á tres hombres cualesquiera que hayansido sus ha- zañas en Barkingham, cuando se las hubo con un hombre solo, Mientras me estaba hablando, me puso un par de esposas en las ma- nos. Lo único que pude hacer fué, apelar á su bondad en beneficio de Alicia. — Déme usted diez minutos, le di- je, para comunicar á mi esposa lo acontecido. Sí sabe esto de repente, puede ocasionarle la muerte. — Usted me ha hecho dar bastan- tes carreras, dijo el funcionario de policía con mal humor, pero cuando hay mujeres de por medio, nunca he sido muy duro. Suba usted á su cuarto, y deje usted la puerta abierta de modo que pueda verle á usted si lo deseo. Sostenga usted el sombrero sobre los puños si no quie- re usted que se vean las esposas. Subí las escaleras y parecía que el corazón se me quería salir por la boca, como se dice vulgarmente. Me detuve mudo, atónito, al ver á Alicia de pie en el descanso de la scalera. La rápida ojeada que le di me hizo ver que había oído cuan- to había pasado. Levantó el som- brero con el que trataba de ocultar las esposas, y me estrechó en sus brazos con tan repentina y desespe- rada energía, que casi me lastimó. — Yo al>rigaba temores Francis, rae dijo. Te seguí unos cuantos pa- sos. Me detuve aquí, y he oído todo. No permitas que nos separen. Ten- go más fortaleza de la que piensas. Ni me asustaré, ni lloraré, ni moles- taré á nadie, si ese hombre me per- mite que te acompañe. El polizonte se mostró ínxíblefle en no quitarme las esposas de Isa manos, é insistió en llevarme inme- diatamente, sin pérdida de tiempo, á Barkingham; pero consintió en lo demás. Cuando viajábamos en ca- rruaje privado, no había reparo en que Alicia y el ama de llaves me acompañaran. Cuando entrábamos en una diligencia, no había tampo- co inconveniente en que las dos mujeres entraran en ella. Di á Alicia mi reloj, mis sortijas, mi última moneda, aconsejándola que bajo ningún pretexto dejase á nadie ver la cajita de sus joyas has- ta que pudiésemos hallar el medio más adecuado de convertirlas en dinero. Oyó estas y otras instruc- ciones con una calma que verdade- ramente me sorprendió. — No dirás, amado mío, que tu esposa ha contribuido con una mi- rada ó una palabra á hacer más pe- nosa tu situación presente; me dijo cuando salimos de la posada. Y cumplió su promesa al pié de la letra durante nuestro viaje forza- do á Barkingham. Sólo una vez la vi perder su calma y su paciencia, y fué cuando la señora Baggs, no bien emprendimos nuestra jornada de regreso, y considerándose, no S9 porqué, gravemente ofendida por mí con motivo de mi desgracia, me reprendió por mi falta de confianza en ella, y declaró que áeso debía la situación en qlie entonces me encon- traba. No bien hubo proferido és- tas palabras, cuando Alicia se diri- LA VIDA DE UN PERILLÁN 181 gió A ella con una mirada y un tono de voz que la redujeron inmediata- mente al silencio: — Si usted pronuncia una sílaba más sobre este particular, ó dice al- go que sea desag-rable á mi marido, seguirá usted su camino sola. Las palabras no parecerán de mu- cha importanciaá los otrcs; pero al oír las yo, justificaron cuantos sacrifi- cios habla hecho por obtener la ma- no y el cariño de aquella mujer. CAPITULO XVI. Durante el viaje forzado á Bar- kingham recibí de mi captor algu- nas explicaciones de su conducta respecto á mi, conducta que me ha- bía parecido incomprensible. Empezaré por decir que lo prime- ro que hicieron los funcionarios de policía al salir del cuarto donde los dejó encerrados el Doctor, fué ha- cer un registro escrupuloso de los papeles del mismo en su estudio y dormitorio. Entre otros documentos que no tuvo tiempo de destruir, ha- llaron una carta de Alicia. Viendo por los que trataron de perseguir al Doctor, que éste les había toma- do tal delantera que alejaba toda toda esperanza de alcanzarle, y no teniendo la menor idea de la direc- ción que llevaba, se vieron obliga- dos á darle caza en varios luga- res. La carta de Alicia á su padre da- ba las señas de la casa en Crickgel- ly, y allí se dirigió el agente de po- licía, con la esperanza de intercep- tar ó descubrir cualquiera comuni- cación que el Doctor pudiera tener con su hija. El funcionario público hizo que le acompañara Tornillo para identificar á Alicia. Después de dejar, antes de llegará Crickgel- ly, el vehículo que habían tomado, fueron á pié á la población para no despertar, sospehas, si el Doctor es- tuviese oculto en las cercanías. El agente de policía había tratado inú- tilmente de visitar á Alicia. Des- pués que le negaron la admisión, se puso con Tornillo á vigilar la casa, y me vieron acercarme al número 2 de la plaza de Zión. Sus sospechas se despertaron al punto. Hasta entonces Tornillo ni me ha- bía reconocido ni aún siquiera vis- to; pero inmediatamente me identi- ficó por la voz, mientras yo estaba hablando con la estúpida criada en la puerta de la casa. El agente de policía, al enterarse de quién era yo, dedujo que yo era también el medio de comunicación entre el pa- dre y su hija; sobre todo al ver que me habían admitido inmediatanKíu- te, después que alguien habia ha- blado en el interior de la casa. Dejando á Tornillo de guardia, se fué á la posada, llamó al posadero, le dijo quien era. y le pidió >\\\Q se informara del día en que yo pensa- ba salir de Crickgelly y de la direc- ción que intentaba tornar. Al sa- ber que iba á partir el día siguien- te con Alicia y la señora Baggs, sos- pechó inmediatamente que se me había confiado la conásión de llevar á la hija al lugar donde su padre estaba escondido, ó á sus cercanías, y por esta razón se abstuvo de inte- rrumpir prematuramente mis movi- mientos. Sabiendo ya á donde me dirigía, me habia seguido en su dis- fraz de campesino, dejando á Tor- nillo en Crickgelly de guardia para el caso de una mistificación ó equi- vocación, La posibilidad de que me fugara con Alicia, se le había ocurrido; pe- ro la desechó por imposible al ver al ama de llaves en nuestra compa- ñía y al saber que me dirigía á Edimburgo. Confesó que estaba dispuesto á seguirnos á dicha ciu- d&d y hasta al continente, si de este I modo habia esperanza alguna de 182 BIBLIOTECA DB «EL MUNDO.» dar con el Doctor; pero desistió al enterarse de nuestro casamieTito en la habitación de la posada. Una de las criadas, al ver cerrar la puer- ta, se puso á espiarnos por el ojo de la llave y á escuchar lo que se hablaba. El afrente de policía, que no me habia perdido un momento de vista, consig-uió por medio deliA- biles preg-untas que la criada le die- ra cuenta de todo lo que había oído y visto. Transcurrió media hora^íintes de que pudiera encontrar dos personas más que le auxiliaran en caso de que yo quisiera oponer resistencia, ó tratara de fugarme, y á esto se debe la hora de respiro que disfru- té y me fué tan útil para dejar arre- glados todos mis asuntos con Alicia. Al llegar á Barkingham, me condu- jeron inmediatamente á la cárcel. Alicia, por consejo mío, alquiló Tina habitación modesta en un su- burbio de Barkingham. Mientras su padre vivió en la casa de ladrillos rojos, apenas la vieron en la pobla- ción, y nadie la conocía en el su- burbio. Convenimos en que me visita- ría cuantas veces se lo permitie- ran las autoridades. No tenía com- pañera alguna ni la deseaba. El ama de llaves no pudo nerdonarle Ja lección recibida al comenzar nuestro -^iaje de regreso, y se sepa- ró de )i >sí)tros cuando llegamos k Barkingham. Sudespedida fiiépaté- tica,y trató de conservar cierto aire dedig'nidad.lnformóá Alicia, bonda- dosamente, que la deseaba todo el bien posible, aunque no podía en C071 ciencia considerarla una mujer legítimamente casada: y me suplicó, en caso de que se me pusiera en libertad, que la primera vez que me encontrara una persona que fuese buena para conmigo, y>rncurara en- mendar mis pasadas faltas y que tu- viera en mi próxima bienhechora más confianza de la que había teni- do en ella. Lo primero que hice una vez ins talado en la cárcel, fue escribir ámi cuñaílo Batterbury. En esta ocasión había motivos so- brados para dirigirme á mi ctifíado. Aunque yo creía, y hasta había per- suadido á Alicia, de que no mo íjiie- daba duda que usarían clemencia conmigo, no por eso era menos cier^ to que se me acusaba de un delito que en aquellos tiempos se castiga- ba con la j)ena de muerte. En la carta á mi cuñado dejé entrever de- licadamente cuál era mi situación verdadera, y le hicft ver que las con- sabidas tres mil libras esterlinas co- rrían grave peligro de no ir á ma- nos de nú hermana, pues mi vida estaba ametiazada por la justicia, y Lady Mortimer gozaba de excelen- te salud según se me habia infor- mado. Mientras esperaba tranquilamen- te su contestación, y cuando Alicia no estaba á mi lado en la cárcel, eran muy variados los asuntos que me ocupaban. Allí se encontraba tambiér. mi compañero de oficio, el artesano Fuelle, el primer miembro de la cofradía vendido por Torni- llo, con quien podía hablar; y allí estaba también cierto proso que ha- bia sido deportado á Australia y me comunicó muchos y muy interesan- tes particulares y noticias respecto á la vida que llevaban los reos con- ducidos á aquella lejana colonia. Conversé largo y tendido ccn este hombre, porque preveía que su ex- periencia y conocimiento de aque- llas apartadas regiones me podrían ser quizás de mucha utilidad. La respuesta de mi cuñado fué corta, puntual y al gran . Mi carta á había dado al traste con su sistema f nervioso, pero al mismo tiempo agre- gaba que habia estimulado su afec- to á mi familia y que sus sentimicn- LA VIDA DE UN PEIilLLAN. 183 tos cristianos le hacían contemplar con piedjul mis errores. Iiabía ha- blado ill jurisconsulto más notable del di::írit0 para que defendiese mi cau^.i. y liar':» venido á verme in- mcdiíK 1 . V,. • .. no &er por su espo- sa, mi Lj^.'iida hermana, que le bu- plicaba que no expusiera sua ner- vios á tal prueba. Respecto á mi abuela, nada Uie decía en la carta; pero después descubrí que á la sa- zón se encontraba t-n un Iur ejemplo, á mi padre, jamás se le demostró la mitad del interés y atenciones de que yo había sidu ob- jeto des le que se me alojó en la cár- cel de Barkingham. Nadie procuró j jamás el autógrafo de mi padre; en | cambio, docenas de individuos soli-" citaron el mío. A nadie se le ocurrió jamás adornar un periódico con el retrato de mi padre, ni describir su persona y sus maneras y 'modo de ser, en las columnas del mismo, y yo gocé de todas estas distinciones. Tres funcionarios públicos vinieron á suplicarme atentamente que, en caso de que yo no g'ozara en mi nueva mora tía de todas las comodi- dades posii)K'S, les diera aviso; na- die se ocupó jamás en saber si mi padre gozaba ó no de comodidades en su morada. Cuando llegó el día de verse mi causa, la sala del tribu- nal estaba llena de bellas campesi- nas que padecieron con paciencia toda clase de molestias é incomodi- dades, antes de privarse del placer de ver que figura tenía el perillán y qué diría y cómo se comportaría. Cuando mi padre daba algunas do sus conferencias cientííicas titula- das: ''Consejos á las madres de fa- milia y á las jóvenes solteras sobre las con-^ecuencias del uso del cor- eé, etc," la sala de coferencia esta- ba enteramente vacía, y nú docto l)adre teia que retirarse con su ma- nuscrito bajo el brazo sin haber leí- do una sola linea. Si de todo lo anterior se deducen consecuencias no muy laborables á nuestra moderna sociedad, no es culpa mía; pero es la realidad, y co- mo tal la i)resenio, sin detenerme eii hacer explicaciones más ó menos trtíscendentalcs. La defensa de rni abogado se basó en la simple verdad. Era iniposiblo negar los hechos y las pruebas adu- cidas encontra mía; por lo tanto, mi a.boí>ailo confesó sin rodeos v amba- jes, que la causa de todo era mi amor invencible á Alicia, la hiia del Doctor Dulcifer, y sacó todo el par- tido posible de esta circunstancia, haciendo una relación en estremo sentimental. Al fin mi abogado em- pezó á derramar Ingrimas: el conta- gio fué general: las mujeres llora- ron; el jurado lloró, el juez lloró y mi t uñado Batterbury, que había ven ü-O lleno de desesperación á oír mi sentencia preparado ]>ara lo peor, sollozó con tanta vehemencia, que hasta hoy creo que influvó notable- mente en el veredicto del jurado. Fui recomendado á la clemencia del juez, quien me condenó á catorce años de deportación á Australia. El desgraciado compañero que llamá- bamos Fuelle fué condenado á la pena capital. EIRILOGO Con mi sentencia de deportación termina mi vida de perillán y co- mienza mi existencia de hombre se- rio y respetable. Lo que primero me ocupó fué el porvenir de mi joven esposa. Mi cuñado Batterbury no me dio oportunidad alguna de pedirle sus consejos sobre el particular. No bien oyó pronunciar mi sentencia, se retiró del Tribunal sin dirigirme siquiera una mirada, en un estado de lamentable postración nerviosa, y al dia siguiente partió para Lon- dres. Sospecho que temia avistar- se conmigo, y además debía de es- tar impaciente por comunicar á su querida esposa, mi afectuosa her- mana, la noticia de que había sal- vado de nuevo el legado de las tres mil libras esterlinas mediante un gran sacrificio. Mis padres, á quienes había es- crito sobre el asunto de Alicia, no me fueron de mayor beneficio que mi cuñado. Mi padre, al contestar- me la carta, me dijo que creía en conciencia haber hecho bastante con perdonarme mi falta de aprovecha- miento de la buena educación que me había dado, habiendo además deshonrado yo con mi conducta un apellido respetable. Agregó que había intercepta-do la carta dirigida á mi madre, por consideración al mal estado de su salud, y para evi- tarle un nuevo pesar; y concluyó diciéndome que la esposa de un hi- jo como yo, no tenía derecho algu- no á la protección de su suegro. No había, pues, esperanza ningu- na de que los miembros de mi fa- milia tendieran una mano generosa y auxiliaran á Alicia. Lo que yo tenía que hacer era ver si descubría los medios de pro- porcionarla algunos recursos sin la ayuda de mi familia. Para esto ha- bía formado un proyecto, después de meditar en lo aprendido en las largas con'^ersaciones habidas con el deportado que conocí en la cár- cel de Barkingham, y me parecía que obtendría buen éxito en mi em- presa. Alicia se manifestó tan decidida en ayudarme en mi experimento, que declaró que preferiría morir an- tes de abandonarlo. Por lo tanto, se arreglaron los preliminares ne- cesarios, y cuando llegó la hora de separarnos, nuestro dolor tuvo cier- to consuelo con la idea de que no tardaríamos mucho en reunimos. Alicia debía irse á vivir á Londres con un pariente de su madre, con quien se pondría de acuerdo para realizar sus joyas de la manera más provechosa, después de lo cual se- guiría á su marido á Australia, ba- jo un nombre supuesto, al cabo de seis meses. LA TIDA DE UN PERILLÁN. 185 Si mi familia no me hubiera aban- donado, no me iiabría visto forzado á adoptar esta determinación. Pero no me quedaba otro remedio. Una tosa me servía de consuelo: Alicia no corría ya el peligro de ser perse- guida por su padre. Una carta del Doctor, llegada cá Crickgelly, había sido remitida al lugar designado por mi antes de partir de aquella población. La carta estaba fechada en Hamburgo, y en ella le decia á su hija que permaneciera en Crik- gelly, y esperase nuevas instruccio- nes y dinero, tan pronto como arre- glase ciertos important«>s asuntos que le habían llevado al extranjero. Alicia le contestó dándole noticias de su casamiento, y las señas del lugar donde podía dirijir sus cartas y de ahí no pasó el asunto. ¿Qué es lo que por mi parte debía yo hacer? Por lo pronto tratar de adquirir la reputación de buena conducta en mi nueva posición de deportado criminal. Desde los pri- meros días de mi viaje en el buque en que íbamos unas cuantas doce- nas de deportados de toda clase, co- mencé á hacer todo lo posible para alcanzar, como quien dice, un cer- tiücado de t>uena conducta; así es que cuando llegamos á la colonia penal desembarqué con la reputa- ción de ser uno de los más dóciles y tranquilos de los reos convictos. Después de haberme empleado en los trabajos más comunes de presi- diario, tales como compoí-ición de caminos y cosas por el estilo, se me dedicó á ocupaciones más en harmo- nía con la educación que había re- cibido. Pero en todas las circuns- tancias, y trabajare en lo que tra- bajare, siempre traté de hacerme agradable á todos. Mi reputación de compañero jovial, complaciente y entretenido, empezó á establecer- ce grado por grado y á elevarme á igual altura, en esta extremidad del mundo, á la que tenía en la extre- midad opuesta. Los meses pasaron con la mayor rapidez de lo que yo esperaba. Al cabo del primer año de mi deportación, se empezó á su- surrar que pronto se me destinaría al servicio privado. Este era uno de los fines por cuya consecución ha- bía trabajado más; pero lo que me infundía singular aliento era la pró- xima venida de Alicia. Llegó un raes más tarde délo que yo había calculado, sana y salva, y bella como nunca, con quinientas libras esterlinas, unos 2,500 duros en el bolsillo, producto de sus joyas, y con el antiguo nombre que usaba en Crickgelly sólo que en vez de señorita, se llamaba ahora señora Giles, para alejar toda sospecha de que nos conociéramos. Según convenimos antes de que yo saliese de Inglaterra, se presen- tó como una señora viuda que ha- bía venido á fijarse en Australia, para ver el modo más provechoso de emplear lo poco que tenía. Una de las primeras cosas que deseaba la señora Giles, era naturalmente un sirviente digno de toda confian- za, y se le concedió el privilegio de que ella misma escogiese entre los deportados quegozasen de mejor re- putación. Siendo yo uno de los de este honroso número, es casi inne- cesario agregar que fui el afortu- nado en quien recaj^ó la elección de la señora Giles. De consiguien- te, el primer destino que conseguí en Australia, fué el de .sirviente de mi propia esposa. Alicia fué una ama muy indul- gente. Si hubiese estado dotada de un natural perverso, habría poáido, dirigiéndose á un magistrado, ha- cer que me azotasen ó pusieran con un grillete á trabajar en los cami- nos, cuando me mostraba perezoso ó me insubordinaba, lo que aconte- 186 BIBLIOTECA DE «IfiL MUNDO» ^ ció más (le una vívz. Poro on liig-ar do quojarso, la bondaclosa criatura besaba al sirviente y se ocupaba mucho con él, después que el tra- bajo del día había terminado, l^lso sí, no le permitía trato con ning-una compañera joven, y sólo empleaba en el servicio de la casa, á una^mu- jer vieja y fea al mismo tiempo. El sirviente masculino era llamado Francis á secas, delante de los de- más, y "mi amado Francis," cuando estaban á solas. Cuando la joven viuda rehusaba ofertas de matrimo- nio que eran con no poca frecuen- cia, el doméstico favorito era in- formado de lo que pasaba. Para no extenderme en est^ pe- riodo anómalo de mi existencia, di- ré brevemente que mi nueva posi- ción junto á mi esposa, era muy conveniente para manejar en secre- to, con provecho, el pequeño capital de que ella podía disponer. Empezamos con una excelente especulación en g-anado, comprán- dolo en sumas insignificantes, y vendiéndolo con una ganancia casi fabulosa. Con el producto, comen- zamos á especular en casas; prime- ro compráudolas poco á poco, y lue- go fabricándolas, alquilándolas y vendiéndolas con grandes utilida- des. Mientras estas especulaciones pro- gresaban, mi conducta al servicio de mi esposa fué tan ejemplar, y ella dio tan buenos informes acerca de mi persona, cuando se hicieron las investigaciones oficiales de cos- tumbre, que pronto obtuve otros fa- vores de parte de las autoridades. Por este tiempo conseguí también un perdón condicional, lo que me permitía viajar por donde quisiera en Australia, y comerciar en mi pro- pio nombre como cualquiera otro ciudadano. El número de nuestras casas se había aumentado mucho, nuestras tierras se habían vendido á muy buenos precios para edificios públicos, y teníamos acciones en un banco, que nos producían una bo- nita entrada anual. Ya no había necesidad de conser- var por más tiempo la máscara. Tuve que repetir la superfina ce- remonia de un segundo casamien- to con Alicia; compré almacenes en la ciudad, edifiqué una bonita casa de campo, donde en la actualidad estoy escribiendo esta autobiogra- fía, siendo un comerciante rico, próspero, altamente respetado, á pesar de que aún faltan dos años para que se cumplan los catorce de nd dei)ortación. Tengo un carrua- je, dos caballos hermosos, un coche- ro, un paje con librea, tres niños en- cantadores, una aya francesa, y dos criadas para mi esposa. Esta es tan hermosa como siempre, aunque es- tá engordando un poco. Lo mismo me sucede á mi, como lo notó un amigo mío días pasados. ¿Qué dirían mis parientes y ami- gos que tengo en Inglaterra, si pu- dieran verme en mi posición actual? De vez en cuando, y por diferen- tes conductos, he tenido noticias de ellos. Lady Mortimer, - después de vivir hasta cerca de cien años, á pe- sar de diversos y variados acciden- tes, falleció tranquilamente una tar- de sentada en su sillón, con un pla- to vacio delante de ella, y sin que hubiese ocurrido nada que hiciera presumir un ñn tan repentino. Mi cuñado, que había sacrificado tanto para que las consabidas tres mil libras esterlinas fuesen á parar á mi hermana, no tuvo provecho al. guno de esa herencia tan auhelada- Los disgustos y querellas con mi amable hermana, que comenzaron cuando su marido empezó á ser- virme, por su propio interés, termi- naron con la separación legal de ambos cónyuges. Esto vino á au- mentar el mal humor de mi cuñado, LA VIDA DE UN PERILLÁN. 187 puos lejos do. aprovechar un real de la herencia famoáa, tuvo que pasar- le anualmente, en calidad de ali- mentos, al¿:uno.s centenares de libras esterlinas. No es extraño, pues, que sieni¡)re que se mencionara mi nom-¡ bre, hiciera el Sr.Batterbury uso de una fuerte imprecación, deseaudo al mismo tiempo que la fiebre ama- rilla hubiera dado cuenta de él an tes de haber tropezado con la fami- lia Turner. Mi padre se retiró del ejercicio de su profesión, y en compañía de mi madre se fué á vivir al campo, cer- ca de la morada del único marqués que conocía real y personalmente, quien le invitaba á comer una vez al año, y enviaba una tarjeta de despedida á mi madre cuando re- gresaba á Londres. En el comedor había un retrato de cuerpo entero de Lady Mortimer. De modo que mis padres vivieron tranquilos y con- tentos los últimos años de su vida, de lo cual recibí verdaderamente gran satisfacción. La última vez que recibí noticias d presentaban á su unig-énito el jug-o- so hcefsteack ó el suculento y ama- rillo cuarto fie gallina, saciaban los esjiosos su propio apetito con una platada de garbanzos ó un guisado de habjcbuelas. Para el chico no habla de faltar su reconfortante vi- no puro, ni menos la nutritiva car- ne, que, según Doña Clara, «carne cria.» Porqu'^ es de advertir que los pa- dres de Cirilo, en su propósito de completar y perfeccionar la obra de la naturaleza, que les había regala- do un chico tan despabilado, bo- nito y gracioso, no sólo pretendían adornarle con todos los requilorios de la ciencia y la sabiduría, sino atender con celo á su desarrollo cor- poral, y que la mente sana del ra- paz se encerrase en un organismo sano tamiñén. Aunque apocado y sin chispa, D. Dámaso no era loque se llama un ignorante, ni mucho menos: había leído y leía, siempre que se lo consentían sus quehace- res, libros serios y de meollo, y des- de que tuvo sucesión prefirió los pedagógicos, llegando á penetrarse bastante de las teorías más flaman- tes y nuevas, y sin prendarse ex- clusivamente de ninguna, hizo él, allá á su modo, una conciliación ó sincretismo de todas ellas, tomando algo de los sistemas rancios y pa- sados de moda, y otro poco de los que más se campanean hoy en el extranjera, y por aquí apenas seco- nocen. De su composición de lugar sacó en limpio D. Dámaso que, po- seyendo el hombre un conjunto de órganos que llena cada cual impor- tante fin en la maravillosa máquina del cuerpo ó en el juego de las fun- ciones intelectuales, hay que dar á estos órganos lo suyo equitativa- mente, sin tacañería y sin prodiga- lidad derrochadora. Bueno será— pensaba D. Dámaso — meterle á un chico en la cabeza el mapamundi de la sabiduría; pero también con- viene que ese jnapamundi descanse sobre un pie fuerte y sólido, que no le permita venirse á tierra. Guiado por esta verdad, D. Dámaso avezó á su hijo á los ejercicios corporales, desde, la gimnasia higiénica, que ro- bustece los músculos y ensánchalas cavidades pulmonares; la gimnasia artística y natural, que enseña la actitud elegante y noble, y la gim- nasia atlética, que proporciona á un hombre el medio de salir airoso en lances apurados, hasta el más reciente capricho del moderno aport, ó sea el manejo de los variados ar- tefactos cíclicos. El cariñoso padre, asi que notaba que un ejercicio le desarrollaba al muchacho, por ejem- plo, el esternón, inmediatamente pen- saba en que no se quejasen las pier- nas, y discurría el modo de compen- sarlas con la carrera ó el salto; y asi que advertíalos efectos beneficiosos del sistema en la vida física de Ci- rilo, al punto se acordaba del cere- bro, y ya estaba buscando el mejor maestro y el método más luminoso y seguro para que el chico se fami- liarizase con el griego, el francés, la lingüística ó la química. Porque es de advertir que en lo tocante ala adquisición de los conocimientos, el padre de Cirilo adoptó la mismatác- tica de equilibrio y compensación prudente, huyendo de convertir á su hijo en un enfadoso sabio espe- cialista, ó de limitarle á erudito 4 la violeta, superficial y parlanchín. Entendía D. Dámaso que importa dominar, no una sola materia, en cuyo caso nos volvemos dogmáti- cos, exclusivistas é impertinentes, creyendo ó aparentando cre-3r que sólo aquella ciencia significa y vale algo, sino dos ó tres ramas afines, en ]as cuales adquirimos verdadera superioridad; pero que no por eso deben abandonarse otros estudios, ó cuando menos, no deben ignorar- LOS TEES ARCOS Di: L'JRILO. se enteramente, pues conviene, co- mo (U'cia cierta eminencia muy res- petaba i»or D. Dámaso, asomarse á todos lus conocimientos, y tener de ellos un concepto claro y justo, ya que no profundo ni autorizadísimo. Estaba á mal D. Dámaso con los li- mitados positivistas que reducen á hechos el saber, y quería que su hijo no despreciase la hermosura de ci-a labor de la mente humana que jior lilosofía se conoce; pero no iraí..>^.<4Ía con que por eso el chico se perdie&e en la abstración, y abandonando la tierra se echase á pasear por ias nubes: le quería co- nocedor y admirador de lo demos- trable, y partidario del método pru- dente y de la realidad tangible. En arte también procuró D. Dámaso no sacar al muchacho de quicio, ha- ciéndolo comprender, desde luego, que si no poseer los rudimientus de las artes y desconocer su valor y su puesto en nuestra existencia, — que tanto embellecen, decoran y encan- tan,— es digno de. un vándalo, tam- bién iberia ridicula pretensión y ma- jadería intolerable que alardease de artista el que no ha recibido al venir al mundo las dotes de la ins- piración. Trató; pues, el buen pa- dre de que Cirilo aprendiese, de música y dibujo, lo que puede lo- grar un aficionado; obligóle á que estudiase la lectura y el modo de recitar versos, género de habilidad que casi nadie tiene, pues de los que leen en alto apenas se encaen- tra alguno que no titubee ó tropie- ce, que dé sentido á las palabras, que las pronuncie como es debido, y que tenga inflexiones de voz de- licadas y sonoras, sino falsas, enfá- ticas y duras: así es que Cirilo no aprendió á leer con un dómine, pe- ro con un actor consumado, leccio- nes pagadas por D. Dámaso á muy al*^o precio. También quiso el entusiasta padre que su hijo adquiriese una tinturi- 11a arquelógica, y le costeó algunos viajes cortos para que visitase jjuc- blos y monumentos de España, via- jes que debían ser para el mucha- cho como rayo de luz que barriese de sus ojos las telarañas de la igno- rancia, ilel ayer. Estos viaiecillos aprovecharon á Cirilo para conocer algún tanto la vida práctica, para habituarse á sufrir el calor, el frío, ias malas noches y las comidas me- dianejas; jiara avenirse á usos y cos- tumbres distintos, perdiendo el mi- mo de su casa y el miedo á la ajena. Bien dcbcaría Don DámaaO com- pletar su obra ampliando este capi- tulo de los viajes, y alargando las correría» de su hijo, no sólo á las más adelantadas y cultas naciones europeas, sino á países remotos, co- mo Norte América, verbigracia, áfin de que actuasen sobre su espíritu, juntamente con las finas, insinuan- tes y artísticas intiucncias de nuestra gastada civilización, otras más ori- ginales y más juveniles, y sobre to- do, más al diapasón de nuestro siglo. Pero aquí se estrellaban los inten- tos del excelente padre contra el ma- yor, más frecuente é insidioso de los obstáculos, ó sea la falta de ese jugo sustantifico y vital que se ila- rua dinero. Aunque la parsimonia d.e la esposa y la laboriosidad del esposo, realizaban prodigios com- parables al de la multiplicación de iv.s panes y los peces; aunque los trabajos supletorios y las diversas ocupaciones que había logrado pro- curarse Don Dámaso, fuera de su empleo, le proporcionaban ganan- cias muy licitas y no despreciables; aunque los jefes de Don Dámaso habiendo llegado á considerarle in- dispensable en el negociado por su asiduidad, inteligencia y práctica, le fueron empujando al ascenso, y al consiguiente aumento de sueldo, I es la verdad que sin embargo no pu- 8 B1BLIOTB5CA ÜE «JUL MUNDO.» do realizar su sueño de enviar á Ci- rilo por esos mundos de Dios, á co- rrer cortes y realzar su educación singularísima con la variedad de impresiones y la¡! experiencia pre- coz que proporciona el rodar por el vasto mundo. Así y todo, diré en puridad que Cirilo, á los veintitrés años que dio por terminada su educación, era un pasmo de criatura. Versado espe- cialmente, dentro del terreno de la ciencia, en la filosofía india y en la venerable lengua prákrita, tenía la ventaja de que como estos dos ra- mos los han cultivado tn España contadísimos individuos, tan conta- dos, que por los dedos se saca la cuenta, nadie sería osado á dispu- tarle la supremacía. En arte tenía Cirilo salero especial para pintar unos caprichos platitos al humo, que arañados después con un palillo, y barnizados, producían efecto &or- predeutc. colgados en la pared; y de- mostraba aptitud notable para locar la mandolina, raro instrumento de la Edad Media, cuyo sólo nombre recuerda mil escenas románticas. En los ejercicios corporales era maes- tro, y por prurito de aprender, ha- bía aprendido hasta á banderillar toros y á subir por cucañas untadas de sebo. Nada diré de su destreza para la esgrima y la equitación, na- da de su rejo y vigor para la lucha, nada de su buena gracia para dan- zar y de sus proezas en el trapecio, únicamente advertiré que por reu- nirse en el muchacho los primores de las educaciones antigua, moder- na y novísima, el doctor en idioma prákrito había aprendido un oficio, y con el garbo del mundo echaba gentiles medias suelas á unos zapa- tos ó preparaba las cañas de unas botas. Si á todo esto añadís la poca edad, la mucha robustez y brío, la gallar- da disposición del cuerpo, la intere- sante y simpática del rostro, en fin, las prendas todas que esmaltaban aquella joya tan cuidadosmente montada por Don Dámaso para lu- cir y resaltar donde quiera que se presentase, podréis comprender que el pa re creyese llegado el punto de exhibirla y ostentarla, y que inspi- rado por esta idea, llamare á su cuar- to á Cirilo en presencia de su madre y le dijese lo que verá el que siga levendo. II — Hijo mío, bien habrás notado que tu madre y yo no hemos perdo- nado sacrificio para darte una edu- cación que de fijo, en España, no la recibe ni mejor ni tan completa el mismo rey. En la seguridad de que no habíamos de tener otro vastago más que tú, agotamos contigo todo el cariño y, la abnegación que Dios nos había dado sin duda para re- partir entre veinte retoños. Nuestras vidas obscuras y sin goce no tienen más significación que la de haberte producido á tí, que sin duda estás destinado á otro vivir diferente, y tan superior al nuestro, como lo es un diamante á un guijarro. Pero todo tiene sus límites, hijo del alma, y has de saber que tu mamá se sien- te quebrantadísima de salud, y yo, por mi parte, no ando mejor: el de- pósito de mis fuerzas se encuentra exhausto. Quiere decir que necesi- tamos reposar, cuidarnos unas mia- jas y echarle al cuerpo viejo y en ruinas un reparillo, pues de otro modo se vendría á tierra. Es preciso que tu madre tome una criada más, y tenga ropa abundante y de abri- go, y consulte á un médico entendi- do, y vaya á aguas donde se le ali- vie el maldito reuma, y coma bien, y duerma mejor, y se distraiga un poco la pobrecilla con el goce de asistir á algún teatro .... en fin, mil LOS TUBS ARCOS DB CIRILO. cosas que sé que la hacen falta para no dar consigo al traste; y asimismo con vend ria que yo, rendido del tra- bajo árido á que me consa^i^ré y de forzar la máquina para que gozar los frutos de mi sudor, decir- te doudc y como los vas á recoger. Paréceme que es la educación alieioues á una cá- tedra, lo cual le aseguraría un mez- quino sueldo y la probabilidad de vender á cinco duros el libro de tex- to que valii'se tres pesetas, ni menos le faltaría el indigesto recurso de dedicarse á dar lecciones particula- res ó de meter la cabeza en la re- dacción de un periódico, ó de bus- car un estableciiiiii-ntt) coiiiHrcial donde le dedicasen á llevar ia co- rrespondencia extranjera, ó de in- gresar en la carrera jurídica, ó . . . . Lo malo es que por ninguno de es- tos senderos veía Cirilo que so pu- diese llegar ni siquiera acercars^^ á las tres hermosas y sugestivas ar- cadas. Para recorrer cualquiera de eso» caminos largos, obscuros, des- lucidos y fatigosos, reconocía Cirilo que le sobraban más de las tres cuartas partes de su brillante 3' es- cogidísima educación. Para la cá- tedra, podrían servirle, sino el prá- krito y la filosofía india, la química ó el griego; pero tendría que pres- cindir de la pintura, la música, la equitación y la arquología. Para la redacción del periódico, no le ven- drían mal sus conocimientos gene- rales; pero las espeeialidades le es- torbaban y la filosofía érale comple- tamente inútil: quizás no le faltaria ocasión de ejercitar la esgrima del palo. En resumen, para cualquiera de las varias direcciones que podía elegir, Cirilo comprendía que basta- ba con muy poco de lo aprendido, practicado y trabajosamente adqui- rido, y que si se trataba de ser ca- tedrático, juez, empleado, periodis- ta ó cosa por el estilo, no debió ha- ber madrugado tanto la guarnición, como suele decirle. Cirilo no pensa- ba emprender caxvera artística, de- dicándose, por ejemplo, á la músi- ca, á la pintura ó á las letras; pues si bien de todo e>to j)oseía nociones y no cabía considerarle un profano, se le alcanzaba, que para el arte, es preciso haber nacido con especiali- sima gracia y disposición y llevar dentro del alma un no se qué, y ala vez afición invencible á ejercitar esus naturales dones, perfeccionan- do y desarrollando asi la obra déla naturaleza, y llegando á dar á las facultades todo su empleo. Y Cirilo no notaba en sí afán de cultivar las artes cuyos rudin!ÍenL »s había ad- quirido, ni particulares disposicio- nes para ninguna de ellas. Asistía á un concierto, y se quedaba frío: te- nía delante un cuadro de Velaz- quez ó de Rembrandt, y sólo se le ocurría que estaba muy bien pin- tado; leía á Goethe y á Homero, y aunque no dejaba de saborear sus obras maestras, no advertía prurito de lanzarse á escribir ni una mala redondilla. Confuso por esta espe- cie de indiferencia, discurrió Cirilo si sería la ciencia su vocación pre- fv>rente: pero tampoco por este lado vio luz, pues si no aborrecía el estu- dio y no le parecían tediosos los li- bros, \'a era mayor su deseo de ver mundo y de iniciarse en los miste- rios de ia sociedad, que el de conti- nuar tratando asiduamente á la se- ñora Urania. En suma, Cirilo, mi- rándose y remirándose hacia el es- píritu, no consiguió averiguar don- de ardía la chispa misteriosa. Pero aunque no columbraba siquiera có- mo escalaría las cimas, Cirilo esta- ba completamente seguro de esca- larla, y no con pacientes esfuerzos, con trabajo diario y asiduo, sino por un golpe de varilla mágica, ó mejor dicho, por imposibilidad ab- soluta de que la cantidad de fuerza sumada en él no cautivase ala suer te, trayéndola á sus pies enamorada y rendida. Esto sí que no podría fa-. llar: tan seguro, como ol maná para los israelitas en el desierto. Una co- sa era (jiieno se sospechase ciián'lo ni cómo acudiría, y otra que acudi- ría la suerte, sin falta, y generosa y leal. Si no ¿;'i qué tanto trabajo y tanto esfuerzo invertido en la labor de su eiUicación? Recordaba Cirilo que los libros sagrados y los poe- mas de la India, hablan de ciertos bramanes que han sufrido macera- clones tan horrendas, que purificado y concentrado su espíritu, conviér- te-je en eje del universo, y un deseo de los tales bramanes es una orden para la obediente naturaleza. Algo semejante suponía Cirilo que iba á acontecerle, por la cantidad de .energía que su educación represen- taba La misma relativa y aparente inutilidad de muchas cosas que le habían hecho aprender; el carácter puramente ornamental y poético de Tin lado de su cultura, indicaban que el era un escogido, un ser se- ñalado de antemano para algo su- blime, besado en la frente por la fortuna, como lo fué un día Nano- león. Su destino tenía que ser dife- rente de tantos y tantos destinos vulgares y prosaicos como veía á su alrededor: en esto si que no ca- bía duda; ya la suerte, apoyado el blanco pie sobre la rueda de oro, esperaba sonriendo á dar la rápida vuelta que encumbrase á Cirilo has- ta las nubes y le hiciese refugiar entre sus contemporáneos. Si Cirilo poseyese, como el emperador Ves- pasian o, alguna encina consagrada á los dioses, no le sorprendería ver- la retoñar prodigiosamente, ni que les dije-e el oráculo que por alta empresa que meditase, podía estar seguro del éxito feliz. En tal disposición de ánimo Ciri- lo, y mientras pasaban días sin que acabase de eligir ocupación ni ca- rrera, un día que paseaba por matar el tiempo, encontróse de manos á boca con su antiguo profesor de es- grima, italiano inofensivo y bona- chón, que respodía al terrible nom- bre de Aquiles Tagliatesta. Siem- pre se había mostrado el tal Aqui- les cariñoso y bien intencionado con Cirilo, y donde se tropezaban discí- pulo y maestro se saluban afectuo- sa nente, preguntándose por su vida con gran interés, y acostumbrado Aquiles decir á Cirilo que si hallaba ocasión de servirle y serle útil, no la desperdiciaría. Esta vez conoció Cirilo, pn el aire misterioso del ita- liano, que algo muj importante te- nía que comunircarle; y acertó, ^Jor- que el maestro de esgrima, después de arrastrarle á un cafetucho, don- de se sentaron en actitud de despa- char dos colmados tanques de cerve- za, le enteró deque tenía para él una excelente noticia, ó para hablar con propiedad,unft excelente colocación, verdadera ganga, que ni buscada con un candil. Mientras el italiano, con la hiperbólica facundia de su raza, ponía la colocación en las nu- bes sin decir aún en qué consitía, Cirilo pensaba que, fuc^e lo que fuese, no sirria sino una miseria, bien inferior y diferente de lo que él se prometía y aguardaba. Asi fué que 03^0 al italiano con una calma y una frialdad que dejaron parado al buen hombre, pues creía ofrecer á Cirilo cosa equivalente al premio gordo. Tratábase nada menos que del puesto de secretario íntimo y parti- cular del duque de Ambas'Castillas, personaje empingorotado por todos conceptos, excelso en linaje, pingue en hacienda, cargado de honores, j que precisamente en aquel momen- to desempeñaba altísimo puesto en la gobernación del Estado. Lo que Tagliatesta brindaba á Cirilo, no era un empleo, sino un cargo pri- vado, que ejercerla desahogadamen- LOS TRES ARCOS DE CIRILO. 15 te en la misma casa del duque, es- plóudidameiite retruibuido, comien- do i\ su mesa, tratado con suma dis- tinción, y puedo decirse que forman- do parte de la familia é investido con toda la confianza del magVate. Adelantándose á las preguntas que pudiese dirig-irle Cirilo, Aquiles ex- plicó que el duque, asediado por ccmpron\isos políticos, y acosado por recomendaciones todas de g'ran fuerza y peso, no había encontrado más medio de salir del apuro que dejarles iguales á todos, y buscar un secretario desconocido, que no le hubiese recomendado nadie, y á quien sólo abonasen sus propios me- recimientos y condiciones. A este fin el duque investigó, ecudriñando con maña aquí y allí, sobre todo en esferas sociales donde los intereses políticos no están en juego, y pue- de dejarse oir la voz de la verdad. Acostumbraba el duque hacer ar- mas dos veces por semana á domi- cilio, bajo la dirección de Aquiles, y por el maestro de esgrima había averiguado la existencia de un man- cebo de modesta posición, edad con- veniente, instrucción maravillosa, y que en carácter, modales y figura, era cortado á la medida para el car- go que deseaba conferirle el duque. No bastándole los informes de Ta- gliatesta, había tómalo lenguas, en- terándose de multitud de detalles á cual más propio para confirmar los encomios del maestro de esgrima. Supo la honradez, la competencia y el intachable comportamiento de D. Dámaso; se enteró, no sin sor- presa, de lo escogido y variado y extraño de la cultura de Cirilo; en- careciéronle su simpática apostura y no común discreción; se cercioró de que no estaba afiliado á ningún partido, ni conocía á nadie, ni era, en suma, sino una tablilla cubierta de cera y lisa y rasa, preparada á recibir lo que grabasen en ella. Re- sohió el duque grabar, por medio de la liberalidad y los beneficios, la lealtad y la gratitud; determinó pa- gar bien y tratar ópticamente al jo- ven secretario, y descargar en él el peso de ciertas que ya le iban siendo enojosas, como extractar libros, re- coger citas y argumentos para con- testar á contradictores, redactar dis- cursos, manifiestos y corresponden- cia delicada y peliaguda, y en su- ma, tener en el mozo.Hinojales un otro yo, pero un yo joven, sabio, ac- tivo, diestro y que podía ahorrar al verdadero yo ducal y político infi- nitas molestias. Hasta fué lisonjero para el duque saber que su futuro secretario era profesor en esgrima, el tiro al blanco y la equitación, pues nada hubiese desagradado tanto al elegante señor como tener que ha- bérselas con un pedante tímido y apocado, y le deleitaba encontrar un erudito forrado en sportman y fácil de transformar q\\ dandy. Pro- púsose, pues, que el secretario que- dase tan satisfecho de su .situación, que no pensase en dejarla por otro puesto ninguno. Y ocho días después de la confe- rencia con Aquiles e.i el café, Ciri- lo, instalado ya en el palacio de Ambas Castillas, se ponía por pri- mera vez en su vida el frac, para bajar á comer, servido por criados de calzón corto. IV Al llegar aquí es necesario, para mejor inteligencia de esta historia, decir de qué personas se componía la familia del duque, entre la cual vivía Cirilo.j Habíase casado el gran señor en primeras nupcias con una dama de la más calificada nobleza, poseedo- ra de varios títulos y dueña de fin- cas y rentas pingües, que consti- tuían uno de los mejores y más sanea- 16 BIBLIOTECA DE «EL MUNDO.» dos caudales de España. Falleció esta señora á los pocos años de ma- trimonio, dejando á su esposo en prenda de su unión, dos niños y una niña. Al mayor de los niños, lindo y robusto, se le llevó al cielo la dif- teria, y quedó el segundo, Fernán todo retuerto y canijo, y la niña, Leonela; que auque pálida, desme- drada y sujeta á frecuentes ataques nerviosos, tenia mil adoradores que acudían formando enjambre, como moscas á la miel, porque era muy verosímil que, "dada la mala salud y la vida licenciosa y calaveresca de su hermano, en la cabeza de la se- ñorita Leonela llegasen á reunirse los bienes, títulos y grandezas de la egregia casa. IS o encontrando el duque gran entretenimiento ni eficaz consuelo en la paternidad, solazó su Aáudez con diversas aventuras más ó me- nos secretas, hasta que clavó la rueda de su voluntad una mujer se- ductora, una de esas mujeres que al cruzar serenas y desdeñosas por entre la multitud, gozan el privile- gio de alzar un rumor lisonjero, himno de loores que entonan á su belleza cuantos tienen la dicha de admirarla. La nueva duquesa de Ambas Castillas era oriunda de Va- lencia y recriada en Córdoba, y aliaba á la hermosura plástica la gracia divina propia de los países de luz. Morena y alta sin desgar- ro, sus ojos negros, sus acentuadas facciones y sus labios curvos y tur- gentes, recordaban la raza semítica, de la cual tal vez corrían por sus venas gotas de sangre. De la ma- jestad de su cuerpo, de la forma tornátil de su cuello y brazos, de la atracción de su sonrisa, de otras mil perfecciones que podrían deta- 'larse en la duquesa, nada contaré por no extender demasiadamente este tentador capítulo. Sólo añadi- ré, pues conviene para buena inte- ligencia del lector, que la duquesa era de familia acomodada y noble, aunque no tanto, ni mucho menos^ como If) del duque. Este, al casarse, no hai)ía incurrido propiamente en lo que sii dice inesalianza^ pero sin descender de un modo censurable, había hecho una boda de gusto y amor. La duquesa poseía hasta tres ó cuatro mil duros de renta, que el gen(!roso marido la dejaba para al- fileres menudos, sin cortar otros al- fileres de cabeza más gorda, que pa- gaba él contentísimo. Además el du- que tenía en su casa, como á cosa propia, á una hermana soltera de la marquesa. La tal hermana soltera, que jamás se apartaba de los du- ques, distaba mucho de poseer la espléndida beldad de la duquesa, y no obstante, se parecían en la esta- tura, el andar, y en ese indefinible no sé qué conocido por aire de fa- milia. Llamábase Fina, y el nom- bre la cuadraba perfectamente, pues era suave y delicada en su tra- to, y de simpático y dulce carácter. Entreteníase Cirilo en mirarse di- simuladamente al espejo, colocada soüre la chimenea, para enterarse de cómo le sentaba la nueva ropa y cerciorarse de que le caía como un guante, cuando fueron entrando en el saloncito que precedía al co- medor las personas cuyo inventario queda hecho, amén de una institu- triz alemana muy seria \' de muchas libras. Primero bajó el duque, de- seoso de quitar á su secretario la natural cortedad, de presentarle á todos y de colocarse desde el primer día en el pie de imperceptible y do- rada dependencia que le correspon- día allí. Hablóle con familiaridad y llaneza, pero en aquella misma lla- neza de gran señor notó perfecta- mente Cirilo el matiz deja relación que debía mediar entre ellos, y co- mo discreto y altivo suprimió, el us- ted, y mientras el duque le llamaba LOS TRES ARCOS DE CIRILO. 17 Hinojales, él se ofujirdó muy hion de eniploar otra fórmula que el señor dm¡ue. Xo ha de ueg-arse que le causó esto alguna mortificación, pe- ro su¡)o disimularla. Poco después que el duque, apareció la señorita Fina, vestida con modestia, de seda gris, y sonriente y afabh' como de costumbre. Luego se dejó ver Leo- nela, que, ataivada con original co- quetería y peinada con artístico re- finamiento, realzaba los pocos atrac- tivos que le liabia prodigado la na- turaleza, y los 'realzaría mejor si no viniese, no se sabe porqué, fosca, de mal humor y encapotada. Detrás de Leonela no tardó en prr^sentarse la duqnesa, ííe blanco, con una sier- pe de diamantes en el pelo, hecha un sol de buena moza, tanto que desde su aparición parecía mejor alumbrada la estancia. Todas las señoras estaban escotadas, dispues- tas á concluir la noche en el Real; y al dar el reloj las ocho y media sin que Fernán apareciese, el duque dispuso que se sirviese la comida, porque el caso era frecuentísimo y muchas las veces que el señorito comía en el Casino, en el Club ó Dios sabe donde. En ese momento de silencio que generalmente acompaña á la opera- ción de trasegar la sopa del plato al estómago, Cirilo, mirando A hur- tadillas á su alrededor, tuvo tiempo de pensar mil y mil cosas que de siibito le cortaron el apetito. Senta- do al lado de la señorita Leonela y casi frente á la duquesa de Ambas Castillas, sin vacilar un instante, sin que le contu\'iese ningún género de consideración ni se le aparecie- sen de relieve los obstáculos que podría encontrar un plan tan atre- vido y loco, con la presteza del ra- yo decidió Cirilo que aquellas dos mujeres, las primeras que encontra- ba, tan altas, tan empingorotadas en la cumbre de la sociedad, tan bien ataviadas y tan distantes de él que probablemente ni recordaban su prest-ncia, podían servir d«' base á dos de las arcadas que había vis- to soñando despierto. La duquesa, con su mr.gica y fascinadora beldad, representaba la arcada de mirto y rosas. Leonela, con su fabulosa ri- queza y sus rancios y altaneros tim- bres, era la arcada d«'^ oro. Y en cuanto á la arcada de bronce y mar- mol, ó sea la que significa fama y gloria, ¿en quién podría Cirilo basar- la mejor que en el ilustre procer que le dirigía la palabra en aquel mo- mento, ó sea en el duque? El duque abriría á su yerno las puertas más cerradas é infranqueables; el duque empollaría y sacaría á luz su repu- tación; el duque le serviría de pe- destal á él, á Cirilo Hinojales, le da- ría el hilo conductor para orientar- se al través de los laberintos de la política, hasta que pudiese recorrer- los por cuenta propia, dejándose á su mentor muy atrás.... ¡Ya tene- mos á Cirilo viendo palpables las tres arcadas, tocándolas con mano ansiosa y febril! Tan persuadido se sintió de que, en efecto, los hermo- sos arcos estaban allí, en el florido centro de aquella mesa misma, que empezó á congojarle y poducirle co- mo una especie de trasudor el pen- samiento de que tal vez iban á ser incompatibles dos partes de su des- tino, pues si otorgaba su preferen- cia á la duquesa, se celaría y eno- jaría mucho Leonela, y si optaba resueltamente por Leonela, la du- quesa se había de sentir y hasta oponerse á la boda con todas sus fuerzas y su poderoso influjo. Y' es- to de la oposición de la duquesa consternó á Cirilo tanto, que estuvo á punto de creer fallidas sus espe- ranzas, por ser el obstáculo formi- dable. Con semejante incertidumbre y zosobra volvió á mirar y remirar á las dos damas, á fin de resolver IS BIBLIOTECA DE «KL MUNDO.» allá on sus adentros cuál de ollas era más merecedora de queso cifra- se en ella el porvenir. En semejan- te examen visual, no cabe duda que habían de estar por la duquesa to- das las probabilidades de victoria. Érala primera vez que Cirilo, que, como sabemos, habia vivido igno- rante de las pasiones y apartado del trato con mujeres^ veía tan de cerca á una, adornada con todas las perfecciones y gracias y capaz de trastornar el seso á uu' anacoreta penitente. Contemplanda de sosla- yo á la duquesa, Cirilo sentía que por sus venas circulaba derretida y candente lava volcánica^ y veía en el espacio lucecitas de colores y sen- tía el zumbido en los oídos que ca- racteriza elparosismo del deseo. La sola idea de merecer^ ó disfrutarlos sin haberlos merecido los favores de aquella deidad, estremecía á Ci- rilo con toda la fuerza emotiva pro- pia de los veinticuatro años, trans- portándole á regiones que se pare- cían mucho al paraíso. Como el ma- rino que mira .desde lejos la isla donde pronto sentará el pie, y se re- crea en su verdor y feracidad, y ya cree aspirar el perfume de las flores y la deliciosa esencia de los sazona- dos frutos que penden de los árbo- les, Cirilo detallaba de antemano las divinas perfecciones que custo- diaban el blanco corpino, y se abis- maba en la luz voluptuosa de los árabes ojos y en la sonrisa de la bo- ca fresca como la flor del granado. Todo esto era, ¡quién lo duda! un trasunto del cielo; pero también es fuerza confesa,r que otras veces las ventajas de Leonela, aunque no en- carnadas' en algo tangible, se re- presentaban con extraordinaria vi- veza á la fantasía de Cirilo. Juraría él que t'-^nía presentes las dehesas, los olivares, los majuelos, las casas los valores y títulos, y en suma, to- das las formas de propiedad que constituían la magnifica fortuna de la casa de Ambas Castillas; y ade- más, suprimiendo con riguroso de- creto al Fernán que no se había de- jado ver, también divisaba coronas heráldicas, muchos blasones hrrmo seados por el polvo de los siglos, y una gran consideración, que Cirilo hacía extensiva hasta á sus padres. Por no tacharse á sí mismo de inte- resado y de coburgo, pensaba el bueno de Cirilo que en todos su pla- nes de engrandecimiento y triunfo social entraba por m-ucho el lícito y honesto afán de compensar los sa- crificios de los que le engendraron y otorgarles una vejez llena de dul- ces satisfacciones. Cuando se engolfaba y abstraía en estos ensueños áureos, no sa- biendo si decidirse por la duquesa ó por Leonela, ocurrió algo que mo- mentáneamente inclinó la balanza del lado de esta última. Y fué que la señorita, que, como dijimos, pa- recía estar de muy mal talante y hasta colérica cuando se presentó á comer, y que ni siquiera había mi- rado á ia cara al secretario de su papá cuando se lo presentaron, de repente y como por casualidad con- virtió los ojos á él, hacia la mitad de la comida, y no menos impensa- damente empezó á dirigirle la pala- bra con vivacidad y empeño. Cam- bio tan repentino en la señorita fué la g-ota de agua que hizo desbordar se las ambiciosas ilusiones de Ciri- lo. "Me ha mirado"— pensaba— "y con sólo mirarme, ya está esta niña como electrizada, sin acertar á disi- mular la impresión que la produje." Sin fatuidad alguna, bien podía Ci- rilo tenerse por guapo y buen mo- zo: acababa de decírselo el espejo en que se había contemplado con sus arreos nuevos, bien cortados, y su pechera blanquísima: así es que ni un punto dudó de que hubiese dado recto y mortal flechazo ala se- LOS TRES ARCOS DE CIRILO. 19 ñorita Leoncla, y que eran ciertos los toros de la boda, el ducado y to- do lo demás. Lo que le desasosega- ba mucho era que la señorita se de rritiese tan derrcpente y tanto, en presencia de su padre y de su ma- drasta, que por fuerza hablan de ha- cer á al boda una oposición terrible. A cada coquetería de Leonela, á ca- da palabriUa dicha con tono entre despótico é insinuante para Hamar la atención del secretario, Cirilo mi- raba de reojo á los duques, sorpren- diéndose de no advertir en ellos ni la menor señal de desagrado ó de alarma. Subió de punto la sorpresa de Cirilo, cuando habiéndose empe- ñado Leonela en que las acompaña- se al Real aquella noche el duque alabó la idea, apadrinó el proyecto en seguida, y solóse le ocurrió el si- guiente comentario: "Va usted á oír á Tamagno en una de las cosas que mejor canta. No he visto Ótelo más admirable." Al Real se fueron, en efecto, des- pués de saboreado muy tranquila- mente el café. Apenas se instalaron en el palco, comenzó el desfile de vi- sitas y la ceremonia de las presenta- ciones. Do aquellos señorones y ca- balleritos á quienes Cirilo era pre- sentado, unos le dirigían la palabra con interés y cortesía, y oti'o=! .> '»lo le concedían una ojeada deaieñusa. Pocos le alargaban la mano, j^ algu- nos, después de hacerle una cortesía insolente de puro ceremoniosa, le volvían la espalda y se ponían á ha- blar por lo bajo con el duque, ó á reir y bromear con las señoras. Sin embargo, Leonela no le desampara- ba: y al entrar en el palco un seño- rito en extremo elegantón y perfila- do, con venera roja en el frac, de mezquina facha y desparpajo sumo, por la presentación supo Cirilo que era el marqués de Altacruz: Leone- la, en vez de atenderá tan distingui- do y notable galán, consagró más que nunca sus atencione.s al secre- tario, y se puso á cuchichearle casi al oído, celebrando el palii^ue como si fuese muy importante y donoso. Y el engreidísimo Cirilo notó con inexplicable júbilo que al señor mar- qués p:ii-ecia saberle, como quien dice, á cuerno quemado la tal manio- bra. Dos ó tres veces intentó inter- venir en la plática, y otras tantas Leonela le soltó una zarpadita ó ara- ñazo muy mono, que le obligó á re- troceder. Cirilo estaba embriagado de vanidad, y su embriaguez proce- día, no sólo de los mimillos y aten- ciones de la hija del duque, que le entregaba su abanico, le ofrecía una flor para el ojal, le convidaba á pro- bar los bombones de un saquito de raso, (y le tenía materialment » suje- to) sino de cierto suave y peculiar per- fume que exhalaban el pelo y la ro- pa de la duquesa, y que ya había respirado en el coche. También se le subían á la cabeza las luces del teatro; la concurrencia esplendorosa y el arrullo de la música, himno con- sagrado á su triunfo y á los incom- parables destinos que le aguarda- ban. Al retirarse á su habitación, al mirarse á su armario de luna, al des- abrocharse el blanco chaleco, decía Cirilo enloquecido y extático: — Pues, señor. . . . ¡esto va viento en popa! Corrieron algunos días sin que Ci- rilo hallase motivo para no seguir alimentando las mismas ilusiones. El duque le trataba con extremada afabilidad, demostrando especial em- peño en no hacerle sentir la depen- dencia de ningún modo humillante, y en enterarle de muchas cosas que conviene que sepa un joven si ha de abrirse camino en el mundo; y la se- ñorita Leonela, si por momentos le 20 BIBLIOTECA DE «EL MUNDO.» torcía el gesto, parecía querer mor- tiíicarlc y hasta le administraba al- gún arauacillo gatuno, seguía tenien- do horíiü en que, girando la veleta, se mostraba tan pegajosa, tau zala- mera y tan insinuante, que no se re- quería gran fatuidad para creer que en su corazón había abierto brecha el joven, discreto y apuesto secreta- rio, liecobrado aígo de la inevita- ble timidez de los primeros momen- tos, Cirilo empezaba á terciar sin cor- tedad ni empacho en las conversa- ciones, precaviéndose contra la in- discreción y elentrometimientOjpero sabiendo demostrar un aplomo que él mismo encontraba de muy buen gusto. Su vasta cultura y sus múlti- ples conocimientos tenían .ocasión de manifestarse y de brillar, y más de una vez gozó el deleite vanidoso de que sus dichos arrancasen á los duques y á Leonela sonrisas, frases y expresiones de explisita y halagüe- ña aprobación. Sentía, como se sien- te un aire templado y perfumado que nos rodea y emvuelve, la simpatía que iba despertando en los dueños de la casa, y el favorable concepto que gradualmente conquistaba y merecía. Esto le prestaba ánimos y redoblaba la intensidad y brillo de sus facultades. Notaba que empeza- ban á pedirle su opinión, á tomarle por arbitro en las pequeñas discu- siones suscitadas entre ta familia. El mismo duque, con bondadosa de- ferencia, propia de persona de tan escogida educación y de tan gran señor, no se desdeñaba de consultar á menudo á Cirilo, rindiendo tributo á la superioridad y amplitud de sus estudios en determinadas materias. También la señorita Fina demostra- ba espeeialísimo afecto y bondad al secretario: y hasta el señorito Fer- nán, el primogénito, el heredero de la casa, tenía la delicadeza, rara en él, de tratar á Cirilo con una mezcla de fraternidadjuvenily de algo que parecía consideración á su valer in- telectual, demostrada en frases ca- paces de envanecer á una estatua de granito. "Usted, Ilinojales, que es un sabio, me dirá tai ó cual cosa" solía exclamar el duquecito, pegan- do al secretario cordiales palmadas en el hombro. En medio de estas gratas sorpre- sas tan incitantes para el amor pro- pio de Cirilo, notaba este con terror que en la lucha que sostenía en su espíritu los hechizos de la duquesa y las riquezas y posición de Leone- la, mal de su grado iba venciendo lo que menos convenía; ó sea, que el ver de cerca y diariamente á una mujer como la duquesa; el beber la luz de sus pupilas y el recrearse en los juegos de la risa y déla palabra sobre el hendido rubí de sus labios; era gravísimo empeño para un hom- bre que no ha probado aún las amargas delicias de la pasión y que está en lo más lozano y brioso de una tardía y reprimida juventud. A. pesar de las coqueterías felinas, de- siguales y caprichosas de la señori- ta Leonela, Cirilo sentía que hacia la duquesa se le iban el alma y los sentidos, arrebatados por imán po- deroso. Comprendía que ^por una palabra de la duquesa, por una de aquellas miradas que se clavaban en el corazón como saetas de em- ponzoñada punta, daría en tierra con la ambición, la gloria y todos los cálculos interesados, relativa- mente bajos y miserables. En resu- men: lo que Cirilo veía en aquel mo- mento y lo que le trastornaba 'el meollo, era el arco de rosas, el arco fragante y embriagador. Había oído decir Ciri'o— porque son cosas que corren sin que se se- pa quién las averigua y las afirma, —que la duquesa, á pesar de su ra- diante hermosura y los escollos que por por culpa de ella la rodeaban, era dama de intachable reputación. LOS TRES ARCOS DE CIRILO. 21 que jíuardnba á su osposo el deco- ro y líi fiílelitljid más estricta. Aun- que aficionada al mundo y A sus pompas, y dada á divertirse, como mujer tan moza y de tan lucidas prendas, nadie podía alabarse de haber conse^^'uido de ella ni el más inocente favor. Se dejaba incensar, €onr(íia al incienso, lo respiraba, pe- ro ni aun parecía ver á los turifera- rio. A ser Cirilo un seductor de oñ- cio, ducho en las artes de la galan- tería, esta fama de la duquesa le hubiese arredrado, haciéndole com- prender lo arduo y difícil de la con- quista. A Cirilo le eneendió más y más. Parecíale natural que hasta entonces el pecho de la duquesa hubiese sido de mármol, pero que por él se convirtiese en cera blan- da y suave. Sentíase dispuesto á ofrecerla un amor ecuatorial, bien distinto de los insustanciales ho- menajes qiii la sociedad la bviu- daba díari;imeute. Creía que le cuarto de hora de la duquesa había sonado desde que apareció en esce- na el secretario de su esposo, y que asi debía estar escrito en los astros, no habiendo más remedio sino que el decreto se cumx^liese. Cuando más alborotado y nervio- sico le traían estos pensamientos, su- cedió una cosa que, no á él, sino á otro más práctico, y á cualquiera, hubiese puesto á dos dedos de la locura. Y fué que una noche, al re- tirarse á sus habitaciones, que esta- ban en el piso bajo de la casa de los duques y tenían reja y puertecilla al jardín, encontró en el suelo de su dormitorio una cartita cerrada muy cuca, sin sobrescrito, que se apresu- ro á recoger y que devoró con avi- dez, frotándose los ojos como quien ve viciones. El corazón le latía atropelladamente, y la cabeza le daba vueltas, mientras la sangre zumbaba en sus oídos con ruido to- rrencial. Lo primero que había co- nocido, aun antes de leer la carta, fué que el papel era el mismo usa- ba la duquesa para escribir sus bi- lletes de conlianza y amistad. Ciri- lo recordaba, por habcírlo visto en dos ó tres ocaciones en manos de la camarera ó del portero encargados de enviar las esquelas, aquel papel de primorosa forma angostísima, de color agarbanzatituyen para el que las halla una fortuna. El infeliz achi- charrado por el sol y rendido por el consancio, se pasa la vida soñando con el hallazgo inestimable que ha de darle de un golpe libertad y di- cha. A cada momento se imagina que ya tiene la pepita entre las ma- nos, y cree ver el lindo color mate del oro nativo. De repente, ¡oh cie- lo piadoso ! la pepita aparece, grue- sa, pesada, enorme. ... y el lavador de arena duda de sus ojos y no da crédito á la felicidad que momentos antes firmemente esperaba. . . .Algo asi le sucedió á Cirilo. En la primer sorpresa — á pesar de su fatuidad inocente é involuntaria — dudó si la carta que acababa de leer era car- ta verdaderít, y se frotó los párpa- dos y se llevó las manos á la frente, á fin de evitar que se le escapase la razón. . . . No se acostó hasta la madrugada. Febril, agitadísimo,gíirrai)ateó más de media docena de respuestas, sin que ninguna le satisficiese, hasta que logró concentrar en una de ellas todo el fuego de la .sensibilidad y la quinta esencia de la amorosa grati- tud. Nótese que si bieu^era Cirilo novicio en estas lides, le servía de mucho para entrar en ellas con ven- taja la memoria y la lectura. Re- cordando páginas incandescentes de la Nueva Eloísa, del Werther, de la correspondencia de la señorita Aissé, y fragmentos de otras obras literarias modernas y antiguas, y envolviéndolo todo en un baño de I^oesía y de entusiasmo suministra- do por su propia pasión, logró com- poner una carta de la cual no que- dó descontento. Respiraba la carta ardor caballeresco; declaraba que no trataría de forzar el transparen- te incógnito de la bella, y que en público refrenaría sus ojos y vela- ría cuidadosamente para no infun- dir sospechas <á nadie; pero que es- peraba, en compensación, otras pá- ginas más terminantes, .que vinie- sen á ofrecerle la certeza de su ven- tura, en la cual aún no osaba creer. Como discreto y enemigo de traer á colación nada desagradable, Ciri- lo se guardaba bien de hacer la me- nor alusión al duque, ni á los sa- grados deberes que por él infringía la duquesa. — Y al día siguiente, á la hora que señalaba la epístola, Ci- rilo depositó la suya en el mue- ble, diestramente escondida, y se re- tiró al punto, como le mandaban. Por la noche, en el comedor, Ci- rilo, aun cuando trató de guardar el mayor disimulo, de estar lo mis- mo que todos los días, no pudo me- nos de buscar á hurtadillas las pu- pilas de la duquesa. Y hubo un mo- mento .... en que le pareció que se LOS TRES ARCOS DE CIRILO. 23 fijaban en ól con insinuante ener- gía. No saljía Cirilo que las muje- res muy hermosas tienen, entre otios encantos, el de mirar involuntaria- mente á los más indiferentes con al- go de amoroso eíiiivio. Si: aíjuellos magníficos ojos árabes expresaban mundos de ternura y de poesía. A no dudarlo, la duquesa había leído la carta de Cirilo: tal vez la llevase guardada en el seno, allí donde el negro terciopelo del traje, encua- drando la blancura de la soberbia tabla de pecho, ostentaba un riquí- simo broche de limp 'as y celestes turquesas, rodeado de resplande- ciente peilreria. A la noche, al volver á su cuarto, Cirilo encontró iaanhidada respues- ta. La incógnita suplicaba encare- cidamente que no se formase de ella mal concepto por haber tv'uido la apa- rente ligereza de e.-cribir á un h(>m- bre y de mostrarse prendada de él. Era que la incógnita apreciaba en todo su valor las raras prendas de Cirilo, hasta para él mismo ocultas. Ella había sabido discfruir su mé- rito, su instrucción, su talento, su educación completísima, y compren- dido que era Cirilo de esos hombres que rara vez se encuentran y don- de quiera que aparecen deben fijar la atención más que otros, á quienes sólo recomienda y distingue el na- cimiento ó la fortuna. De todos mo- dos, la incógnita, algo ruborizada de la impetuosa contestación del mancebo, se proponía guardar en lo sucesivo gran reserva, probar á su adorador rendido, á ver si en constancia y firmeza rayaba tan alto como en fuego y vehemencia repentina. Excusado parece advertir que en seguida respondió Cirilo, y se esta- bleció una correspondencia larga y tendida entre él y la incógnita, sir- viendo de estafeta ya el tallado mue- ble, ya una jardinera con plantas, colocada á la parte respues- ta á una pregunta de Cirilo, arro- gante y tierna á la vez. ... En tér- minos que. sin pecar de insolente, el secretario se atrevió á valerse de la confusión del gentío para llegar á su pecho el pecho de Leonela, es- trechando á su vez su flaca mano, calenturienta á través del guante. «Pedir más sería gollería.» pen- saba el secretario, cuando, termina- do ya el vals, dejó á la inmutada Leonela entre un grupo de amigui- tas, todas encapuchonadas y muy bullangueras y reidoras. Cirilo se apartó, no sólo por hábil cálculo, si- no porque se acercaba la hora de vestir el dominó y empezar á ma- niobrar hacia el rinconcito del jar- dín de invierno. Acababa de ver pasar á una encapuchada del porte y silueta de la duquesa, y en el mis- rao instante en que hacía el solilo- quio de que también ella esperaba el momento, Cirilo sintió sobre su hombro una mano; volvióse, y vio al dominó de la cruz de Montesa he- cha de flores, que le interpelaba brusca y descortesmente. El diálo- go fué rápido y sustancioso.— «¿Se puele saber dónde has aprendido á mentir con tal frescura, señor secre- tario?»—«En la misma cátedra don- de tú cursaste la necedad.»— «Agra- dece que respeto la casa donde es- toy: á no ser así, tendría gusto es- pecial en soltarte »— «¿Una bofe- tada? Basta la intención. Yo se la pagaré á usted en moneda contan- te, señor marqués de Altacruz.» — «Pues espere usted la visita de un par de amigos míos mañana.»— «Se les recibirá, y ni ellos ni usted ten- drán que quejarse de mí.» Hay instantes en que los aconte- cimientos se precipitan de un modo tal, que no dan tiempo ni á sentir 28 BIBLIOTECA DB pensó elevarle, sft esmeró tanto en rebajarle y obscurecerle, que Cirilo se vio rechazado de todas partes, sin medio humano de romperla con- jura del olvido y de la frialdad des- deñosa que en torno suyo formó su antiguo protector y amo. Hoy, desempeñando una cátedra en un instituto de provincia, única situación que pudieron alcanzar sus méritos, Cirilo suele meditar sobre los problemas de su educación y de su destino. Sospecha que se perdió por falta de cultura moral; porque siendo en todo un sabio y un ate- niense, en su conciencia fué un sal- vaje, esclavo del apetito y ajeno al sentimiento del deber. Ño le con- suela el reconocer que esta deficien- cia es común á toda la generación contemporánea. Además, compren- de que no debió querer remontarse tan de golpe, y que, en resumidas cuentas, le convendría mucho ha- berse casado con Fina, dueña de no despreciable caudal, mujer honesta, sencible y enamorada^ y escalón se- guro para conservar valimiento con el duque. Pero aquella visión de los tres arcos, que tanto le persiguió, aún le persigue á veces, pues la es- peranza y la ilusión nos acompa- ñan hasta el sepulcro; y sé de bue- na tinta que Cirilo espera la gloria y la medalla de académico C, por una Gramática analítica ^razonada y tesoro de etimologías de la lengua prákrita. FIN. I XJIV I>ií^ ^.31.4.. BlBLIOTEC^í^ 13 JE "EL MUIVDO" Sinilia Pardo í^azán. NOVELAS EJEMPLARES XJ]V I>I1jÍl3Xj^. 3j:exico. IMPRESO KN LAS OFICINAS DE. «EL MUNDO.» Segvinda de las Damas número i. 1896. UN DRAMA. Eepresentábase aquella noche, en la Crmedia Francesa, nada menos que la ledra de Eacine. Los perió- dicos habían hablado de su desem- peño como se habla de una solemni- dad artística, y en efecto, la más escrupulosa propiedad y exactitud en decoraciones y trajes y el estu- dio más concienzudo de los papeles, probaban con cuánta veneración se interpretaba en la famosa Casa de I^Iolüre la obra maestra de la tra- g'edia clásica. — Los actores parecían figuras desprendidas de algún ele- gante vaso griego. Mounet Sully, que caracterizó el papel de Hipóli- to, podía, en cualquiera de sus apti- tudes sentidas y nobles, servir de modelo á un artista. Su barba y su pelo rizados con simetría, su blanco palio de lana, de esculturales plie- gues, las cintas y ataduras de la sandalia, que abarcaban bien el con- torno de las piernas musculosas, eran detalles dignos del pincel del decorador de alfarería de las eda- des heroicas helenas. Sin embargo, la concurrencia, que oía en silencio religioso y con res- petuosa atención les parlamentes e Bipólito, de Teramenes, de Ariciay de Enona, sólo parecía despertar y reanimarse al impulso de una emo- ción más viva, siempre que salía á es- cena Fedra, papel qne desempeñaba la Desclée. Mientras los dtmás acto- res, conservando las tradiciones de reverencia fría y convencional que suele infundir la^ clásica pureza del arte, accionaban con acompasada rigidez y declamaban solemnemen- te, la actriz había comprendido que Fedra tiene que ser la mujer eter- na, la pasión que puede modificar sus formas al través de los siglos, pero cuya esencia no cambia jamás. La terrible enfermedad de la hija de Minos, el mal de amor, el mal sa- grado de la antigüedad, el que ati- ranta los nervios y abrasa con altí- sima fiebre la sangre, se revelaba en la gran trágica (nunca tan gran- de como entonces) por medio de una acción romántica y libre, y hasta en ocasiones impregnada de sentido realista, á la moderna. Las lacias actitudes de su quebrantado cuer- po; la expresión conmovedora de su cara; el oscuro livor que rodeaba sus ojos; la contracción de su seca boca; la crispatura de sus manos, que arrugaban el largo pepluw; y sobre todo, la voz humedecida por las lágrimas ó ronca como arrullo de j)aioma per la intensidad del de- seo, hacían que el auditorio, detde- BIBLIOTECA DB «BL MUNDO.» ñando el juego de los demás acto- res, sólo tuviese ojos y oídos para la interesante Fedra. Uu observador, de esos quíi g'ozan reftiíadaineute en comprender y cul- tivan la manía de escrutar almas, persuadidos de que en la humani- dad hay tanto que descifrar, por lo menos, como en los libros, encontra- ría magnífico asunto para sus estu- dios en u apaleo ohncwvo ó baignoire, ocupado por dos damas y tres caba- lleros, que seguían el desarrollo del drama con impresiones tan diferen- tes, como distintos eran entre sí los cinco espectadores. Era evidente que el espectáculo del horrible coadicto m^ral de Fe dra producía en ellos sentimientos opuestisimos que hubiesen podido servir de piedra de toque para dis- cernir inmediatamante la comple- xión moral de cada uno. La obscuri- dad relativa de esa clase de plateas, peculiares de los teatros franceses, sobre las cuales proyecta densa som- bra la línea saliente de los palcos entresuelos, contribuía á que las cinco personas á quienes vamos á conocer, dejasen salir al rostro, sin reparo, las impresiones del terrible drama, que alguna de ellas conocía por primera vez aquella noche, no habiéndolo leído jamás. Instaladas las dos señoras en los asientos delanteros, la una frente á la otra, formaban mareado contras- te sus tipos. La que ocupaba el lu- gar de preferencia, de cara á la es- cena, era la mayor en edad; no tan- to, sin embargo, que pasase de ese período de plenitud y apogeo de la vida femenina, compren lilo en- tre los veintiocho y los treinta y dos. La blancura luminosa y algo ambarina de su piel la realzaba el cabello, teñido del color castaño, como de concha carey, que á la luz tiene ligeros cambiantes cobrizos. ,Este artificio de tocador, inspirado en pasajero capricho de la moda, por casnalidad, en la figura espe- cial de aquella dama era artístico acierto, pues completaba la seme- janza de su cabeza con las de las mujeres de Veroneso, en quienes el evidente vigor físico sólo sirve para revelar la vehemencia y energía de la voluntad. La robustez y vitalidad profunda de la dama sentada en la baignoire, no se expresaban con formas mórbidas y turgentes, como en los modelos de Rubens, tan ma- terialotes y carnosos, sino en la bue- na proporción del cuerpo, en la vic- toriosa juventud que conservaban las formas, en el brillo deslumbra- dor de la dentadura, en la morvosa elegancia del cuello y de las manos, en el sólido tejido de la epidermis, en la riqueza del cabello que se es- pesaba en la dura nuca de marfil,^ según permitía ver el peinado, de alto rodete mezclado con bucles va- porosos.— Aquella mujer, que coa su delgado talle, su busto recogido, su fino cuello algo inclinado, en ac- titud de quien escucha atento, y la delicada línea de sus brazos, ceñi- dos por el elegante guante de Sue- cia, y apoyados en el antebrazo de la baignoire, podía parecer desde lejos una belleza llena de espiritua- lidad, era realmente, visca de cerca, uno de esos seres en quienes la ar- diente y fuerte acción de los senti- dos se explica no sólo por antece- dentes de raza y de familia, sino por circunstancias de la vida, que completan la obra de la naturaleza. Durante tres generaciones, los as- cendientes de Teodora se habían cásalo jóvenes, tenido pocos hijos, y criádolos en una aldea de la cos- ta italiana, al borde del mar, donde poseían hacienda. Era una familia oriunda de Ñapóles, llamada de los Gabrielli. La madre de Teodora, de rara belleza, casó con un caballero loronés, Gastón de Montcal, enri- UN DRAMA. qnecido por la herencia de un tío que pasó á la Guyana y se trajo de ailí mucho oro g-anado entre aven- turas y lances que nunca se supie- ron con exactitud, pero que se leían en su rostro amarillo, surcado y de- vastado por las privaciones y los sufrimientos. Los Montcal habían sido ligeros, duelistas, enamorados; y si el padre de Teodora obtuvo la mano de la hermosa Jacoba Gabrie- lli, lo debió á que, manteniendo las tradiciones de su familia, se empe- ñó en andar á estocadas con otro pretendiente ya aceptado de anti- guo, y esto y la involuntaria prefe- rencia de la italiana por el atrevido hidalgo, decidió en favor suyo la contienda. Teodora fué el único fru- to de este enlace. Poco después de su nacimiento, la madre contrajo una de esas enfermedades que ha- cen mayores estragos en las orga- nizaciones recias y vigorosas, — la viruela, — y á ella sucumbió en po- cos días. El enamorado esposo — inconsolable entonces, aunque des- pués harto se consoló, como vere- mos— se retiró al campo, dejando á Teodora al cuidado de sus abuelos maternos. Teodora se creó en Italia y se recreó en París. A su infancia y adolescencia pa- sadas á orillas del Mediterráneo, á sus atrevidos juegos en la playa, por donde la dejaron travesear semides- nuda, con los pies encharcados en agua salobre y las manos llenas de algas, arenas y conchillas, debió Teodora la rica sangre, la intacta energía de un temperamento meri- dional puro, de instinto, de ímpetu, de esos que acaban por prevalecer y dominar sobre las demás influen- cias de la vida. La huella de una existencia tan decisiva para lo físi- co y lo moral de una criatura, rea- parece imperiosa y casi fatal al tra- vés de todas las situaciones en que puede encontrarse el ser humano. Por más que la frivolidad parisien- se, sus excitaciones enervantes y sus placeres casi siempre vacíos y facticios, que borran el carácter y embotan el sentimiento, pasasen des- pués sobre Teodora Montcal, no ha- bían de conseguir nunca desgastar y reducir al molde común de la pa- risiense versátil y amuñecada á aquel trozo de marmol pagano, pu- lido por los besos del sol y las áspe- ras caricias de la brisa que riza el oleage. A los quince años, Teodora fué llamada al lado de su padre, que acababa de enviudar por segunda vez y tenía de las segundas nup- cias un niño, á quien esperal)a que cuidaría Teodora. La primera en- trada de ésta en la casa paterna fué coger á solas al muchacho, su her- manillo, y profiriendo una blasfe- mia aprendida de los pescadores del golfo, y en la cual había san- gres y cuerpos de algo divino y sa- cratísinio, abofetearle duramente y morderle después la oreja, con una crueldad y unos dientes agudos de tigresa joven. Y como el padre, in- terviniendo para salvar al rapaz, reprendiese indignado á Teodora, ésta, echando venablos por los ne- gros ojos, declaró que á aquel chiqui- llo le aborrecía, que le había detes- tado á aquel hijo de cabra desde el instante de verle, que era horrible, que era odioso, y que no respondía de sí, caso de que volviesen á ponér- selo delante. El mismo día ]\íontcal depositó á su hija en un convento del Sagrado Corazón, no sin escri- bir á los abuelos una carta muy se- vera, lamentándose de que hubiesen educado á su hija como á una sal- vaje, ó peor aún. Cosa extraña: la salvaje dio bien poca guerra á las monjitas. Como si se hubiese convencido de que por el camino de abofetear y morder ore- jas no se iba á parte alguna, ó como si desease aprenderla ciencia de las BIBLIOTECA DE «EL MUNDO.» buenas formas y de la moderación, indispensable para que una señorita se presente en el mundo, la salvaje se hizo en breves dias una colegiali- ta encantadora, aplicada, obediente, g'raciosa, zalamera, que embelesó á las monjas y se captó las simpatías délas educandas. Aprendió con faci- lidad sorprendente cuanto la ense- ñaron, y su memoria y suinteligen- cia fueron encanto de las proteso- ras y envidia de las compañeras de colegio. Sin embargo, el padre, no sin causa prevenido contra la hija no se fiaba; \ tanto no se fiaba, que para tener en su casa mujer, alguien que velase por el ni-ño, pa- so á terceras nupcias. Entonces los abuelos de Teodora hicieron el sa- crificio de establecerse en París; re- clamaron á su nieta, la sacaron del convento, y picados de honor, com- pletaron su educación de un modo brillante, con escogidos profesores á domicilio. A los veinte años, cuan- do salió de su capullo, Teodora de Montea! era, en lo exterior, la más pulcra damisela, la más delicada in- genue que cabe soñar, según el pa- trón clásico de la tierra donde to- davía informan el sentido de la edu- cación de las jóvenes las ideas co- rrectas y relamidas de la ilustre fundadora de San Cyr. Pero en vano cubriréis con tierra de labor ó con infecunda arena el ardier.te cráter del Vesubio. Sí: al- gún tiempo creeréis haber triunfa- do de la tenaz naturaleza. Veréis en las laderas antes surcadas por la lava destructora germinar una ve- getación pacífica, la viña verdeará, el olivo extenderá sus brazos car- gados de fruto, el suelo no se estre- mecerá de terror, en el horizonte no flotará el penacho dehumo que anun- cia la catástrofe, el cielo será puro y azul, el mar parecerá una balsa de líquido zafiro, encerrado en con- cha nacarina Un dia, mientras dormis, imperceptible bostezo con- mueve ligeramente las entrañas de la tierra: diríase que aquel leve mo- vimiento ni aun puede derrocar un paredoncillo arruinado. Sin embar- go, la oscilación aumenta, y una chispa de luz rojiza colorea la cres- ta del monte. Entonces, los que co- nocen el país, los que saben como se inicia el tremendo cataclismo, recogen á escape su hacienda y sus ganados, y huyen sin mirar atrás, con el pánico en el corazón y la pa- lidez de la muerte en el rostro. Es que ya la lava en fusión, serpiente horrible de llama, les persigue y les acosa, 3" desciende en hervidoras aleadas, abrasando cuanto encuen- tra, dejando el suelo arrasado y con- virtiendo en inmensa hoguera pue- blos enteros, que luego sepultará la lluvia de cenizas. El Vesuvio se ha despertado: peor para los que creye- ron que dormiría siempre. II Tres años después de su apari- ción en el mundo, Teodora deMont- cal hizo una brillante boda con un español de distinción, rico é ilustra- do, lo que se dice el ave "fénix, Ja- cinto Castellá j Manrique, hijo de un opulento negociante de Bilbao que tuvo el buen sentido de liqui- dar, fincar y dejar á sus hijos Jacin- ta y Fermina un caudal á prueba de reveses. La hermana de Caste- llá era la señorita que ocupaba el asiento de frente á Teodora; el ca- ballero sentado detrás de ésta^ su marido, y el que con Fermina con- versaba á media voz en castellano, y con acento que revelaba naciona- lidad española, era su prometido,. Lorenzo Gurrea. He dicho que por el efecto que pro- ducía en aquellas cuatro personas la representación de Fedra, pudié- rase conocer lo intimo de su modo UN DRAl^tA. do sor, esa esencia oculta que, per- maneciendo tal vez encubierta mu- chos años para los que ven las co- sas desde afiit'ra, se revelará infali- blemente al primer conflicto, á la primer circunstancia grave y deci- siva, de esas que desnudan el alma. Jacinto Castellá, el esposo de Teo- dora, seguía la representación con pura curiosidad y grato dilettantis- 7)10 de literato y artista. Ambas co- sas era de afición, no por oficio, y por necesidad mucho menos; y cul- tivaba sus gustos delicados y selec- tos con íntima convicción de que no le habían de llevar á la inmortali- dad, y sin esas aspiraciones ardien- tes á la gloria que gastan tanto flui- do nervioso y después de las cuales cae á veces el artista genial y crea- dor en profundo desaliento y negro pesimismo. El millonario Jacinto Castell.'i, al par que iba reuniendo selectísima biblioteca de obras ines- timables: al par que recorría las tien- das de los anticuarios y escribía á todos los puntos del globo para en- riquecer su galería de cuadros ó su interesante colección de hierros for- jados góticos y bronces de la época griega y romana — se entretenía en rimar, en cincelar, mejor dicho, ver- sos materialmente perfectos, pero incoloros, tibios, sin esa chispa di- vina de inspiración que caldea la forma y la hace inflamar el espíritu del que lee. La forma, en los versos de Castellá, era inerte, aunque co- rrecta y pura, y cuando se decidía á imprimir un tomito, de forma ra- ra, en tirada de muy pocos ejempla- res numerados, sobre papel de hilo, de cuba, con viñetas y finales de Yierge, nunca faltaba algún crítico académico y docto que le enviase bocanadas de incienso rancio, en ar- tículos empedrados de arcaísmos, y que por otra parte nadie leía. Una especie de discreta reputación, una reputación mate, sin reflejos, rodea- ba el nombre de Jacinto Castellá, prestándole vaga aureola de distin- ción, más bien de persona culta que de literato. 101 no aspiral>a á otra cosa. La belleza del arte la sentía como recreo, como algo que se hace á su hora y que presta á esa hora el encanto peculiar de un goce tran- quilo. Jacinto era una naturaleza linfá- tica, perezosa, y lo revelaba bien su fisonomía. Frisaba, cuando le cono- cemos, en los treinta y ocho, y na- die podía llamarhí feo, pues sus fac- ciones eran finas y aniñadas, me- diana su estatura, y su cuerpo, aun- que algo encorv^ado como si conser- vase la posición del que lee ó se in- clina para examinar un cachivache curioso, no carecía de soltura y ele- gancia bajo la bien cortada ropa. Pero los ojos de un azul apagado y frío: la bari-a castaño pálido; el pe- lo suave, ralo ya, y las sienes des- pojadas de él; la boca inteligente, de delgados labios y de indolente expresión; las manos larguiruchas y marchitas, como de viejo, todo de- lataba en Jacinto Castellá al indivi- duo de sangre pobre y escasa ener- gía física, producto de unas cuan- tas gen oraciones nerviosamente ago- tadas por el trabajo sedentario y la devoradora ansiedad del tráfico y la ganancia. En efecto, la fortuna de la casa Castellá y Amblera, cimen- tada oscuramente por el Ijísabuelo de Jacinto, no se consolidó hasta que su padre se hubo lanzado á grandes negocios de carbón y de mineral, en los cuales más de una vez vio cara á cara y amenazadora la quiebra, y despertó de noche con el estremecimiento que precede al suicidio. Jacinto, liquidada su par- te, no tuvo ánimo para arrostrar ta- les sustos, y vivía apaciblemente, entretenido con sus aficiones, des- lumhrado un momento por la belle- za de Teodora, de quien se habia 10 BinHOTECA DE «EL MUNDO' prendado como se prendaria de un objeto de arte, de una estatuilla grieg'a ó de una soberana testa de Venus encontrada en al^^-una exca- vación. Aquellas puras lincas, aque- lla soberana forma modelada i)or iin artííice que cuando quiere sede- ja atrás á los escultores pag-anos, ejercieron sobre Jacinto una atrac- ción que por aljíún tiempo pareció amor, y amor ardiente y profundo. Sin embargo, incluido ya en colec- ción el precioso objeto, calmóse, co- mo suele suceder, la fiebre del colec- cionista, pero no el empeño de con- servar aquella inestimable joya en lugar preferente y visible, sobre fondo que la hiciese resaltar, de ma- nera que envidiasen á su afortuna- do poseedor. Con el mismo esmero con que editaba y encuadernaba sus tomitos de poesías, Jacinto Castellá presentaba en público á su hermo- sa mujer, ataviada y prendida con estudio y arte. Hasta tal extremo llegaba la inocente vanidad de Ja- cinto, V tal era la fe de Teodora en la natural inteligencia estética de su esposo, que tenía empeíio en llevar- le consigo á esas excursiones á casa de modistos, zapateros y joyeros, á las cuales prefieren siempre ir solas las damas. Doucet, el célebre sastre de señoras, profesaba gran consi- deración á Jacinto, y le consultaba gravemente sobre ciertas restaura- ciones arcaicas, destinadas á refres- car y acentuar la moda contempo- ránea. En Fermina, la hermana de Jacin- to—mucho más^joven que él, como que representaba veinticuatro años á lo sumo — notábase que la trage- dia, lejos de producir el deleite y la refinada complacencia que en su hermano, causaba una eztrañeza unida á cierta curiosidad m;ts bien repulsiva, del género de la que ha- ce que al cruzar por la calle y ver un corro formado al rededor de un objeto de espanto, un hombre muer- to de muerte violenta, en vez de pa- sar de largo, nos incorporemos al corrillo é intentemos ver, para cu- brirnos luego con las Tnanos los ojos y estar todo el día reviendolíi horri- ble imagen. Es evidente que á Fer- mina le parecía monstruosa aquella mujer agonizando de incestuoso amor, declarando en un impulso in- vencible, solicitando al propio hijo de su esposo, increpando á los dio- ses porque encendieron en su seno y en el de toda su raza una funesta hoguera; y ni la sonoridad y armo- nía de los versos, ni la admirable profundidad del estudio psicológi- co, ni la verdadera grandiosidad de la catástrofe moral de Fedra, exis- tían para aquel alma joven y vir- gen, que conservaba frescas las no- ciones de estricta moral y de nor- rr^alidad sana aprendidas en el ho- gar de la familia y corroboradas en la atmósfera de un pueblo de pro- vincia influido por la probidad co- mercial y guiado por el confesona- rio. Fermina, tardío fruto de una unión que duró cerca de cuarenta años, creatura engendrada en indi- ferente abrazo conyugal por un pa- dre devorado de inquietíides que nada tenía que ver con el amor, ha- bía sido en todo y por todo, figura y carácter, á su madre que, libre de los cuidados que al negociante abru- maban, y en la edad robusta de los treinta y siete años cuando concibió á Fermina, impuso su temperamen- to bien equilil3rado y su excelente complexión á aquel último vastago. No cabía tipo más opuesto al de Jacinto que el de Fermina. Esta lu- cía una frescura vulgar, semiplebe- ya, y era de correctas facciones, al- go carnosas; de buenos ojos ras- gados y francos, duros cuando se enojaba; blanca, pelinegra, guapa, sin expresión j sin el encanto inde- finible de una sonrisa inteligente; UN DRAMA. 11 ibla?i- cos españoles. Kn acjuel palacio de la silenciosa calle de (lalande no era Gurrea Pinos el modesto a<^ente de negocios; á boca llena y con respe- tuoso acento le daban los más cali- ficados representantes de la aristo- cracia del f(fuhoi(r(/, no sólo su ti- tulo de general^ sino el de marqués de la Resolución y vizconde de Am- Dosta, mercedes al^o quiméricas que le concediera Don Carlos por una acción obscura, pero realmente be- roica y admirable, ganada cerca de la villa y fortaleza de que eran cas- tellares los Lunas. En las contadas salidas de Lorenzo, exigía la ancia- na señora que s'^ lo llevasen á al- morzar y á comer, y con un desen- fado que procedía directamente de la tradición del siglo XVIII, hartá- base de pronosticar á aquel cliar- niant garcon, á aquel heau fils, toda clase de triunfos incruentos y un brillante matrimonio. La misma idea expresaban mudamente los ojos de las linajudas damas y damiselas que de noche se reunían en el palacio, á hacer labor para los pobres, pues no podían sacar hilas — ni ya las sacarían aunque hubiese guerra , dados los adelantos científicos — pa- ra los insurrectos. La sorprendente gallardía de Lorenzo hizo latir en secreto el corazón de alguna des- cendiente de los cruzados. No entrciba en los planas del vete- rano, entonces, el que su hijo ascen- diese por medio del matrimonio. En su fe inquebrantable — pues Gurrea, si traficaba, traficaba como los he- breos, esperando la venida del Me- sías— creía que era inminente otra guerra civil, la decisiva la última, la que había de restablecer el dere- cho y consolidar la religión, y en ella veía, cabalgando á su lado por las abruptas montañas y las feraces planicies aragonesas, al apuesto mo- zo, con los dolados cordones de ayu- dante, que refulgían al sol de la vic- toria ! Pero ¿quv tendrán los sueños, (jue aun cuando los acariciemos coa vida y alma y les consagremos la lior del pensar, son las realidades las que al fin guían nuestrosiactos? Gurrea estaba seguro, lo que se di- ce seguro, deque vendría la guerra, la guerra más terrible de todas, el alzamiento general, la conflagra- ción . . . . ! pero, por si acaso .... por si se hacía esperar mucho. . . .por si Dios quería probar una vez más la paciencia y el sufrimiento de los huellos y prolongar el castigo de España.. . .no seria malo que Loren- zo encontrase en su camino á la he- redera opulentísima, sobrado feliz en aceptarle por esposo, y cuyas ri- quezas podrían hoy ó mañana, ¿quién sabe? contribuir al triunfo de la cau- ca santa Mal conocería la psicología espe- cial de hombres como Gurrea Pinos quien creyese que al imponérsele la idea, pensó en las niñas del faubourg, por más severa que fuese su educa- ción, por más decantadas y cristia- nas que fuesen sus costumbres. El españolismo de Gurrea revestía ca- racteres pasiouales, y su odiosidad y prevención contra la mujer fran- cesa rayaba en fanática manía, aun- que su instinto de cautela le enseña- ba á ocultar esta tirria, que le hu- biese obligado á desertar de la úni- ca casa donde se le recibía con ho- nor y halago. — El veterano, infatua- do é iluso, pensaba en viajes á Es- paña, donde Lorenzo encontraría desde el primer instante la millona- ria esposa que merecían sus pren- das. Y cuando maduraba estos pro- yectos, ocurrió la muerte del padre y la madre de Jacinto Castellá, la li- quidación de la casa y la vuelta de Jacinto con su hermana á París. La nueva razón social Amblera y Com- pañía conservó su confianza á Gu- 16 BIBLIOTECA DB BL MUNDO.» den que inspiran á los nadadores capaces de arrostrar el ímpetu del océano las travesuras de los niños en la playa ó las proezas de losque se bañan con vejig-as y co¿>;idos del bañero para que no los tumbe la ola. En aquella mujer de tan ardorosa vida y tan brioso espíritu no cabían simulacros. Si se supiese alg-unas veces en qué estriban la virtud y la buena fama, quizá se las encomiaría me- nos, ó se comprendería que antes de ensalzar ning'ún acto humano ha}'' que estudiar sus orígenes y sus secretos resortes. Teodora, jamás prendada de Jacinto Castellá, mera- mente persuadida de que era un ma- rido á propósito para colocarla en el puesto social qne la correspon- día, había sido fiel á sus promesas, y ninguno de los muchos admira- dores de su belleza y su ingenio y de las mil seducciones que la in- cluían en el número de las mujeres de moda en París, podía alabarse de haber conseguido sino lo que se consigne de toda señora de buen trato: una sonrisa, algunas palabras afablc,s. La libertad que Jacinto otorgaba á su mujer permitió á ésta formarse un pequeño núcleo de amigos selectos é inteligentes, que acudían á su saloncito á tomar el té los miércoles por la tarde, y que todos, cada uno á su manera, po- dían estar platónicamente entusias- mados con la señora de Castellá, pe- ro éntrelos cuales hubiese sido muy censurado el fatuo que asediase á Teodora con pretensiones ridiculas y aparentes, teniendo el mal gusto de comprometerla — cosa por otra parte difícil con mujer tan pruden- te y de tan probada discreción. — Dos ó tres intentonas de galancetes de la colonia española ó de clubmen de la «alta goma» parisiense, encon- traron en la dama inmediato y serio correctivo, lo cual robusteció en la tertulia de los miércoles la convic- ción de que Teodora era una mujer intachable y Jacinto un hombre feliz. Componíase aquel senado de gen- te de distinción y aficionada al arte, sobre todo, á las antiguallas, curio- sas; y esta clase de gustos daba pie para correrías y excursiones intere- santes por los rincones de la gran capital, desde las visitas á los talle- res de escultores y pintores y los apetecidos harnizajes de las Expo- siciones primaverales, hasta las in- terminables sesiones en las tiendas y trastiendas de anticuarios y cha- marileros. Los amigos de Teodora — el general Herbay, el portugués conde de Vedras-Novas, el diplomá- tico chileno D. Cármenes Valenzue- la y Castillo — eran gente ya entre- cana, galante aún, pero prorensa á decir bien de la mujer entendida, her- mosa yladulada que no les infligía el espectáculo, siempre mortificante pa- ra la vanidad masculina (mucho más excitable que la femenina) de prefe- rencias á ningún hombre joven y peligroso. Cada uno de aquellos ga- llos con espolones tenía su manía peculiar: Herbay kis tallasen made- ra y las porcelanas; Vedras-Novas los grabados antes de la letra y las medallas; Valenzuela los esmaltes y los códices miniados, y era para ellos un recreo delicioso poder en- señar sus hallazgos y hacer admirar por vigésima vez sus colecciones á ia encantadora dama, y oír de su boca la oportuna frase de aproba- ción y la amable chanza, que es un halago amistoso. Del núcleo de los miércoles salía esa primer aura de conversación que, propagándose por círculos concéntricos, va formando la reputación de una mujer, aun en las grandes capitales. Como en las cuestiones de sentimiento todo da- to tiene su importancia, no fué indi- ferente para el desarrollo del dra- ^UK DRAMA. 19 ma que he de referir esta aureola de respeto que á Teodora rodeaba, porque la gran juventud de Loren- zo—que hacia que aún ]trepon(le- rase en él, soLre el elemento de la adqui.sieión ciipí rinicntal, el del sen- tido de su educaeión eí^trecha — bas- taría jara que viese de muy distin- to UiOilo á Teodora si éste registra- se en su historia alguna de esas aventuras ruidosas que son estigma iuiljoirablc para la mujer. Teodora poseía la íueiza que presta la niti- dez del pasado, la fiima intacta y limpia, y á la vez el poderoso atrac- tivo de un rostro que revela que es- te triunfo no es hijo de la frialdad, sirio corona de una lucha perseve- rante con un alma de fuego. Kadie puede calcular si cosas que hacemos con intención de producir ciertt' resultado produciríhiotro dia- metralniente opuesto. Eabía entra- do Lorenzo Gurrea en el hcgar de Jacinto sabiendo que iba. á preten- der la mano y ganar el corazón de Feímina, y entre las instrucciones previas de su padre, figuraba en primer término una descripción del carácter de las tres personas que componían la familia Castellá Des- pués del panegiiico de Feímina, di- jo el general primores de Jficinto, calificándole de cumplido caballe- ro, de generoso y forn refinamiento, duplicado por la cul- tura artística adquirida al lado de su marido, la impidió estar en g'uar día, en los primeros tiempos, contra aquel hombre que resueltamente la odiaba. — Y aquí prosigue la serie de las pe(iueñeces que de pronto desprestigian una autoridad y anu- lan su iníiujo en una alma candoro- sa y hasta entonces sumisa. — Es el caso que el g-uerrillero, á la vez que la decisión súbita y feliz, había te- nido que practicar en sus difíciles tiempos de emboscadas y peligros un exagerado disimulo, una cautela extremada hasta la comedia y el engaño. Temeroso de que su anti- patía hacia Teodora se descubriese y ocasionase algún entorpecimiento en los proyectos m-itrimoniales que con tal fruición acariciaba, Gurrea Pinos adoptó frente á la mujer de Jacinto Castellá una actitud de ca- balleresca galantería y de cordiali- dad brusca y obsequiosa, que pare- ció á Lorenzo, después de lo que había oído, rasgo de hipocresía de- testable. Cuando toda una educa- ción se funda en la veneración que inspira una persona y en la aquies- cencia constante á sus opiniones, y no en principios que acepta por ra- ciocinio el educando, no puede des- conceptuarse el maestro sin que se conmuevan todos los principios que su autoridad impuso. Así le sucedió á Lorenzo con su padre. El instinto de rectitud y la inexperiencia del mozo se unieron para juzgar muy severamente al General, y para que, en cambio, la esposa de Castellá ad- quiriese la aureola de la mujer in- justamente acusada por quien no tiene ni el valor de atacarla frente á frente. Sin embargo, aquella Teodora en cuya conducta nadie, ni su más ju- rado enemigo, podía poner la tacha más leve, había pasado cinco ó seis años — casi tantos como contaba de fecha su matrimonio— acostándose y levantándose cada día con la fir- me convicción de que esperaba al hombre de su destino, que la reve- laría lo desconocido y lo infinito del sentimiento. La superficie psicoló- gica aceptada por la literatura, nos presenta á la mujer, antes de la fal- ta, entregada á vacilaciones y pene- trada de horror al presentir y temer la caída. En la realidad sucede mu- chas veces lo contrario: la caída in- terna puede ser consciente, y se dau bastantes casos de que no la siga la caída externa. Si en toda mujer hay pudores y delicadezas que persisten á despecho de los mayores extra- víos, estos pudores no siempre im- piden que en el cerebro se dibujen claramente, no las imágenes grose- ras y materiales del amor, pero sí todo «u desarrollo fatal, de crecien- te interés, como los dramas buenos. En una palabra, Teodora no sufría las angustias de la lucha consigo misma al representarse lo que suce- dería así que apareciese el i\\XQ,tenia que aparecer. Pertenecía Teodora al número siempre escaso, y cada día más en nuestras sociedades — donde los caracteres se mitigan y borran sin cesar — de los seres que se aceptan enteros á sí mismos, que no discuten sus propensiones, y que traen á la vida la exigencia de co- brar una suma de felicidad á la cual se creen con derecho. La índole de Teodora era de mujer del Renaci- miento, voluntariosa, perseverante y varonil, con Tiás fibra que ner- vios, y con nervios bien templados para la dicha. Si no cedió jamás á la intensa sed de amor que sentía, era porque, llena del escrúpulo de una naturaleza esencialmente esté- tica— del Renacimiento en eso tam- bién— había encontrado hasta en- tonces groseras y mal labradas las copas que encerraban el divino be- bedizo. No porque algunos de los TIN DRAMA. 21 c\riv la ascdinroii fuesen lionibres (U^ premias y tie arií-loeiálico alikla- iniento, sino porque Teodora no se coiiteiilaLa eon t;in poco, y aspiraba ú reeibii, amén de la impresión es- tética de Irs seitidos, )a del alma, inspirando nn senlimií nto siijnt n¡o, quí' en violencia y en soberana re- beldía se asemejase á lo que ella misma era cajiaz de sentir y ofrecer. Los chiltutn y los gomosos no te- nían para Teodora la miisciilatiira moral suficiente. Una historia clan- destina y vergonzante, una pildora de libertinaje secreto, nuis ó menos dorada.... eso sería todo lo que prometiese una aventura con IMax de Keradec ó con Armando de Ei- ch( planes. Su instinto deaitista bas- ta en la pasión, decía á Teodora que isólo un hcnibre que llevase en las venas sangre de una raza como la española, en la cual todavía no se ha divorciado el elemento sentinicn- tal del sensual, una raza en que to- davía hay fé, abnegación y locura, podía encarnar el soñado tipo. Y para éste reservaba Teodora el den de las hadas. Fuerza es convenir en que estos cálculos hechos de antemano, estos laboriosos edificios y estos planes y combinaciones, suelen echarlos por tierrales movimientos esportímt os del corazón, en una de esas inespe- ra d a d a s h r i a s o n q u e u n a 1 m a a c e p t a el yugo. Tal le hubiese acontecido quizás á Teodora cuando conoció á Lorenzo, aunque Lorenzo no reali- zase, per casur.lidad extraña, el ti- po mo'al viviente en la imaginación de Teodora. Otra mujer nunos te- naz, menos segura de su poder, me- nos resuelta á crear su porvenir que Teodora, cacria en el desaliento, cuando al tropezar con Lorenzo, le conoció como pretendiente d( clara- do desde el primer día á la mano de Feímina Castdiá. En Teodora, por el contrario, la impresión deliciosa y profunda de la vista de Lorenzo se acrecentó con el viril y acre pre- sentimiento de la lucha que liabria que sostener y de las vallas que ha- bría que saltar. Qut Lor( r.zo. extra- ño á la familia Castellá, amase á la mujer de Jaciiilo, p( dia ser un ca- pricho, un arrebato de la juventud; pero que Lorenzo, concertada su boda, casi marido deFeimina, aban- donase á la novia por la esj osa del hermano. . . .¡eso si que ya merecía arrostrar las terribles contingencias de la iiifracción del orden moral y de la boleiada al mundo ent(ro! Consecuente en su sistema, domi- nado el Ímpetu de su peiverí-a vo- luntad, Teodora, con la diplomacia del que aspira á un fin ansiadisinrio y con el tacto de la n¡ujer que pene su inteligencia si servicio de su de- seo, en vez de exhibir ante Loren- zo una coquetería que le hubiese alarmado y repugnado, adoj»tó ac- titud tan delicada, tan correcta, tan decente, que era imposible que de dama, que así aparecía, se pensase sino bien. La gradación de su con- ducta no fué menos hábil. Al prin- cipio se mostró alegre, franca, chan- cera, fratern/il, casi, con Lorenzo. Después, ccmo si los sentinaentos al pronto indefinibles se le hubiesen rebelado lentamente, empezó á nios- trarse reservada, melar.cólica, ab- sorta á veces, grave, y hasta des- igual de humor. Como la Uania qiie se activaba y la consumía; y los ine- vitables celos que sentía al ver á Fermina y Lorenzo mano á mano, palidecían sus hírn.osas mejillas y se cercaban de suave oscuridad sus brillantes ojos, no fué difícil que Lorenzo notase estos síntomas y pregúntasela causa con interés Contrastataban demasiado con la vi- sible y aturdida alegría de Feím.ina para que no obligasen al joven á establecer involuntariamente esa contparacion que es el primer sin- 22 BIBLIOTECA DB cHL MUNDO.» toma d« la prediloícción pasional. Casi si'v*,inp/c, quos*» «mplííza á amar, so empi'-'.za tam')ic!i á dotiistar en otros cualidades opuestas á las del objeto qu-^rido. Los colores vivos y la jovialidad fastidiosa do Fermina lleg'arou á causar te lio á Lorenzo, sin que adivinase que el verladero oríg'en de sn tedio era que contras- taban con la lang-uidez, con la pen- sativa actitud de Teodora. La labor de ésta, en los once me ees que ya vduraba el noviazg-o, ha- bia sido de arte, pero de un arte maravilloso. Se propuso que no transcurriesen:! día sin que Loren- zo rvícibiese de ella alg'ún chispazo, algún lig'ero roce mora!, que se gra- base en su memoria, en su alma ó en sus sentidos. Ya era una actitud estudiada y expresiva, ya una frase, ya una confidencia amistosa á me- dia voz, ya el dejar ver, con tal sen- cillez que parecía descuido, bellezas de esas que el tocado generalmente encubre, como los redondos brazos ó la rica mata de pelo suelta. Con Lorenzo fué tanto más eñcaz este sistema, cuanto que, al contrario de Teodora, la idea de que entre Teo- dora y él pudiese existir algo m is que amistad ni se le pasaba por las mientes. Sin desconñanza se deja- ba envolver y penetrar insensible mente por aquella mujer de su\^o fascinadora, y más cuando se lo pro- ponía. Libre de todo recelo porque llevaba el rótulo de novio de Fer- mina y por que Teodora iba á ser su hermana c isi, no reeel iba m'rarla con pueril complacencia, detallar sus perfecciones, recontar sus en- cantos y hasta sentir las penas ocul- tas que delataba su abatido rostro. Teodora notó que ya estaba bien preparado Lorenzo para poder arriesgar una experiencia deñnitiva, Si lo dudase, se habría convencido al observarle durante la representación de Feira. No tenia Lorenzo las en- trañas de roble del duro hijo déla amazona, dt; aquel Hipólito que só- lo ve en la mísera Fedra un objeto de horror. Y al notar cómo la pa- sión transformaba el semblante j humedecía los ojos de Lorenzo, sin- tió Teodora la alegría insensata del jugador que acierta con el nú- mero En el mismo instante en que Teo- dora veía abierta la brecha para en- trar en el corazón de Lorenzo, apa- recía en el palco el veterano. Su presencia fué para Teodora la vuel- ca á la realidad. De una ojeada co- noció las Inmensas dificultades que ofrecía su empresa. Lo de meno.s seria el maniático de arte que se lla- maba Jacinto y la creatura poco complica la y vulgar que era novia "de Lorenzo. Pero aquel viejo terri- ble, con su ojeada de ave de rapiña que escruta el horizonte, con su crá- neo duro y sus velludas manos; aquel veterano que no conocía ni el miedoni las transacciones con el de- ber y, que leía en el alma al través del velo engañoso de la carne.... era el ver ladero enemigo con quieu había de luchar Teodora. !Y que lu- charía! Los adversarios , cruzaron una mirada relampagueante, y el general no frunció el entrecejo, por- que disimulaba ya: al contrario, son- rió y tendió la diestra á la dama, en silencio, pomo m:)lestará Jacinto. Caia el telón sobre la catástrofe de la tragedia y los espectadores se aglomeraban en los pasillos reco- giendo abrigos y sombreros, cuando Teo lora, cogiendo con naturali lal el brazo de Lore.izo, salió delante, siguiéndola Fermina, que se apo- yaba en el del general. Mucho se ha hablado del peligro de verse á solas; pero es más arries- gado todavía, cuando se inician cier- UN DRAMA. 23 tos dosórdonos on ol alma, o.l encon- trarse», aislavlos en niedi'» de una multitud indiferente. Lorenzo, al romper entre el u'i'ntio n()tal)a con- tra su l)razo un eco débil, poro per- ceptible, del impetuoso latir del co- razón de Teodora, y el lig'oro tem- blor del cuerpo que sostenía se co- municaba al suyo. Su mutismo da- ba indicios claros de que el obser- var todo esto le causaba honda preo- cupación. No era la primera voz que habian reinado entre Teodora y el novio de Fermina esos silencios tormentosos, cargados de electri- cidad, que presagian la tormenta. Sin embargo, Lorenzo, descuidado aún. con la conciencia tranquila á pesar de la involuntaria vibración de sus nervios, no se daba cuenta sino de dos cosas bien inocentes y naturales: que Teodora estaba muy triste y que á él la tristeza de Teo- dora -e inspiraba profunda compa- sión, mezclándose en el sentimiento extraño y enervante que sufríalas recientes impresiones de la trage- dia de Racine y las ya familiares del trato con Teodora. Mientras los dos callaban, prote- gidos por el hervidero de la gente apresurada y distraída, Gurrea Pi- nos no se tomaba ni el trabajo de mirarles. Al veterano no le tocaba el papel de observador, porque no necesita observar quien ya ha adi- vinado. Sin poder alegar ra'zones ni prue- bas que evidenciasen el delito. Gu- rrea había llegado á tenerlo por se- guro en el pensamiento de los cul- pables. Y este convencimiento, que se impuso al viejo súbitamente, era tan cruel, que consiguió un instan- tante doblegar su probada fortale- za; olvidóse de que llevaba á Fer- mina del brazo, y clavó la quijada en el pecho, tan cejijunto y sombrío, que la muchac^ha se alarmó, y dijo cariñosamente, dando al veterano L un nombre que él solía reclamar en broma: — ¿Qué hay, papá? ¿Tiene usted algo? Sf^ha puesto usted así muy arrebatado de pronto. — No es nada, hija querida. . . . — contestó él rehaciéndose. — Es que estos malditos teatros son un enve- nenadero. No se respira aquí sino miasmas. Luego, esa tragedia me ha dado asco. — A mí lo mismo— asintió Fermi- na,—No debían representarse tales cosas. ¡Y Jacinto empeñado en que es preciosa y en que no lo entende- mos! — Respeto muchísimo — repuso Gu- rrea con ironía mal encubierta — la opinión de mi amigo el Sr. D. Ja- cinto, que es un sabio, mientras 3^0 sólo soy un soldado y no tengo más libros de estudio que el Catecismo y la Ordenanza; pero, hija mía, no hay quien me convenza de que que- pa hermosura ninguna en sacar á la escena pecados tan horribles. Y seré un ignorante, lo seré; pero me complace que te hayan ruborizado las maldades de la bribona de Fe- dra. Una mujer de bien, ¿cómo va á resistir sin abochornarse tales in- mundicias? — ¡Qae les oigo á ustedes !— dijo festivamente Jacinto, ocupado en abrirse paso y en acabar de enrollar al cuello un pañuelo de seda blan- ca, preservativo contra los catarros bronquiales á que era propenso. — ¡Que les oigo, y que les azoto por blasfemos! Esa tragedia de que us- tedes se asustan se representaba an- te las damas y caballeros de la corte de Luis XIV. Me parece .... — Valientes bellacos y bellacas se- rían— afirmó Gurrea. '—Hipólito si que me es simpáti- co— añadió Fermina, contestando á la vez á su hermano v al general. — Hipólitos hay pocos, cuando en- cuentran con tunantes — pronunció 24 BIBLIOTECA DB «EL MUNDO.» duramente Gurrea, que habhiba con- sigo mismo. / — Y ¿dónde se han metido Loren- zo y Teodora? — preguntó ansiosa- mente Fermina, que ya no veía á su novio. — En el pórtico esperarán — indi- có Jacinto. — Démonos prisa — exclamó el ge- neral, arrastrando con fuerza á su futura hija política, sin hacer caso de las miradas y cuchicheos que la conversación en español causaba entre la apiñada concurrencia. Por más prisa que se dieron, ha- brían pasado diez minutos cuando lograron reunirse al pie de la esca- linata con Teodora y Lorenzo, co- gidos aún del brazo. El rostro de Teodora despedía un especie de res- plandor, que pareció insolente y elo- cuentísimo al viejo. «Ya ha caído mi desdichado hijo,» pensó, sin po- der explicarse de otra manera el brillo de los magníficos ojos de la Montcal. El caso es que si una per- sona menos ejercitada en la sospe- cha y el presentimiento que Gurrea hubiese escuchado el corto diálogo de Teodora y Lorenzo, encontraría que era la cosa más sencilla é in- significante del mundo, — ¿Acostumbra usted madrugar? — había dicho de pronto la señora. — Tanto como acostumbrar. . . .no; pero madrugo algunas veces. Por gusto de mi padre me levantaría con el sol — respondió Lorenzo sin com- prender; pero ya prevenido. — ¿Le asusta á usted la idea de.. . levantarse mañana á las siete, y . . . . recogerme en mi casa. . . . á las ocho y media? — i Asustarme! — murmuró e' mozo, que á pesar suyo se turbó algún tan- to.— ¡Asustarme, Teodora! í)ispon- ga de mí. — Es que luiero comprar una sor- presa á Fermina. . . .y que no se en- tere... . y que usted . . . que usted . . , dé su opinión. . . .Son regalos — Perfectamente— murmuró Lo- renzo, á quien tan verosímil expli- cación desconcertó algo, sin saber por qué. — ¡Mucho sigilo! — añadió Teodo- ra gravemente. — ¡Que nadie lo se- pa! Es condición precisa.— Y al su- brayar el nadie con cierto énfasis imperioso, Lorenzo sintió que á su padre se refería el encargo, y en vehemente efusión respondió bajo^ casi al oído de Teodora: — Haré lo que usted quiera, todo lo que usted mande, j mañana, y siempre. . Teodora experimentó por segunda vez una alegría mortal. Nada gra- ve significaban tomadas al pie de la letra las palabras de Lorenzo: en otros labios y sin antecedentes se- rían una vulgaridad cortés; pero el tono de voz y la visible alteración del que las pronunciaba, les daban recóndito sentido. Y el mismo Lo- renzo, al acabar de decirlas, sintió algo de sorpresa, porque le parecía que quien se expresaba con tal ca- lor por su boca, era otra persona, un Lorenzo nuevo y desconocido. — ¡ Que hermosa es Fedra!— arti- culó Teodora asi que pudo respirar^ desviándose con maña de la con- versación anterior. — Demasiado hermosa. Hace da- ño— contestó Lorenzo. — Yo no la conocía. A mi padre no le gusta que vaya mucho al teatro, y sobre todo á ios teatros serios. ¿No pare- ce imposible? Mi padre prefiere las bufonadas: en el Vaudeville y en el Palais Royal goza como un chiquilla y se ríe á carcajadas de las estupi- deces y las barbaridades. Y yo, en- tretanto, me duermo. Hizo Teodora un movimiento im- perceptible de desdén. &u perspica- cia, redoblada por la viva tensión de todas sus facultades en una hora UN DRAMA. 25 quo consideraba docisiva, la decía que el enemigo era el «general, y que ayudando á destruir su prestigio, aniquilaba su poder. Sonrió, y arti- culó como si hablase consig'o mis- ma: — Ks natural que no entienda á Fedra, y que le encanten Lulú Al- bine y Charles Kigolo. Y sus ojos encontraron los ojos de Lorenzo, y se detuvieron allí al- g"uno> segundos. Lorenzo no los ^^j*^> y pronunció quedamente, con afán: — Mañana. . . .á las ocho y media? Hizo la dama ligera señal de asentimiento. Casi al mismo instan te se reunió al grupo el otro, com- puesto de Fermina, el general y Ja- cinto, y un lacayito, ladeando el lustroso sombrero de enhiesta cucar- da, avisó con respetuoso Madame que el coche esperaba allí, á dos pasos, á la salida. Era la noche de las frescas de primavera de París, oue convidan á velar, á andar y á beber aire. Al- go más que aire deseaba beber Ja- cinto, pues á semejante hora una bavaresa de espuma de chocolate y una brioche desmigajada en ella le confortaban singularmente el débil estómago. Se convino en que baja- rían á pie por el bulevar, y el coche les aguardaría A la puerta de un ca- fé muy de moda, donde refresca- rían todos. A las doce ó doce y me- día de la noche, los principales bu- levares, sin perder enteramente su animación, empiezan á verse libres del denso gentío que de día obstru- ye esa pictórica artería parisiense. Los parroquianos de cafét; y restau- rants se instalan en mesas coloca- das en la acera, y las cortesanas de oficio, solas en su velador, arrebo- ladas, perip\iestas, en estudiada ac- titud, esgrimiendo el pie, tratan de cazar al paso A cualquier pajarillo incauto. Si una señora acompañada por caballeros so sienta cerca de alguna de estas buenas alhaja, guar- da la ojeada insolente y la risita mofadora. Por evitar vencindades semejantes, Jacint(j escogía siempre una mesa dentro del café, en una esquina, donde le servían volando, porque sus generosas propinas do A franco eran proverbiales entre los mozos, que sabían por experien- cia que la gente en París no derro- cha ni quince céntimos por el gusto de derrocharlos. Teodora pidió un sorbete y se sentó, afectando dejar juntos á los novios. No desealia otra cosa Fer- mina, siempre codiciosa de palique; pero Lorenzo, menos dueño de sí mismo que la esposa de Castellá, conmovido aún por las palabras que se habían cruzado entre los dos, é imprevisor por lo mismo que su intención no era aún deliberada- mente culpable, no pudo menos de apartar la mirada del rostro de Fermina y recrearla en el de Teo- dora, que serena é impasible sabo- reaba A cucharaditas el sorbete. Aunque el general era en aquel ins- tante víctima de Jacinto — que le explicaba la leyenda mitológica de Fedra, los precedentes de la obra de Ptacine en Séneca y en Euripides y las intriguillas de Mad. Deshou- liéres y el 8 BIBLIOTECA DB «BL MUNDO.» liasta empaquetarlo en el camino de hierro, con su mujer, facturados am- "bos para ]^>^paña. Eso haría, y á ver quéin osaba contrarrestar su volun- tad y o[)onerse á su resolución, por- que al que tal intentase, le arrolla- ría sin compasión y sin reparo! ¡Si Jacinto Cnstellá era un pelele, ya ve- ría Teodora cómo las gastaba el caudillo de Amposta v de Torre- lias! Era hombre Guvrea para cumplir al pie de la letra este programa. No decaería seguramente su voluntad. — Sin embargo, tenia su combina- ción una base errónea. La acción resuelve victoriosamente los con- flictos del orden material, y es de admirables resultados en la guerra; pero en la esfera del sentimiento no basta la acción para triunfar. Las almas se dominan por el convenci- miento: la violencia no las vence. Y se equivocaba Gurrea al suponer que la obediencia pasiva de Loren- zo, aquel modelo de hijos, no podía quebrantarse cuando se debilitase el prestigio paternal. Era también en daño de Gurrea no poder ejecu- tar sin dilación alguna su plan de viaje. Un agente dé negocios no de- ja de sopetón y sin previo aviso sus asuntos. Ocho días calculó que le hacían falta — y eso desplegando su- ma acti^•ídad — para preparar la sa- lí .la. Guvrea Pinos era probo hasta la exageración y la nimiedad. De ningún modo quería marcharse con apariencias de fuga. Lo que se juró á si mismo fué no perder de vista á Lorenzo en los días que faltaban pa ra retirarle del borde del precipicio con fuerte mano. ¡Por sagaz que fuese el general, no podia adivinar que su hijo tenia cita con Teodora á las ocho de la mañana del día siguiente! — Había tropezado el viejo con una adversa- ria terrible, y el modo de dar la cita j la elección de hora revelaban la destreza de la dama. Lorenzo jamás iba á casa de su prometida antes de las cuatro de la tarde, ni se levanta- ba hasta las nueve de la mañana, poríjue las noches pasadas en el tea- tro le obligaban á trasnochar, y es- taba en la edad en que se vive, más que de la comida, del sueño. — Así es que su padre le creía seguro en ca- sa y en la cama, cuando ya se acer- caba él á la verja del hotelito, ten- diendo la mano para oprimir el bo- tón eléctrico. No tuvo tiempo de realizarlo: Teodora esperaba en el jardín vestida de mañana, sencillí- sima, algo descolorida, sonriente, y ella misma corrió el pasador y salió al encuentro de Lorenzo, antes que éste apoyase el pie en la senda en- arenada que rodeando la fuentecilla conducía al vestíbulo. Se dieron los buenos días, y sin hablar otra pala- bra, Teodora cogió el brazo de Lo- renzo, y echaron á andar por una de esas calles de plátanos, negrillos y acacias, que la primavera hace deliciosas en el húmedo clima de París. Las primeras palabras de Loren- zo fueron para proponer á Teodora que tomasen un coche, á fin de evi- tar el cansancio de la larga camina- ta; pero la señora se negó, murmu- rando con siiplica tierna y humilde: — ¡Déjeme usted andar, si no es usted el que se cansa. . . . Me siento tan bien. . . . voy tan contenta! No respondió Lorenzo más que con los ojos, pero respondió deteni- damente, y á paso igual bajaron por la avenida de los Campos Eliseo.»*^ fresca y solitaria á tal hora, embal- samada por las emanaciones de las acacias, y alfombrada con las flores blancas y rosadas del precioso ár- bol. El s^ol, siempre festejado en el brumoso París cuando se digna apa- recer libre de nubarrones, alumbra- ba sin calentar mucho, y una brisa palpitante, saturada de la humedad UN DRAMA. 29 del río y drl riog-o, no lloraba A mo- vor los árboles, pero los acariciaba y les encrespaba las hojas. De voz en cuando, por la calle central de la jívenida, rodaba lUi coche, alj^n'ni faectón,alg'iina charreffe,gn\:\(\i\ por madrug'ador aficionado, y el brillo de sus barnizadas ruedas y el vol- teo del polvo que levantaban, dis- traía un seg-undo á los paseantes. Poco tráfag;o en aquel liarrio de g'tnte elegíante y rica; niños corre- teando y empujando g-randes pelo- tas bajo la inspección de una niñe- ra soñolienta v rubia, v la íj:raciosa silueta de dos amazonas escoltadas por tres ó cuatro jinetes, erguidas en la silla, y que dejaban en los ojos el rastro de una falda de paño azul tendida como la vela de un esquife sobre un anca de caballo reluciente j como irisada á fuerza de buen pe- lo, y de una mejilla sofocada sobre la linea blanca de un cuello almido- nado. Teodora y Lorenzo andaban des- pacio y apenas trocaban alguna fra- se sin interés. Al encontrarse sus miradas, ambos sonreían involunta- riamente. Al acercarse ya á la pla- za de la Concoidia, la dama suspiró j volvió atrás la vista, como si sin- tiese dejar la grata soledad semi- campestre de la avenida y llegar á sitios máí frecuentados. No notaba fatiga alguna; el ejercicio prestaba á sus facciones animación singular. Parecía que ella y Lorenzo se ha- bían dado el santo y seña para no hablar seguido; sin embargo, lo que en Lorenzo se debía al sentimiento que le embargaba, era en Teodora efecto de un bienestar tan grande, que no quería alterarlo. Si Teodora fuese una mujer vulgar, forzaría la situación y acaso perdería el terre- no conquistado, tratando de arran- car á Lorenzo declaraciones explí- citas. La esposa de Jacinto Castellá, aunque inexperta, era hábil por ins- tinto, y comprendía que en tan so- lemne hora la más leve torpcíza se- ria fatal. Repugnar á Lorenzo, per- mitirse una familiaridad, una pro- vocación, un movimiento en apa- riencia libre ¡qué horror, r|ué vergüenza, }'■ además, qué equivo- cación tan lastimosa! Ni necesitaba Teodora esforzarse para no sentir al lado de Lorenzo, en aqutd instan- te, más que dulzuras del orden espi- ritual. La pasión presenta este fenó- meno, que es preciso calificar de be- llo: así como sabe exaltar los senti- dos, sabe aniquilarlos: aspira á todo y se contenta con nada. Sin más que llevar cerca á Lorenzo y sentir cómo entraba suavemente en su al- ma, iba Teodora fuera de sí, trans- portada con ideal ensueño. En Lorenzo se verificaba el fenó- meno contrario. El hallarse próxi- mo á tan atractiva mujer el acom- pañarla á aqu(dla hora, el sentirla tan conmovida, al respirar su alien- to sano y perfumado, y sobre todo, la conciencia de que allí existía al- go ya muy antiguo y de cierto muy profundo, exaltaba en Lorenzo una juventud intacta y fuerte. Su terri- ble padre, al intimarle la víspera, sin previo anuncio ni consulta, sin réplica, la orden del viaje á Espa- ña, había incurrido en un yerro, precipitando la explosión. A Loren- zo le pesaba el dominio de su pa- dre. En la buena voluntad, en eljú- bilo con que acogió el plan de su boda con Fermina, había entrado por mucho el secreto deseo de eman- cipación que experimenta todo jo- ven educado con severidad excesi- va y sometido á una voluntad de hierro y á los rigores de la inqui- sición doméstica, que fiscaliza cons- tantemente sus actos. Sordamen*-3, el deseo de la independencia ger- mina en el espíritu. Al oír el día an- terior el decreto del general, Lo- renzo comprendió, ó por lo menos 30 BIBLIÜTIÍCA DJB «KL. MUNDO.» infirió la caiLSfi: y la necesidad de doniinfir su cólera y lo reijugnante de la forzosa obediencia, le pusie- ron jjor aJfi'nnos instantes como lo- co. l'A cachorro del león se desper- talja. rua en respirar el aire libre. Apo- yada contra la puerta, cerró los ojos y conoció que iba á desvanecerse si hubiese permanecido en la iglesia un minuto más. Entre tanto, Loren- zo, confundido y medroso, tartamu- deaba la Salve; paro mientras sus palabras querían volar al cielo, sus pensamientos bajaban á la tierra y no acertaban á separarse de ella De su piadosa educación en el Semina- rio había conservado Lorenzo la costumbre de encomendarse á la Virgen diciendo en lengua francesa la más sencilla de las jaculatorias: Marie, oh ma mere! priez pour nous. Maquinalmente repitió estas dulces palabras, clavando los ojos en el candido rostro de la efigie. La se- ductora había calculado con infer- nal habilidad, al hacer que chocase repentina y bruscamente la pasión juvenil de Lorenzo con la única va- lla que podría contenerla acaso. Mas ya era tarde. En vano Lorenzo quería asirse desesperado al áncora de oro de sus creencias. En aquel instante había un recelo pueril que le consternaba y que se interponía entre su arrepentimiento y su con- ciencia: y era el temor dft haber ofen- dido ó desagradado A Teodora. «Se ha ido» pensaba: «se ha ido aver- gonzada de mi declaración. ... y tal vez no me espera á la puerta ya.» Que este insignificante recelo pu- diese en el alma de Lorenzo más que otras consideraciones, demues- tra hasta qué punto estaba ya cau- tÍA^O. Se levantó de pronto, de un sal- to, y salió perseguido por el olor melancólico del incienso y de los ar- dientes cirios, como por una voz triste que nos avisa para que no nos despeñemos. Y al salir, lo primero que vio fuá i UN DRAMA. 33 ;l la dama, reclinada en la pared, desencajada, respirando fuerte, con an<^ustia. -Se ha puesto mala, y es por culpa mía,» pensó Lorenzo, pre- cipitándose hacia la esposa de Cas- tellá. En su aturdimiento, balbucea- ba preguntas llenas de interés, ofre- cimientos, ruegos, palabras de ter- nura. Teodora le miró, deleitándose en verle así, y dijo con langui- dez: No tengo nada; gracias^ Loren- zo... . Me siento muy bien, sólo que un poco débil. . . . Líame vd. un co- che. — ¿Un coche? — Sí, abierto.... En la plaza de la Bolsa los ha}'. Mientras el español corría á cum- plir el encargo, Teodora, repentina- mente serena, habiendo reacciona- do ya, roflexionaba. En aquella mu- jer, que era un hi)mbr<í de acción, las emociones estimulaban la exac- titud del raciocinio. Preocupada un instante en la iglesia, al salir de ella se dejó dentro los pocos escrúpulos que en su carácter cabían. Mientras á Lorenzo le aturrullaban los fenó- menos pasionales, á Teodora la po- nían sobre las armas, en guardia, pronta á la lucha. Había pedido el coche, no porque se sintiese can- sada ni enferma, sino porque, li- bres del cuidado de andar y aisla- dos de la gente, se completaría la confesión de Lorenzo y quedarían acordes. Y había querido el coche abierto, porque si contaba con la fiebre de los sentidos de Lorenzo para que éste se entregase atado de manos y pies, por nada del mundo buscaría una soledad equívoca y sospechosa, pues comprendía que su delicadeza había asegurado su triunfo. ¡Ah, si Lorenzo Gurrea pudiese leer de corrido en el alma de aque- lla mujer, que sin embargo le que- ría con pasión incontrastable; si vie- se aquel cálculo al servicio de aquel sueño. . . . tal recordaría el cons<\jo del poeta místico, y pensando ([\ie sólo el que huye escapa, rogaría á su padre que adelantase el viajo proyectado y que le salvase del in- minente peligro ! Mas su destino era otro, y él corría como corremos á la muerte. Iba aprisa cuando tomó el coche, aprisa cuando subió á él, y más aprisa cuando saltó para ofre- cer á Teodora la mano y ayudarla á entrar. Se consultaron con los ojos: Teodora los bajó, y al fin Lo- renzo, recobrando la iniciativa que á su sexo pertenece, dijo al cochero: — Al Jardín de Plantas. Teodora no se opuso: se trata- ba de ir en dirección opuesta á la que habían traído y alejarse de la casa de la Castellá. No eran más que las diez y media de la mañana; y la prueba de la sangre fría que conservaba la dama, es que pensó en la hora, echando cuenta de que aún podía detcuerse hasta la una sin infundir extrañeza en su mari- do. Lorenzo, por el contrario, sen- tíase perdido de emoción, ebrio, se- mi loco. La capota de la victoria, baja para evitar el sol, les permitía hablar confidencialmente sin que el cochero se enterase, y lo primero que dijo el español, á pocas roda- das del coche, fué la pre\ásta serie de vulgaridades, eternamente peli- grosas. — Teodora, ya no vale callar, por- que se me ha escapado la verdad á pesar mío. La quiero á vd. con to- da el alma, no lo sabía; hoy me he convencido de ello. Es una desgra- cia muy grande, convenido; pero es verdad. Mire vd.: lo he conocido cuando mi padre me anunció que quiere llevarme á España. No iré aunque me lo mandase, en vez de mi padre, Dios. P,erdóneme vd., me expreso muy mal; estoy hecho un insensato v lo que le repito 3 84 BIBLIOTECA DB «EL MUNDO.» á vcl,, es que no me iré á España. —Se quedará vd. aquí para ca- sarse con Fermina, y da lo mismo— respondió Teodora comprendiendo la violencia que se hacía el mozo para no cog-erla una mano, para no atraerla hacia sí por el talle. —Tampoco. Por el alma de mi madre, no me casaré con Fermina jamás. Si teme vd. eso, viva tran- quila. Antes se hunde el mundo, Teodora! VIH Entre las sing-ulares condiciones que había desarrollado en el gene- ral Gurrea Pinos su vida de guerri- llero, contábase la de un dominio casi absoluto sobre el saeño y el hambre. Estas dos imperiosas exi- gencias del organismo las satisfacía Gurrea Pinos, cuando le era posible, con ímpetu casi brutal; sobrio por costumbre, sabía saciarse y devo- rar por diez; vigilante como un ga- llo, nadie era más" capaz que él de dormir á pierna suelta, con ronqui- do marcial y sonoro. Pero la sospe- cha, la inquietud, le suprimían ins- tantáneamente el sueño, sin que la privación de tan indispensable se- dante debilitase ó sobrexcitase en lo más mínimo su bien regalado siste- ma nervioso. La noche que siguió á la repre- sentación de la Fedra, la pasó en vela el general. Con los ojos abier- tos en la obscuridad de la alcoba, repasó y combinó los acontecimien- tos pasados y calculó los venideros. Juntando indicios con indicios, atan- do cabos sueltos y aplicando las no- ciones de psicología adquiridas en horas supremas, llegó á ver clara la situación. Lorenzo no estaba aún completamente envuelto; pero un descuido, una casualidad, bastarían para que lo estuviese. Había que irse cuanto antes, ponienao por obra el anunciado plan del viaje á Espa- ña, Gurrea Pinos repasaba mental- mente los obstáculos <[U(; esta com- binación podía encontrar en mil asuntos pendientes, y se proponía removerlos sin tardanza alguna, des- plegando actividad febril. Lo malo era que para tal empresa necesita- ba perder de vista muchas horas á su hijo. Enviarle á casa de Caste- llá— que parecía lo más natural — era meterle en la boca del lobo. Una idcja, inspirada por sus reminiscen- cias de la guerra civil, se le ocurrió al buen general entonces. Acordóse de que cuando desconfiaba de dos oficiales, temiendo que se entendie- sen para venderle, recurría á aislar- los, confiando al uno de ellos una comisión en lugar distante. Gurrea Pinos tenía, por cuen*^a y cariro de la casa Amblera, pendientes nego- ciaciones con un gran fabricante de pañería de Elboeuf. Había dificul- tades relativas á una considerable remesa de género que Amblera se negaba á recibir por excesivo retra- so, y por oposición de la tienda ma- drileña que hacía el pedido á admi- tirlo fuera de estación. Gurrea Pi- nos tegió instantáneamente el ardid de que mientras él arreglaba en Pa- rís los asuntos, su hijo desenredase v\ de Elboeuf. Y resuelto firmemen- te este punto importantísimo, el ge- neral, á eso de las cinco, entendió que con venia dormir, y durmió co- mo un lirón, hasta más de las ocho, contra su costumbre. Despierto, afeitado, vestido, des- pachado el chocolate con bollo que le servía una criada aragonesa cin- cuentona y de aspecto monacal Gu- rrea Pinos pensó en preguntar des- cuidadamente: — ¿Y el señorito Lorenzo? Si está vestido que venga aquí. — El señorito ha salido temprano — contestó la criada con .'■encillez, y su respuesta hizo saltar al viejo, que J UN DRAMA. 35 desvió la taza y se puso en pie en- ceiulido y liirioso. — ¿No ha dicho á dónde iba? — No, beñor A misa ó confe- sión irá de seguro — contestó la sir- viente, que quería mucho ¿Lorenzo. — iQué misa ni qué baraja francesa! juró Gurrea, que en las ocasiones criticas tenía boca de ca- rretero. Reprimióse en seg-uida al ver ()ue Hilaria — así se llamaba la buena niujer — bajaba los ojos y se encaminaba hacia la puerta silen- ciosau.eiitc; y mostrando ya más do- minio de sí mismo, preguntó: — Dice usted que salió temprano... ¿A qué hora? — A eso de las siete y cuarto. — ¿Iba bien vestidc? — Sí, señor, el traje nuevo y él hecho un espejo de limpio. Me pi- dió la camisa mejor planchada, por cierto. Se levantó antes de las seis. No esperó á más Gurrea y se di- rigió al cuarto de su hijo. El espio- naje no asustaba al veterano, y el registro mucho menos: ambas cosas entraban en su moral. El aspecto de la hal)itación no revelaba cosa alguna: Hilaria la había puesto en orden minucioso. El general abrió cajones, pero ningún papel delator encontró en ellos, pues no se habían de juzgar tales ios insulsos billetes de Fermina, en que el amor apenas sabia tartamudear frases candoro- sas. Gurrea vio que por aquel lado no adelantaría nada, y sin pérdida de tiempo, tomando sombrero y bas- tón, bajó las escaleras con agilidad juvenil. Paróse ante el tugurio de la portera, interpelándola familiar- mente: — Madama Brisset — la dijo — ¿sabe usted hacia dónde va mi hijo hoy? No le vi antes de que saliese. . . . Asomó á la puerta del cuchitril una cabeza con papalina negra y unas nances r ojas como un toma- te, y una boca desdentada pronun- ció: — ¿A dónde ha de ir, cher Mon- sieur Gurvia^ Llamó un coche ahi de la parada de enfrente y cla- ro: á la AveniJa de los Campos Elí- seos. Zumbáronle los oídos al veterano, y una luz roja tembló delante de sus ojos. Era aquello, ])ara él, la certeza absoluta. A hora tal, ni Fer- mina podía esperar á Lorenzo, ni Jacinto, saber que el novio de su hermana pasaba por su puerta. ¿Qué duda quedaba? Sólo una cita de Lo- renzo y Teodora explicaba la mati- nal excursión. Precipitóse el general hacia la ca- lle, é hizo seña á un coche que iba de vacío. Como el cochero torciese el gesto á la no floja carrera entre la calle Mazarine y los Campos Elí- seos, el general, que era más bien cicatero que otra cosa, pero no en- tonces, pronunció las mágicas pa- labras: — ¡Aprisa, y buena propina ! El coche arrancó desempedrando el arroyo, y en todo el trayecto no aflojó el paso. Al detenerse ante la verja del hotelito, Gurrea, después de pngar espléndidamente, llamó con cautelosa suavidad. Salió á abrir el portero, que era á la vez mozo de cuadra, y Gurrea, inspirado, le dijo como al descuido: — Al señorito Lorenzo, que yalle- gué; que baje. — ¿Que baje? — repitió el portero atónito. — ¡ Pero si no está aquí el se- ñoritol — ¿Pues dónde? Aquí vino esta mañana. — En efecto, pero era para salir con la señora, que le aguardaba. Iban á compras. Gurrea quedó inmóvil. No había contado él con tan sencilla explica- ción de lo que á no dudarlo era ci- ta amorosa en toda regla. Al mismo 36 BIBLIOTECA DM *KL MUNDO.» tiempo, la tranquila naturalidad de aquel pretexto le pareció que rcA'e- labala astucia impudente de los que j'a tenia por criminales. La san;4're le dio un nuevo vuelco, y sul)ió á enrojecer su frente y abultar la gruesa vena que la cruzaba. Su im- pulso era de echarlo todo á rodar, de entrar en la casa como un torbe- llino, arrancar la venda al esposo y batirle las cataratas á Fermina; pe- ro su segunda naturaleza, de estra- tégico y de caudillo prudente, le su- jetó en el jardín, y le movió á en- cender un cigarro, para tener tiem- po de reflexionar. Paseando arriba y abajo y chupando el puro, conci- bió un proyecto cien veces más ra- dical y atrevido que todos los de la noche anterior, y al afirmarse en él, tiró el habano y subió las gradas del vestíbulo, penetrando en la an- tesalita decorada con grandes y ra- ros tibores japoneses verdes, de don- de emergían plantas de hoja plu- meada y elegante. Entró rápida- mente por una puertecilla á mano derecha, que era la del despacho de Jacinto, todo revestido de cueros auténticos cordobeses y trozos de bordadas telas, recortadas de viejas casullas del siglo XY. Sobre aquel fondo obscuro, intenso, suntuoso, la cabeza del marido de Teodora re- saltaba pálida y fina, sin realce ni vigor. Gurrea Pinos volvió á sentir tentaciones de darle un puñetazo, pero se contuvo; y al ver que Jacin- to se levantaba del sillón y acudía deferente á preguntarle qué le lle- vaba tan temprano por allí, dijo con calma: — Quería echar un párrafo con Fermina. — ¡ Qué suegro tan pegajosol — con- testó riendo Jacinto. — Aguarde us- ted, voy á decirla por el tubo acústi- co que baje al jardín Me es- caman estos secretos, mi general. Usted se la va á pegar á su Mjo, vamos Usted le sopla la novia. Diez minutos después de esta chan- za, Gurrea Piíiós y su futura nuera se reunían en un cenador de cabri- follo, bignonia y clemátida, al otro extremo del jardín y en completa soledad. Gurrea atrajo á sí á la jo- ven y á la usanza francesa la besó en la frente. Después, desviándola un poco, la interrogó: — ¿Por qué tienes los ojos hincha- dos? — ¡No parece sino que usted no lo sabe! ¡Porque se marcha Loren- zo, y con ese viaje que usted ha dis- currido me voy á pasar la friolera de cuatro meses sin verle! Para sor- presas agradables, usted. — ¡Miren la pizpireta! Ganas me dan de callarme lo que pensaba de- cirte .... — No, por Dios Hable usted pronto. — Siéntate ahí Eso ¿Qué opinarías tú si yo te propongo ha- cer el viaje conmigo y con Lo- renzo? ¿Eh? ¿Me explico? —¿El viaje? — El ^iaje; el viaje á España; el viaje á Aragón. . . . Cabal. — ¿Y. . . . cómo? —¿Cómo? Comiendo. ..'... Casán- dote dentro de tres días .... ¿lo oye usted? de tres días Fermina dio un grito, cogió la mano del general y la llevó á sus labios. — Yamos, vamos, juicio y sereni- dad. ... Si te trastornas, la boda se concluyó, ¿entiendes? — Mira, hija mía, he pensado que no hay motivo ninguno para separaros ahora y reuniros después. Tú eres dueña de tu voluntad; Lorenzo claro que por Lorenzo no habrá dificultades. A mi me conviene salir de París; á vosotros os servirá de diversión. Os casáis volando; vais á Aragón y arre- gláis vuestros asuntillos personal- mente. . . . después tomáis baños de UN DRaMA. 37 mar y en ol otoño, á preparar la instalación en Bilbao. Fermina tenia los ojos clavados en los de su futuro suegro. Una des- confianza súbita, inexplicable, la obligaba á fruncir el entrecejo y en- durecía sus facciones. — Mire usted, papá — murmuró — debe usted conocer cuáles son mis deseos pero veo en todo esto algo raro, algún misterio que me extraña y me preocupa. No soy tan lista como mi cuñada. . . . pero tam- poco soy tan tonta que no note es- tos cambios y estas resoluciones to- madas de pronto, volviendo patas arriba lo que tenianios resuelto. . . . Ko me diga usted que no pasa nada, porque no lo creeré. Giirrea Pinos había previsto el recelo de Fermina y tomado üu par tido de antemano. — Hija mía — pronunció con firme- za— ¿crees que te aprecio? — Sí, señor lo creo, estoy se- gura. — ¿Crees que hago las cosas por tu bien? —¡Y tanto! — Pues entonces vas á no pregun- tarme nada y á darme plenos pode- res y á dejarme proceder á mi gus- to... . Yo te respondo de que dentro de tres ó cuatro días estás casada con Lorenzo y camino de España. Mira, todo lo bueno que hacen los hombres, lo hacen obedeciendo y callando, y mandando uno solo y sometiéndose á su voluntad los de- más. P'-sto yo lo sé por experiencia, y ojalá pudiese ponerlo siempre en práctica, que ni habría vicios ni es- cáxidalos en el mundo. Tú di que sí á cuanto yo ordene, y basta. — ¿Y Lorenzo?— replicó la tozuda Fermina. Y Lorenzo, ¿qué opina en esta cuestión? — Opinará lo que yo determine.. . ¡Pues no faltaría otra cosa! Fermina calló, pero al cabo de un instante, cejijunta y sombría, alzó la cabeza y dijo: — ¡Yo creo que Lorenzo me quie- re menos. ... ó que no me quiere! Y el general, con roT. entera, echando rayos por los ojos, sólo res- pondió: —¡Pobre de él! IX Como dos horas después del diá- logo con Fermina, el antiguo ca- becilla fumaba en el mismo cena- dor de íloridus enredaderas, pero solo ya y sin cuidarse de que su rostro reflejase el formidable esta- do de su ánimo. Este era tal, que no recordaba Gurrea otro parecido, y la imposibilidad de ejercer actos de violencia le exasperaba doble- mente. La sangre, fuerte y espesa se agolpaba á sus sienes y hacía reso- nar en su cerebro un estrépito como de galope de caballos, y el vetera- no reconocía, en la contracción in- voluntaria de sus dedos y en la se- quedad de su boca, las sensaciones que preceden á las horas de lucha mortal; sensaciones al fin homici- das. Intentó, sin embargo, reflexionar^ calculando la dirección de los acon- tecimientos. Al obtener que Fermi- na se prestase — aunque recelosa — á acelerar su enlace, realizándolo en el improrrogable plazo de tres días, había pasado al despacho de Jacin- to, significándole la resolución de su hermana. Y en el marido — ¡oh desprecio! —encontró Gurrea una oposición chancera y culta, una re- pugnancia á alterar el orden esta- blecido, que le impulsaron á abrir los ojos á aquel mentecato. . . . No se determinó á semejante enormi- dad; pero cuando Jacinto, sorpren- dido del empeño de Gurrea, pidió razones, el general, mordiéndose ra- biosamente el bigote, gruñó: 38 BIBLIOTECA ÜE «KLMUNDO.» — Yo soy porro viojo, don Jacin- to, y no doy i)iintaíUi sin nudo. Lo- renzo es un muchacho. . . . y sin va- nidad, un muchacho como un pino de oro. . . . — Por cierto que si — exclamó Ja- cinto, con hi apasionada sinceridad de su admiración hacia la belleza. No lo sabe usted bien, general. Lo- renzo es objeto de museo, y le he ro- gado á Bonnat que me estudie su ca- beza, poniéndole una gola, algo de traje del XVI. . . . — Más valdría — objetó Gurrea amostazado— que Dios le diese, en lugar de hermosura, prudencia, que- eso de la hermosura es mojiganga, y en los hombres me irrita. Con la edad y el tipo de Lorenzo, se corren en París mil peligros ... y no digo más, ni me pida usted que diga, sino que me guíe por mí, y me deje ade- lantar la boda. Jacinto se echó á reir, y sin cesar de examinar una cajita esmaltada muy curiosa que acababan de traer- le, murmuró entornando sus ojos finos y rebuscones: — Vamos, general.... que si es por eso por lo que quiere vd. ir á paso de carga No estoy entera- do, pero una de dos: ó lo de Loren- zo es alguna intriguilla,. ó es una pasión fulminante, de esas que (créa- me usted) no abundan tanto y nos gustan mucho á los amigos de la poesía y del arte. ... ¡En el primer caso. . ". déjelo usted correr! ya se deshará ¡En el segundo que es el inverosimil. ... ni usted ni yo lograremos nada ! La pasión es mis fuerte que nosotros y que el mun- do, amigo mío. . . .| Mientras Jacinto se expresaba así, Gurrea, literalmente, trepidaba co- mo una caldera de vapor sujeta á presión excesiva y próxima á esta- llar. Las frases gordas querían su- bir á su boca, pero el esfuerzo he- roico de su voluntad las contenía. Con todo, no pudo menos de refun- fuñar. — Don Jacinto, no me pregunte, que más vale, y permítame disponer de mi hijo, que yo sé donde rae aprieta el zapato. ¡Vaya si lo sé! Y Castellá, con algo de repentina sombra en el rostro, y como un ve- lo de humo en las inteligentes pu- pilas, insistió á su vez: — Crea usted que no puedo ave- nirme á una variación tan inespera- da, querido general, sin conferen- ciar con la interesada, y sin enterar á mi mujer.... Echa usted abajo nuestros planes. Al quitarnos el la- to, haríamos una bonita boda, en Santo Tomás de Aquino, convidan- do, dando á nuestros amigos un al- muerzo decente, todo en regla. El trousseau no está corriente, ni lo es- tará eii algunas semanas, aunque matásemos á las bordadoras; los tra- jes mucho menos, porque váyales usted con apremios á sus majesta- des los modistos; el aderezo de mi madre, que regalo á Fermina, des- montado; en fin, la novia no tiene que ponerse. . . . Crea usted que es- te achuchón es un desatino irrealiza- ble. — Pues se realizará, señor don Ja- cinto. Me rio de las zarandajas de la vanidad, cuando juegan más gra- ves intereses. — Es que esos graves intereses no los veo. — Los veo yo, y bastí. Fíese en la experiencia de un veterano. Y después de esta categórica de- claración, levantóse el general y sa- lió al jardín, porque le alarmaba el giro que había tomado el diálogo. Castellá se encogió de hombros, no quería discutir tampoco, y prefería estar solo para reflexionar sobre al- go que vislumbraba, y que tenía to- nos de vapor sombrío. Gurrea midió de arriba abajo el jardinete, donde ya secaba el sol el UN DRAMA. 39 aljófar salpicado por la manga de riego, y donde las rosas y las glici- nias empezaban á despedir su. pene- trante esencia de las horas meridia- nas. A «leguir sus impulsos, el vete- rano destrozaría las llores, vengán- dose en ellas del coraje que se veía precisado á esconder. Con el ciga- rro apretado entre los dientes sanos aunque amarillentos, Gurrea Pinos se refugió en el cenadorcillo, lejos de las fisealizadoras ventanas del hotel. Eistaba irritado hasta contra si propio, y empezaba á temer que el grande y salvador principio de que uno mande y los demás obe- dezcan ciegamente, como sucede en la" monarquía absoluta, no fuese aplicable á la vida real en nuestros tiempos. El maldito afán de discu- rrir, el libre examen, el racionalis- mo impertinente de todos — hasta de Fermina, bajo cuya sumisión pro- testaba la sospecha — estorbaban el iinico remedio eficaz para curar á Lorenzo y restablecer el orden mo- ral en aquella familia. Mil antece- dentes se reunían para contrariar á Gurrea. Fermina alarmada; Jacinto súbitamente receloso, con indefini- ble recelo; Teodora resuelta, Lo- renzo ya en abierta rebeldía.... eríin datos para que el general te- miese una derrota, á la cual estaba bien decidido á no resignarse. Lo que contribuía á sacar de qui- cio al viejo, era el tardío paso de las horas, que se deslizaban con cruel lentitud entre la soñolienta paz del jardín lleno de sol y dulcemente perfumado por 'as fiores, y que tal vez señalaban para Lorenzo las eta- pas de una dicha infame. Los cri- minales— asi les llamaba redonda- mente el general — estaban fuera de casa desde las ocho y media, y los rayos del astro, completamente en su zenit, indicaban que eran más de las doce. Si Gurrea Pinos pudie- se crreeen la eficacia de una carre- ra al través de París para encontrar á la pareja, ¡dónde estaría ya, y á qué medios de locomoción no hu- biese acudido! ¡Pero la maldita ciu- dad, encuijridora y cómplice, les prestaba seguro asilo, y bien podían reírse del enojo del padre! ¡Ah! [en. cuanto pareciese Lorenzo, ya le guardaría y le aislaría con un cen- tinela de vista, si era preciso! La ira del viejo no recaía toda en los delincuentes. Si algo bueno da- ría pfU' estrangular á alguien, ese alguien era Jacinto, á quien echa- ba la culpa. Creía el general — y tal vez no fuese descaminado, — que dada la autoridad efectiva del ma- rido sobre la mujer, á él incumbe la responsabilidad de- cuanto ella hace. Bueno que de Lorenzo me en- cargue yo — pensal^a Gurrea ator- mentando el cigarro — que eso me toca por ley de la naturaleza y por derechos sacratísimos que ejerzo en nombre de Dius; pero á esa '^ribo- na, quien debe tenerla á raya es su legítimo dueño. Hay homlíres que andan en dos pies por misericordia divina, y ¡baraja francesa! estos que se dedican á recoger madera apolillada y trapos con mugre, son del número. ¡Ya podía mi mujer faltar de casa cuatro horas morta- les acompañada de un caballerito como Lorenzo ! ¡ En las Arrepenti- das la meto .... ó más abajo! Y un pensamiento tétrico, feroz, cruzó como exhalación tempestuosa por la mente del general. Jamás había dudado de que el marido y el padre poseen sobre la esposa y el hijo omnímodos derecho, y su con- vicción de que hay estados y situa- ciones peores mil veces que la muer- te, suscitó de nuevo la visión de una tragedia en que el honor que- dase vindicado, y la conciencia, al- tiva y glorios.'i, se alzase por cima del dolor y de los afectos del cora- zón, malos consejeros de transae- 40 BIBLIOTECA DE «EL MUNDO» cioncs y flaquezas. Gurrea Pinos, aunque rudo y embotado para la estética, era hombre que cultivaba sus ideales, y si entre los persona- jes históricos tenía un héroe favori- to, era un admirable bárbaro — pro- fundamente español — aquel que se ríe con desprecio de otro héroe de queso de nata llamado Guillermo Tell y de su juego de la manzanita; era, en fin, Guzman el Bueno. Fir- me en su persuasión, el veterano repetía: «La muier.... es cuenta del marido; el hijo. . . . ese conmigo se las habrá.» Al mirar el^ reloj por centésima vez, Gurrea Pinos vio que faltaban diez minutos para la una, y casi al mismo tiempo oyó, por detrás de la verja, el pesado rodar de un vehícu- lo que debía de ser coche simón. Aprovechando la elevación del ce- nadorcito, miró por la redonda ven- tana practicada en las enredaderas, y vio que en efecto se acercaba sin prisa un coche de alquiler, y por debajo de la capota notó como aso- maban los pliegues de la falda y los bien calzados pies de la señora de Castellá. "Viene sola", fué la prime- ra idea del veterano; y experto en sorpresas, al punto ideó una. Salió del cenador y se emboscó en un grupo de lilas y cítisos, esperando á que Teodora entrase. El primer re- sultado de la estratagema fué que pudo ver el rostro de Teodora cuan- do ésta ni sospechaba que la atisba- se nadie. Habíase bajado del co- checillo sin más que un distraído honjour al cochero, indicio de que la carrera estaba pagada de ante- mano, y al oprimir el bot'^n de la puerta para llamar, el general com- probó en el semblante de la esposa de Castellá huellas de una emoción paofundisima, y á la vez algo que recordaba la expresión estática de los rostros de ciertas imágenes que se veneran en los templos. Pero al sentir los pasos del jardinero que corría á abrir, instantánf»amente, como el que se pone un antifaz, Teo- dora borró de su cara, con violento esfuerzo , semejantes indicios dela- tores, y la sonrisa jugó en su bo(^a, y su voz sonó tranquila al decir: — ¿Qué hay, Will, qué hay? ¿Ha preguntado por mí el señor? Se me figura que vengo retrasada para el almuerzo, avise usted, avise que ya puede Giácomo dorar los macca- roiii Gurrea oía maravillado, admiran- do la presencia de espíritu de la mujer que recordaba tan oportuna- mente el ínfimo detalle que debía de preocupar en aquel momento la caprichosa golosina del marido, en- cantado desde hacía un mes con el cocinero italiano que le recomenda- ra á Teodora un amigo de su fami- lia, desde Turin. Su pasmo aumen- tó cuando, al salir repentinamente del escondrijo para causar impre- sión á Teodora, ésta, con el ligero chillido nervioso de la mujer en ca- sos tales, se echó á reír, y palmo- teando exclamó: — i General. . . .si viese usted! Lo- renzo y yo hemos encontrado lo que deseábamos.. .. El devocionario, el devocionario con tapas de oro y pe- drería. . . .¡Ya sabe usted que el de- vocionario es lo que le quiero rega- lar á Fermina desde hace tiempo! ¡ Porque ella más ha de ir á misa que al baile ! ¡ Vea usted ! Es un primor X La admiración del general ante la presencia de espíritu de Teodo- ra seria mayor si pudiese registrar su alma y ver qué decisiva crisis se verificaba en ella. Por lo común, los primeros momentos en que una pasión nos subyuga, llevan consigo un estado de exaltación, que borran- UN DRAMA 41 do las nociónos de lo rocal, impido todo cálculo y suprime la provisión y el ejercicio. Kn la fuerte or<»'aui- zación, en la robusta voluntad de Teodora, sucedía el fenómeno con- trario. Había pasado un año la es- posa de Castellá soñando la victoria sobre Lorenzo, sin pojisar qué ca- mino tomaría cuando lo obtuviese, porv'iue detestaba los planes prema- turos ó inútiles. Al conseguirla, en vez de embriagarse con ella y de- jarse llevar por la corriente de las impresiones que saboreaba, rehizo- se, dominó el tumulto de una ale- garía casi satánica, y sólo pensó en trazar con mano que no temblase las líneas del porvenir. Contaba con la aquiescencia pasiva del hombre fascinado y enloquecido, cuyas ar- dientes frases, cuyos juramentos delirantes de amor acababa de be- ber, y segura ya de llevarle adonde quisiera, se asomó intrépidamente al abismo, midió la profundidad, y pensó en el modo de salvarlo. La extraña lucidez que aquella mujer conservaba en tan suprema hora, la permitió pesar todas las contingencias de lo venidero. Echó la sonda de nuevo en su corazón, y comprobó que, á pesar de las con- secuencias terribles, de los insupe- rables obstáculos, su ansia de Lo- renzo persistía, y que, sobrada de valor para todo, carecía del necesa- rio para aconsejar á Lorenzo la ab- negación \' separarse de él entre- gánlole en brazos de una esposa. Comprendió que la fatalidad pasio- nal la empujaba á la caída pero que aún poseía fuerzas suficientes para dirigir esa caída, y hacerla be- lla como una muerte de gladiador. Su repugnancia á lo clandestino — hija de un carácter indómito y alta- nero— su antipatía por las luchas ínfimas y arteras; su despreciohacia el engaño á mansalva; la misma tranquila estimación que profesaba á Jacinto, la impidieron soñar en establecer con Lorenzo esos lazos que atan en secreto apersonas (jue ante la sociedad nada son launa i)a- ra la otra. Además, comprendía que Lorenzo, al lado de su padre, jamás podría disponer de si. Para asegu- rar su tesoro, Teodora necesitaba rescatarlo del vigilante dragón. No sólo pensó en to lo esto Teo- dora, sino que — mientras el fiacre levantaba el polvo de la avmida y en el rincón que había ocupado Lo- renzo flotaba aún algo de la fra^'an- cia de su pelo y casi ^revolaban ar- diendo sus frases de entusiasmo lo- co—pudo acordarse de que la vida práctica tiene leyes imperiosas y de que aquella cuestión de amor lleva- ba envuelto sin reiníMlio una cues- tión de hacienda. Teodora, acos- tumbrada por su marido á las suti- lezas analíticas de la crítica litera- ria, se hal)ia reído muchas veces de los dramas y novelas en que los hé- roes y las heroínas se ponen en marcha hacia tierras remotas sin un céntimo en el bolsillo. Así es que, con la calma fría del suicida, echó sus cuentas, unas cuentas muy cabales, sin ilusión ni error. Ella no servía para el trab 'jo, y estaba ha- bituada al lujo: Lorenzo nada po- seía. En el Nuevo continente, natu- ral refugio de los que rompen todas las trabas y se eximen de todos los deberes, hay un deber que pí'rsiste, y es el de pagar lo que se gasta. Aquella mujer— que sólo en calzado .y guantes derrocha])a al año más de mil francos — reflexionój con la cabeza despejada, acerca de este problema, que no consideraba bala- di. Y si han de tomarse en cuenta — como es justo — todos los antece- dentes antes de condenar ó absolver á un reo, el instante en que Teodo- ra resolvió el problema económico debe contarse entre los datos que inclinan á ejercer misericordia con 42 BIBLIOTBOA DB «BL MUNDO.» esta pecadora trágica. En un segun- do, la voluntad de la dama renun- ció, no sólo á las vanidades, sino á los íntimos y sibaríticos goces de la elegancia exquisita, al deleite de ani- dar entre sedas y encajes, por el cual tantas veces pisotea la mnjer moder- na su dignidad. Calculando lo que podrían valer sus joyas, y lo que re- presentaba su herencia materna — en valores al portador había tenido la singular previsión de colocarla — Teodora comprendió que ella y Lo- renzo no debían temer la miseria, pero que no les sería licito ningún lujo. Y borrando de su horizonte esa perspectiva luminosa, sonrió al pensamiento de que tal sacriñcio, lejos de asustarla, dilataba su cora- zón, y la causaba un transporte de entusiasta alegría, semi-infantil, que la hizo soltar una risa de gozo. «Lo- renzo podrá seguir estimándome,» pensó, en el paroxismo de la felicí- daa. Ni un segundo dudó que Lorenzo aceptase la heroica solución de la fuga. ¿Qué significaban sí no las palabras de total abnegación, qué las delirantes efusiones y los ofre- cimientos espontáneos de la vida entera, hechos en aquellas horas breves, pero capitales, que habían seguido á la confesión de Lorenzo en Nuestra Señora de las Victorias? El acto gravísimo de renegar de su matrimonio, concertado, medio he- cho ya; la seiruridad una y mil ve- ces reiterada de que tal enlace nose verificaría, eran la base de laucón vicción de Teodora. En un año de trato había tenido ocasión de estu- diarle, con esa intuición rápida y profunda, no incompatible con la ceguera amorosa; y fiaba en la se- riedad de su carácter, en la virgini- dad de sus sentimientos, en la reli gión del honor caballeresco que, si á veces preserva de ciertas faltas, otras hace perseverar en ellas, y so- bretodo, en la fuerza de la pasión en un alma de fuego y de h¡i;rro, espa- ñola, vidiemente, tenaz, exaltada has- ta el fanatismo. Teodora aceptaba la iniciativa, pero Lorenzo no se quedaría atrás: la seguirá hasta el tin del mundo. Lo que importaba era engañar al general, adormecien- do su suspicacia y procediendo de la manera más natural y normal, hasta el día de la desaparición. "Ese día empezará mi vida verdadera,» pensaba Teodora, mientras por uno de los espantosos contrastes que se presentan en la existencia de la mu- jer— que es mil veces comedia y all gunas drama — examinaba sobre e- mostrador del joyero de la calle de la Paz dos ó tres devocionarios, ma- ravillas de arte y riqueza, y daba su opinión sóbrelas miniaturas recien- tes, comparándolas á las del siglo XV que ostentan en los códices. . . . — Al verla entrar en el jardín con la cajita en la mano, al verla explicar con tanta naturalidad su correría y el empleo de su tiempo, el general sintió que aquel era adversario más terrible que cuantos le habían traído al retortero por las montañas de Aragón. No podía el general — como no fuese por revelación divina — cono- cer el verdadero estado de las rela- ciones entre su hijo y la esposa de Castellá: y aunque seguro de que algo existia, y algo muy serio, y al- go que obligaba á adoptar toda cla- se de precauciones y hasta medidas extremas, faltábale la clave dei mis- terio, y tenía que ir á tientas poríg- norancia.. Cuando Teod'u-a le pre- sentó el misal, una inspiración re- pentina iluminó á Gurrea Pinos. Se le ocurrió sorprenderá Teodora con una noticia contundente — que al fin y al cabo tenia que saber por Jacin- to.— Miró el devocionario, lo cogió, lo abrió, y lo alabó con afectación extremada. UN DRAMA. 43 — i Vaya una preciosidad ! Señora, tiene usted un g-usto exquisito. ¡ El re^^-aio es muy apropósito para Fer- mina, tan relii;'i()sa y tan an<;*elical! Esto lo pretiere ella á un collar ó á un brazalete: ¿lo oye usted? — ¡ Vf^ya una noticia! Fué Lorenzo el que me i)uso cien mil ob- jeciones. Empeñado en preterir una esmeralda con cerco de brillantes. ¡Ah! ¡ Qué tercos son ustedes los ara- goneces ! Más quiero que me encar- g'Uim de convHuicer á un santo de piedra, que á un natural de Ara- gón. — No sabe usced bien todavía á dónde lk'¿;-a nuestra terquedad. En metiéndosenos una cosa aquí.... — Y el veterano apo^^ó en el entre- cejo un dedo fuerte y peluao, po- niendo sordina á su voz para que la frase no adquiriese indeñnible acen- to de amenaza. — Cuando algo se nos encaja aquí —repitió — hasta ver- lo realizado no paramos. No crea usted que la digo esto á humo de pajas, doña Teodora ¿Quiere usted hacerme un favor? — ¿Quién lo duda? — Diez minutos de conversación «nel cenadorcito — antes de que el señor de Castellá se entere de que ha regresado. — ¿ Jna entrevista galante? ¡Bien, mi general! Usted ha debido ser te- mible en sus veinte años — exclamó Teodora riendo. — No señora — respondió Gurrea Pinos perdiendo algo los estribos. — A ninguna edad las faldas me des- viaron á mi del camino de la honra y del deber. Hizo Teodora como si no enten- diese, y sígniió al veterano, entran- do en el cenador entonces más per- fumado,más poático que nunca Una idea sardónica la mortificaba en aquel instante: pensaba que era una mueca burlona de la casualidad el haber estado con el hijo en un des- tartalado alquilón, mientras la en- trevista con el padre iba á tener un techo de flores y unas paredes do follaje rumoroso. — Se trata — pronunció Gurrea, sentándose al lado de h> señora— de la boda de Lorenzo. — ¿Pu\s qué hay de nuevo en eso asunto? La creía concertada y muy in-óxima — respondió la esposa de Castellá riendo. — Concertada, si; próxima do eso trato, y para eso cuento con que usted me ayude poderosa y eficaz- mente. — ¿Pretende usté 1 afortar el plazo? — Justo. —Tiene usted mil razones— apro- bó Teodora con el mayor aplomo. — A nada conducen los noviajos pesa- dos, y puesto que ha de ser. .cuanto antes, — Ya presumía yo que las señoras ven en esto más más claro que los hombres D. Jacinto presenta un sinnúmero de dificultades, y yo rue- go á usted que, como buena me lia- nera, interceda con su esposo para que se ablande. . , . — Ya lo creo que intercederé ¿Cómo no? que dice nuestro amigo D. Cármenes Valenzuela, Usted már- chese tranquilo con Lorenzo, señor marqués de la Resolución, que al volver, tendré á Jacinto como un guante. . . . — ¿A la vuelta? — interrogó el vie- jo, preparando el golpe. — ¿Qué vuelta? — A la vuelta de España. ¿No iba usted á llevarse allá á Lorenzo, den- tro de ocho ó diez días? Pues cuan- do regresen. . . . — i Ay, señora ! ¡ Pero si . , , , preci- samente de lo que se trata es de que. ... yo pretendo llevarme, no á mi hijo. . . . sido á mis dos hijos, ya unidos en santo matrimonio! A pesar de toda bu serenidad, de 44 BIBLIOTECA DB «BL MUNDO» toda SU presencia de ánimo, de su disimulo, indispensable en tal mo- mento, Teodora palideció, y un es- tremecimiento a»'itó su cuerpo, mo- dela* lo (.istrictamente por el paño de su elegíante trajo de mañana, de cor- te alg'O masculino. Una angustia horrible, parecida á la del marco de mar, oprimió su corazón, y sus ma- nos, enguantadas aún, se crisparon y se enfriaron de pronto. «Quiere adelantarse» — calculó, y la proba- bilidad de la derrota arrancó desús frentes sudor de agonía. El pen- samiei:to de que aquello era la de- claración de guerra abierta y sin cuartel, la devolvió casi instantá- neemcnte su vigor de implacable amazona, y mirando cara á cara al viejo, pronunció con irónica lenti- tud. — Puede usted contar con mi au- xilio. XI Teodora no tardó quince minutos en cumplir esta singular promesa. Corrió á casa, subió á sus habita- ciones, y ordenó á la doncella — an- tes de inclinar y volver la cabeza para que la desprendiesen la aguja que sujetaba la toca: — Digale usted á Dionisio que pon- ga plato para el general Gurrea Pi- nos. ... y al señorito, que verga á mi tocador, que deseo hablarle un momento. A poco se oyeron ^os pasos de Ja- cinto, que salvaba la escalera de caracol, y entró el marido en el to- cador de la mujer, encontrándola entregada á dejarse desabrocharlas botas de tafilete, que la doncella sus- tituía por un ñno zapatito inglés, de hebilla ancha. Tí^odora, llamando á Jacinto con graciosa seña, le dijo, sin bajar la voz, como si no la im- portase que oyese la doncella: — Es preciso que tramemos un complot, mira, como en las nove- las. . . . Me he comprometido áayu- ''ar á Gurrea Pinos, no sólo persua- diéndote á tí, sino también al no- vio A apresurar ¿ya sa- bes? Y Lorenzo hizo con los ojos una seña por cima del moño de la maid arrodillada. Como ésta se dirigiese al armario de los trajes, Teodora la indicó que podía salir, que almor- zaría con él puesto. Jacinto, de pie, metidas las manos en los bolsillos, la cara descolorida y fatigada, porque ya sentía mucha necesidad de alimento y pasaba de la hora habitual, tuvo, sin embar- go, valor para responder, con disi- mulado mal humor: — ¡ Hija, pero si lo que pretende ese pobre señor. ... es un absurdo! Nos echa á perder nuestros prepa- rativos; da lugar á que la gente ma- licie cosas nada favorables al buen nombre de Fermina ¡y aun no sé si al de Fermina sólo ! . . . . Te aseguro que me va molestando de veras tan- ta trapisonda y tanto tejer y deste- jer con el matrimonio. Teodora pareció quedarse pensa- tiva un momento. Las frases de su marido la dieron la voz de alarma, indicándola que el general había ido lejos en su conversación con Jacin- to Castellá, y que éste podía, de un momento á otro, recelar, despertar- se y ver clarísimo. El admirable ti- no que le guiaba al través del labe- rinto de su pasión, no la desamparó en aquel instante. — Jacinto querido — murmuró — ¿piensas tú que no me hago cargo de eso? Conozco los inconvenientes de un paso así. Pero, créeme; con los aragoneses más vale ceder, por- que al fin y al cabo se han de salir con la suya. Que nos dé ese gue- rrillero al menos ocho días de pla- zo, y yo me comprometo á organi- zar la fiesta y á quitarle el carácter 1 UN DRAMA. 45 de extrañeza á esta precipitación. Después de todo, en París la g'eiite no se mete mucho en lo que hace nadie. — j Pues no estás poco decidida á ser cómplice del viejo! — exclamó Jacinto, en cuyo rostro creyó leer Teodora una secreta complacencia, una repentina paz. — Se lo he prometido.... Tam- bién yo cultivo la formalidad..., ¿Qué quieres? Me cog'ió la acción Me comprometi á coadyuvar á esa fazaña. ... y lo único que haré, por transig-ir, será prorrogar los fatídi- cos tres días que nos otorg-an, y procurar que la i^'ente no extraño tanto este repentón, arreglando la ceremonia y los accesorios para den- tro de una semnna. . . . Desde esta tarde me dedico á recorrer casas de modistas y almacenes, á ver si im- provisamos un equipo presenta- ble... . Haremos milag'ros. .. . Ja- cinto, créeme á mí. Cuanto más pronto despachemos este asunto y casemos á tu hermana, mejor. Gu- rrea, francamente, es un hombre pesado, fastidioso, entrometido, ami- go de mandar en las casas ajenas. ¿No estábamos muy bien solos? Pues ellos á su rincón y nosotros al nuestro. Esa gente no tiene nues- tras aficiones. Jacinto sonrió, demostrando con- formidad absoluta con aquel len- guaje lleno de intimidad conyugal. — Tienes razón, Dora — dijo por fin — No sé qué mosca les ha picado. ¡Vayan benditos de Dios! Así no tendré que esconder el lampadario pompeyano, ni el grupo de Júpiter y Ganimedes .... que están en un cajón muertos de risa. ... ¡Mi her- mana va á ser tan feliz allá en pro vincia, rezando todo el día, si quierel — ¡Si: fíate en las beatitas! No se casa tuhermanapara rezar — con- testó maliciosamente Teodora, ali- sándose el pelo con un suave cepi- llo y picando en el moño dos ó tres horquillas de concha con cabeza de diamantes. Cuando Jacinto iba á bajar, su mujer le llamó, en tono del que re- cuerdo algo indispensable: — ¡Ah!. . . . Oye. . . . ¿Puedes pres- tarme á Will para un recado? Co- mo no sirve á la mesa. . . . — ¿Y si llaman? — ¿A estas horas? No llamarán. Necesito que lleve una misiva... Estoy ya en campaña para compla- cer al ínclito general. — Ahora mismo sube Will — anun- ció Jacinto marchándose. Cuando entró el mozo de cuadra, que llenaba también las funciones de portero, Teodora cerraba ya un billftito de tres ó cuatro líneas, di- rigido á Lorenzo Gurrea. Decía lo siguiente: «Espérame hoy sin falta, dentro de dos horas justas, delante de la Embajada de Inglaterra, en un coche: y para evitar to la contin- gencia, salga ahora mismo de casa, antes que vuelva á ella su padre.» A tiempo que se sentaban á la me- sa Teodora, Fermina, Jacinto y el guerrillero, el portador de esta mi- siva salía en dirección á la calle Ma- zarine, y cuando Gurrea logró to- mar el mismo camino, á cosa de las cuatro (porque antes no le soltó Ja- cinto', y vio que Lorenzo había sa- lido otra vez, aunque al pronto se alarmó, se tranquilizó recordando que aquella era la hora en que se reunían los novios, y después de pelar la pava un rato, iban á paseo en coche. «Allá estará,^ supuso, adormecida su desconfianza por la diplomacia de Teodora, que en to- do el almuerzo no había hecho sino afirmar que la divertía mucho arre- glar un matrimonio así, á esc."' pe; contrastando su nerviosa animación con el silencio ensimismado de Fer- mina. Reuniéronse los qneya podemos 46 BIBLIOTECA DB «ML MUNDO.» llamar amaiites,enuii coche que ba- jó sin riiiubo fijo por los malecones de Oísay y de Grenelle. Lorenzo, ebrio con los recuerdos de la mañana, no pensaba sino en la inesperada ven- tura de ir cerca do su Teodora; pe- ro ésta le había citado, no para oír ternezas sino para hacer frente á los acontecimientos y combinar una solución delinitiva. Al principio, Lorenzo, como suele seceder á los hombres en casos análogos, se es- pantó de lo radical del arbitrio que Teodora le proponía. Vio el iijfier- no abrirse bajo sus pies, y aunque enbriagado de amor y de intrépido corazón como el que más, tuvo mie- do. El creyente firme, el hijo acos- tumbrado á la sumisión, temblaron en él. ¡ Ah sanguinario y duro cabecilla Gurrea Tinos! j Si pudieses coni- prinder cómo tu único hijo, en tan soh nine momento, conseguiría sal- varse quizá, á no haberle acorrala- do tú con tu violencia despótica en el callejón sin salida de un en- lace que ya su conciencia y su co- razón detestaban! A no verse Lo- renzo compelido á dar mano de esposo á Fermina Castellá, nunca la idea de abandonar todo, de rom- per con el mundo entero, de atropo- llar á la sociedad y á la ley, huyen- do en compañía de Teodora, se hu- biese abierto camino en alma leal y honrada. Pero era fatal la disyun- tiva, y en ella se apoyaba, como en irresistible argumento, la apasiono- da mujer que, dueña de la» manos de Lorenzo y entrechándolas con- tra su seno palpitante, murmuraba en voz baja y ardorosa: «No tene- mos elección, no podemos transi- gir ... O te casas con Fermina y no volvemos á encontrarnos en este mundo, ó por nuestra voluntad y nuestra decisión nos unimos para jamás separarnos. Lorenzo mío, es- ta ea la hora. . . .Decide de mi vida.» 3> Le contestó un gemi- Y Lorenzo veía el rostro descolori- do, y los ojos de magnético mirar^ y la boca de puras líneas, con (d hú- medo rebrillar de los dientes, tan cerca, que sentía como un desva- necimiento en que se derretía de ternura y de deseo infinito. Habla- ban en espeñol, por discreción á causa del cochero, pero éste, indi- ferente y seguro de una buena pro- pina— propina de enamorados — ni por casualidad había vuelto atrás la cabeza. Y Lorenzo, desfallecido de amor, en uno de esos arranques que siempre tienen que ser impre- meditados porque no se conciben á sangre fría, se inclinó furtivamente sobre aquella boca fresca, dulce y quemante á la vez, y vertió en tila el juramento. «Por mi fe de caballe- ro A donde quieras y como quieras. . . .Manda, y obedezco. . Soy tuyo. . do de felicidad Combinaron en seguida los deta- lles. Lorenzo apremió para que fue- se cuanto antes, lo más pronto. «¿Por qué no hoy mismo?» Pero Teodora, conteniendo lo que había desenca- denado, y alarmada porque esta prisa le parecía indicio de una vo- luntad que no está segura, trató de hacerle comprender que era nece- sario prepararse, y que se reque- rían dos días lo menos. Y al ver que Lorenzo fruncía el entrecejo cuan- do se habló de valores que había de realizar Teodora, la dama excla- mó: «Tú trabajaras, Lorenzo; he contado con tu trabajo, en el país nuevo y libre adonde iremos.» Serenóse algo al español con esta perspetiva, y concertaron día, hora, y primer sitio en que se detendrían. El intin erario no era dudoso: Ca- lais, Douvres, Londres — Londres, la ciudad inmensa en que se pierde el rastro de la gente como una aguja en un pajar. — Luego, de Lon- dres á Liverpool y de Liverpool á UN DRAMA. 47 América. Teodora, recostada en el hombro de Lorenzo, cerrando los ojus,creiasen',ir \ a el vivo aletuodel aire cargado de emanaciones sali- nas, y vela— con esa precisión de la ima¿;'C'n física propia de las ima¿;'i naciones ricas y poderosas — un gruj)o (jue cruzaba ti puente y se reclinaba en la borda para admirar el hi'rmoso espectáculo del sol po- niente reverbi-randc» en la extensión infinita ile los mares. Componían el grupo un hombre y una muj( r, (jUe se apoyaba tiernamente en un brazo; ella airosa bajo su waterproof liso, de tela fuerte y su sombrero mari- nero de paja con velo de g-asa bien enrollado: él, g'allardo y noble, á pe- sar del capotón de viaje que cubría su cuerpo. Y la dulce laxitud del amor satisfecho, convertida á tal hora en nudancolía voluptuosa y tiernísima, obligaba á los amantes á mirarse con ojos en que había llanto, mier.tras la luz solar se pro- longaba forniando volutas de fue- go sobre una inmensidad verde, sombría, aterradora . . , .De ella pa- recía alzarse la idea de la omnipo- tencia divina, de algo que era cas- tigo y justicia severísima para las del)ilidades del corazón. . . . Convinieron en todo; la hora de encontrarse dentro de dos días en la estación; el modo de salir sin des pertar sosj)echas; el no verseantes, por precaución también; el ligero equi|)aje que debían llevar; el rum- bo que tomarían para despistar en todo caso á los perseguidores. . . . Sólo se les olvidó una pequenez, la que siempre se olvida .... Teodora no pensó en suplicar á Lorenzo que, por indispensable disimulo, siguie- se haciendo á Fermina la acostum- brada corte; y Lorenzo, cuando se separó de Teodora, iba bien resuel- to á dejase matar antes que pres- tarse de nuevo á lo que ya le pare- cía una indiffna comedia. XII. Durmió relativamente tranquilo aquella noche el veterano; pero á la mañana siguiente, un billetito do Fermina le enteró de que Lorenzo no había parecido por la avenida de los campos Elíseos. De un salto plantóse el viejo en la habitación do su hijo, y le interrogó brusca y se- veramente, como se interoga á los reos en los consejos de guerra. Una palabra paternal, una pregun- ta cariñosa, hubiesen ruborizado y conmovido á Lorenzo: el tono y las maneras de su padre le prestaron energía. No era ya el niño que tiem- bla y obedece: y la entereza ca.si fe- roz con que se repuso desde el pri- mer moniento, probó á Gurrea Pi- nos que allí corría de veras su in- dómita sangre. Fra la rebelión tan franca y ex- plícita, que en los primeros momen- tos el veterano se quedó sobrecogi- do— ¡sobrecogido, éll — y no acertó á pronunciar p¿labra_, parte por que lo iuesp varado del suceso le quitaba toda facultad de discurrir: era una sorpresa en regla, la aparición ful- minante del enemigo donde se con- taba con hallar al aliado. A la inti- mación de Gurrt;a, de que se dispu- siese á casarse en plazo brovísino, Lorenzo respondió negándose ter- minantemente, y declarando que ni entonces ni nunca había de llevar á Fermina Castellá á los altares. ' — Y me alegro, padre — añadió con la sencillez obstinada de su raza y con la calma del que diciendo la verdad se cree á salvo, — de que us- ted me haya puesto en el caso de terminar la situación falsa en que me encontraba con esa señorita. Ni la quiero, ni la he querido jamás.. . y no me casaría con ella. . . .aunque mi madre saliese del sepulcro para ordenármelo! Gurrea Pinos cerró los puños, j 48 BIBLIOTECA DR «EL MUNDO» morado de furor, avanzó sobre Lo- renzo. El hijo pálido pero constan te en su voluntad, bajó los ojos }' aguardó, determinado á sufrir el ul- traje. Pero cuando el padre alzaba ya lii mano para descargar el bofe- tón, se contuvo de repente, y dijo con voz rouca, despreciativa, que abofeteaba mejor aún: — ¡Infame! ¡Maldita la hora en que te engendré y el vientre que te concibió. Tenbló Lerenzo al oír la injuria á su madre, pero continuó guardan- do silencio. No creas— añadió— que por callar te librarás de mi justicia. ¡Tiembla!, ¡Eres mi hijo, eres lo que más he querido en este mundo ! y como respondo de ti ante Dios.. . yo te aseguro que te arrancaré de las uñas del demonio aunque tenga que hacerte picadillo.. .. ¿sabes? A Martín Gurrea Pinos no se le ahoga con un pelo de bribonaza^ ni se le monta encima un mequetrefe. — Si te cojo en malos pasos, ¡ encomién- date á Dios, que te perdónelo mu- cho que le ofendes ! y lo que es la mala mujer por qiiien me das esta pesadumdre á mis años.. .¿No oj^es que la llamo mala mujer? ¡Defién- dela al menos, si eres hombre! Ya no estaba pálido Lorenzo, sino livido. Su juventud y su fresca sen- sibilidad le llenabanjen aquel instan- te los ojos de lágrimas de coraje y de vergüenza profunda; pero, sin cambiar de actitud, sólo tartamu- deó: — ;Ya ve usted que tampoco de- fendí á mi madre cuando usted la maldijo! ¡usted puede decir lo que quiera .... lo que quiera ! Con un movimiento que en aque- llos momentos era hermoso, Gurrea Pinos tendió la mano, la misma ma- no con que se disponía poco antes á a,bofetear, y el hijo, reprimiendo un sollozo, apoyó los labios en ella, guia- do por su inveterada costumbre de de obediencia y veneración. Crej'^ó el viejo que Lorenzo se rendía, y murmuró, queriendo ser jovia': — ¡ Ea, tarambana, no se hable más del caso! ¡Andando á ver ,á la novia! Y Lorenzo, más pálido todavía re- plicó: — Pídame usted la vida, y no eso, porque no lo haré. Volvieron á inyectarse de sangre los ojos del veterano, pero se contu- vo, y sin añadir palabra, mirando á su hijo con el ma^'or desprecio, sa- lió y sacó la llave de la puerta, de- jando encerrado al joven. Mientras Gurrea Pinos inventa una enfermedad para excusar á Lo- renzo en casa de Castellá, y medita en los medios de reducirle y subyu- garle, Teodora no pierde el tiempo; realiza sus valores y se prepara, sin que los que la rodean puedan su- poner que, cuando sale oficialmen- te á activar los preparativos de la boda de Fermina, dispone en reali- dad los de su propia desaparición. Una persona hay, sin embargo, en casa de Castellá que recela, que observa y que no se descuida. Nun- ca había podido Fermina desechar enteramente sus prevenciones y su instintiva antipatía contra Teodora. Adormecidos estos sentimientos en el primer transporte del amor y en las primeras ilusiones del noviazgo, desde algún tiempo habían renaci- do, sin que Fermina se diese cuen- ta exacta de que el verdadero nom- bre de la desazón e inquietud que la poseían, y de su enojo cuando Lorenzo hablaba con Teodora, era el sordo y lento trabajo de unos roe- dores celos. Hay personas en quienes el elemen- to tradicional, el residuo, depositado en el alma por la educación y por los principios en que se amamanta- ron, es muy superior al de la indi vi- UN DRAMA. 49 dualidad. Tal era el caso de Fer- mina. La vulgaridad de su modo de ser, cierto sentir burdo, cierta traza mezquina del carácter, tenían por correctivo la firmeza de la en- señanza cristiana, las obligaciones de caritlad y de rectitud que envuel- ve. Así como en Teodora existían elementos de grandeza y generosi- dad que no había beneficiado la cul- tura y que la indisciplina moral des- carrió enteramente, en Fermina las peores inclinaciones se corregían por la »loctrina á que se ajustaba. Así es que al notar la creciente frialdad de su novio, al percibir que otra mujer le atraía más, y que ésta era la esposa de su hermano, y que indignos celos se enroscaban co- mo víboras en su corazón, Fer- mina, espantada de loque creía des- cubrir, sobresaltada su conciencia por el mal que po lía hacer si habla- se, ro,solvió callar, .;deSvV^har la sos- pecha, reprimir el enojo, y estuvo á punto de arrodillarse ante el confe- sor y acusarse así propia de un de- lito atroz de juicio temerario. Pero la adquisición educativa no preva- lece mucho tiempo contra los senti- mientos naturales. Fermina quería á Lorenzo con el ímpetu de una ju- ventud vigorosa, con la exigencia que dan los afectos legítimos, con el exclusivismo que nace de la segu- ridad de eonsagrar la vida á un de- ber, y del derecho á reclamar el pa- go. La pasión de Teodora y Loren- zo se precipitó de tal manera los úl- timos días, que ya Fermina, por mu- cho que atendiese á religiosos es- crúpulos, tuvo que abrir los ojos. El retraimiento de Lorenzo era tan extraño; tan raro el aire de Gurrea Pinos, al decir que su hijo se encon- traba indispuesto; tan peregrino el empeño de acelerar la boda, y has- ta tan extraordinarias las salidas de Teodora cá cada momento — aun- que pretextadas por las compras in- dispensables— que Fermina no pu- do menos de comprender que algo de inusitada gravedad comprome- tía su dicha. Lo primero que se desarrolla en un alma pequeña herida y solivian- tada por la pasión, es el instinto del espionaje. El segundo día en que Lorenzo — cerrado bajo llave por el general, que le llevaba en persona la comida a su cuarto — no acudió al hotel de los Campos Elíseos, Fer- mina vio salir k Teodora muy de mañana, y con un pretexto logró que la doncella la facilitase la llave del tocador de su señora. Miró ha- cia todos lados, y al pronto nada vio que mereciese fijar la atención ni que diese pábulo á la sospecha. Aquella habitación tenía el don de indignar á la muchacha, por lo que contrastaba con su carácter y sus gustos. Las suaves pinturas del te- cho; l;is Jdio.-.as apenas v^ístidas de vaporosos calajes; los amorcillos rientes; los mil artísticos cachiva- ches esparcidos sobre el tocador; el delicioso espejillo Médicis con mar- co de plata; la gran meridiana am- plia y mullida; los sillones de raso brochado velados por rancios enca- jes; el cuarto de baño misterioso y todo blanco como una alcoba; el lu- jo inteligente, refinado, de aquel ni- do, exasperaban á la provincianita, causándola una mezcla de envidia y de enojo púdico. Al mismo tiem- po la producían insasiable curiosi- dab, acre y persistente como el mal deseo. . . . Los ojos inquisidores de Fermina seguían buscando algo, cuando de pronto se fijaron en el coquetón ar- mario-luna, de laca rosada con guir- naldas de rosas de color más fuerte; y al entreabrir la puerta, que tenia puesta la llave, una exclamación se apagó en la garganta de la novia de Lorenzo Acababa de ver un saco de viaje completamente nuevo, 50 BIBLIOTECA DB «BL MUNDO.» y en él varios paquetes envueltos en papel de seda, mientras los estu- ches de las ricas joyas de Teodora, vados, j^acían en desorden al pie del estante. Fermina sabia que Teodora depo- sitaba siempre sus alhajas en el Ban- co al salir de veraneo; pero que la» enviaba dentro de los estuches, en una vasta caja que lo encerraba to- do, y como si la hubiesen descarg^a- do un repentino mazaso en la cabe- za, se quedó aturdida, fría de es- panto .... EPILOGO La estación estaba casi desierta cuando llegó á ella Lorenzo, tem- bloroso como un criminal, y sin- tiendo en las rodillas esa flojedad que hace que cada paso que damos nos fatigue el pecho y nos acorte la respiración. La mano izquierda del mozo venía envuelta en un pañuelo obscuro, para ocultar la lastimadu- ra que se había causado al abrir violentamente, con el impulso y pe- so de su cuerpo y con varias pu- ñadas recias, la puerta de las ha- bitaciones donde le tenía cautivo su padre. Aunque conocía Loronzo que le sobraba fuerza para hacer saltar aquella cerradura, no quiso hacer uso de medios violentos de recobrar su libertad, hasta que se acercase el momento de reunirse con Teodora, Apenas supo por la criada — cómplice involuntaria y siempre adicta — que su padre había salido un momento, apoyó Lorenzo los hombros y descargó el puño; abriéronse las hojas, vendó el mozo su herida precipitadamente, y co- giendo el saquillo donde había pues to lo indispensable para los prime- ros momentos^ saltó en un coche y mandó al cochero que volase, diri- giéndose á la estación. Hubiese querido estar en tal momento tran- quilo, frío, sin remordimiento algu- no, sin oír la voz de su conciencia; pero no podia: sus nervios tirantes y su alma angustiada y llena de zo- zobra, no lograban aquietarse con la acción y la voluntad, que son, sin embargo, el mejor bálsamo en ocasiones semejantes. Mal sabría definir por qué se encontraba en tan penoso estado; ignoraba sí era el temor á que todavía pudiesen sorprenderles, ó á la desazón del que atenta contra lo que más debe respetar; lo cierto es que sufría, que temblaba, que no le sostenían las piernas, ¡ Con qué afán espera- ba la aparición de Teodora, colum- brar la silueta de una mujer, que con paso vacilante, mirando á de- recha e izquierda, se orienta, trata de encontrar al que la -aguarda! i Con qué gozo, con qué jVibilo insen- sato se instalaría en el departamen- to, al lado de la amada, sin tener que temer ya censuras ni reproches, salvando distancias, devorando la llanura, cruzando el negro túnel, penetrando en la ciudad donde fue- se desconocido y donde la dicha de llevarla del brazo y de beber su sonrisa y la fogosa languidez de su mirada no es delito, ó al menos, na- die puede calificarla de tal ! Buscó Lorenzo un rincón aparta- do y se sentó en un banco, porque no podía tenerse. Amparando con una mano el saquillo, siguió maqui- nalmente con los ojos el ir y venir de los viajeros que iban llegando- UN DRAMA. 51 ya. Oíase, en el andén el ruido de los trenes al formarse y la batahola de la nuichedunibre y de las dispu- tas y órdenes á ear<^'adores y cria- dos, y más cerca, en la sala misma, el susurro de las conversaciones intimas y de las despedidas alano- nosas. Lorenzo, inerte de cuerpo, pero activo de espíritu, no apartaba la mirada de la puerta por donde Teodora habla de aparecer. Al fin la impaciencia le obligó á ponerse en pie, y aunque sentía los miem- bros quebrantados, paseó lleno de nervi(»sa inquietud. ¡ Cuánto se ha- ce desear! ¡Si no vendrá ! ¡A que no viene ! De improviso, el corazón enamo- rado, como pájaro á quien abren la puerta de la juala, salta impetuo- so ¡No hay duda, es ella; es Teodora! A pesar del espeso velo, del larg'o ulster, del ^-^ombrero que avanza y deja en sombra la frente — atavio que ya aparece anunciar la travesía, el viaje á través del Atlántico — Lorenzo la ha reconoci- do, corre, se precipita. . . . Pálidos y turbados se tienden la míino, se la estrechan con fuerza, pero sin rastro de emoción sensual .... — ¡Al tren ¡—exclama Teodora. — Aquí corremos peligro de que nos vean.... Tengo los billetes desde por la mañana, comprados en la agencia del bulevar. . . . Y sin mirarse, pensando sólo en darse prisa para ocultar el delito, corren al andén, saltan en el primer departamento vacío, se refugian, se vuelven á coger las manos libres ya, se dirigen una sonrisa en que Torilla la esperanza y asoma el con- tento Casi en el punto critico en que los fugitivos se creían seguros, llegaba á la estación Gurrea Pinos. Una carta de Fermina, recibida á las tres de la tarde y en que la muchacha pedía hablarle con urgencia, le ha- bía sacado de su casa, donde vigila- ba á Lorenzo, llevándole á escape al hotel de la Castellana. Jacinto se encontraba ausente, Teodora tam- bién; sólo estaba la novia de Loren- zo. A las primeras indagaciones, al detalle del saco y JE «^EL MUNDO 55 I CXJETVTOS POR Stnilia Pardo í^azán. A4© «» Segunda de las Damas número i. 1896. / EL TALISMAN La presente historia, aunque ve- rídica, no puede leerse á la claridad del sol. Te lo advierto, lector, no vayas á llamarte á engaño: encien- de una luz, pero no eléctrica, ni de gas corriente, ni siquiera de petró- leo,, sino uno de esos simpáticos ve- lones tripicos, de tan graciosa traza, que apenas alumbran, dejando en sombra la mayor parte del aposen- to. O mejor aún: no enciendas nada: salte al jardín, y cerca del estanque, donde las magnolias derraman etiu- vios embriagadores y la luna rieles argentinos, oye el cuento de la man- dragora y del barón de Helynagy. Conoci á este extranjero (y no lo digo por prestar colorido de verdad al cuento, sino porque en efecto le co- nocí) del modo más sencillo y menos romancesco del mundo: me lo presen- taron en una fiesta de las muchas que dio el embajador de Austria. Era el barón primer secretario de la embajada; pero ni el puesto que ocupaba, ni su figura, ni su conver- sación, análoga á la de la mayoría de las personas que á uno le presen- tan, justificaban realmente el tono misterioso y las reticentes frases con que me anunciaron que meje pre- sentarían, al modo con que se anun cia algún importante suceso. Picada mi curiosidad, me propu- se observar al barón, si era posible. Parecióme fino, con esa finura en- gomada de los diplomáticos, y gua- po, con la belleza algo impersonal de los hombros de salón, muy aci- calados por el ayuda de cámara, el sastre y el peluquero— goma tam- bién, goma todo. — En cuanto á lo que valiese el barón en el terreno moral é intelectual, difícil era ave- riguarlo en tan insípidas circuns- tancias. A la media hora de charla volví á pensar para mis adentros: «Pues no sé por qué hablan de este señor con tanto énfasis.» Apenas ciió fin mi diálogo con e barón, pregunté á diestro y sinies- tro, y lo que saqué en limpio acre- centó mi curioso interés. Dijéronme qiie el barón poseía nada menos que un talismán. Sí, un talismán verda- dero: algo que, com.o la piel de za- pa de Balzac, le permitía realizar todos sus deseos y salir airoso en to- das sus empresas. Prefiriéronme gol- pes de suerte, inexplicables á no ser por la mágica infiuencia del talis- mán. El barón era húngaro, y aun- que se preciaba de descender |^de BIBLIOTECA €DB EL MUNDO.» Tacsoní, el g^lorioso caudillo ma- gyar, lo cierto es que el último vás- talo de la familia de Hiilyiia^y pue- de decirse que veg-etaba on la estre- chez, confinado allá en su vetusto solar de la montaña. De improviso, una serie de raras casualidades con- centró en sus manos respetable cau- dal: no sólo se murieron oportuna- mente varios parientes ricos, deján- dole por universal heredero, sino que al ejecutar reparaciones en el vetusto castillo deHelynagy, encon- tróse un tesoro en monedas yjo^'^as, Entonces el barón se presentó en la corte de Viena, según convenía á su rango, y allí se vieron nuevas seña- les de que sólo una protección mis- teriosa podía dar la clave de tan ex- traordinaria suerte. Si el barón ju- gaba, era seguro que se llevase el dinero de todas las puestas; si fija- ba sus ojos en una dama, en la más inexpugnable, era cosa averiguada que la dama se ablandaría. Tres desafíos tuvo, y en los tres hirió á su adversario: la herida del último fué mortal, cosa que pareció adver- tencia del destino á los futuros con- trincantes del baró^i. Cnando éste sintió el capricho de ser ambicioso, de par en par se le abrieron las puer- tas de la Dieta, y la secretaría de la embajada en Madrid hoy le ser- vía únicamente de escalón para pues- to más alto. Susurrábase ya que le nombrarían ministro plenipotencia- rio el invierno próximo. Si todo ello no era patraña, efec- tivamente merecía la pena de ave- riguar con qué talismán se obtienen tan envidiables resultados, y yo me propuse saberlo, porque siempre he profesado el principio de que en lo fantástico y maravilloso hay que creer á pies juntillas, y el que no cree — por lo menos desde las once de la noche hasta las cinco de la ma- drugada,— es tuerto del cerebro, ó sea, medio tonto. A fin de conseguir mi objeto hice todo lo contrario de lo que suele ha- cerse en casos tales: procuré con- versar con el barón á menudo y en tono franco, pero no le dije nunca palabra del talismán. Hastiado pro- bablemente de conquistas amorosas, estaba el barón en la disposición más favorable para no pecar de fa- tuo, y ser atnigo, y nada más quo amigo, de una mujer que le tratase con amistosa llaneza. Sin embargo, por algún tiempo mi estrategia no surtió efecto alguno: el barón no se espontaneaba, y hasta percibí en él, más que la insolente alegría del que tiene la suerte en la mano, un dejo de tristeza y de inquietud, una es- pecie de negro pesimismo. Por otro lado, sus repetidas alusiones á tiem- pos pasados, tiempos felices, obscu- ros, y á un repentino encumbra- miento, á una deslumbradora racha de felicidad, confirmaban la versión que corría. El anuncio de que ha- bía sido llamado á Viena el barón y que era inminente su marcha, rae hizo perder la esperanza de saber nada más. Pensaba yo en esto una tarde, cuando precisamente rae anuncia- ron al barón. Venía sin duda á des» pedirse y traía en la mano un obje- to que depositó en la mesilla más próxima. Sentóse después, y miró alrededor como para cerciorarse de que estábamos solos. Sentí una emo- ción profunda, porque adiviné con rapidez intuitiva, femenil, que del talismán iba á tratarse. — Vengo — dijo el barón — á pedir á usted, señora, un favor inestima- ble para mí. Ya sabe usted que rae llaman á raí país, y sospecho que el viaje será corto y precipitado. Po- seo un objeto .... una especie de re- liquia. ... y temo que los azares del viaje.... Én ñn, recelo que rae la roben, porque es rauy codiciada, y el vulgo le atribuve virtudes asom- EL TALI8MAN. brosas. Mi viaje se ha divulgado: es muy posible que hasta se trame al- gúu c )mplot para quitármela. A us- ted se la confio: guárdela usted has- ta mi vuelta y la seré deudor de ver- dadera gratitud. ¡De manera que aquel talismán precioso, aquel raro amuleto, esta- ba allí, á dos pasos, sobre un mue- ble, é iba á quedar entre mis ma- nos! — Tenga usted por seguro, que si la guardo estará bien guardada — — respondí con vehemencia — pero antes de aceptar el encargo, quiero que usted me entere de lo que voy á conservar. Aunque nunca he diri- gido á usted preguntas indiscretas, sé lo que se dice, y entiendo que, según fama, posee usted un talis- mán prodigioso que le ha proporcio- nado toda clase de venturas. No le guardaré sin saber en qué consis- te, y si realmente merece tanto in- terés. El barón titubeó. Vi que estaba perplejo y que vacilaba antes de re- solverse á hablar con toda verdad y franqueza. Por último prevaleció la sinceridad, y no sin algún esfuer zo, dijo: — Ha tocado usted, señora, á la he- rida de mi alma. Mi pena y mi torce- dor constante es la duda en que vivo, sobre si realmente poseo un tesoro de mágicas virtudes, ó cuido supers- ticiosamente un fetiche desprecia- ble. En los hijos de este siglo, la fé en lo sobrenatural es siempre torre sin cimiento: el menoi soplo de aire la echa por tierra. Se me cree feliz^ cuando realmente no soy más que afortunado: seria feliz si estuviese completamente seguro de que lo que ahí se encierra es en efecto un ta- lismán que realiza mis deseos y pa- ra los golpes de la adversidad; pero este punto es el que no puedo escla- recer. ¿Qué sabré yo decir? Que sien- do muy pobre y no haciendo nadie caso de mí, una tarde pasó por He- lynagy un israelita venido de Pa- lestina, y se empeñó en venderme eso, asegurándome que me valdría dichas sin número. Lo compré. . . . como se compran mil chucherías inútiles. ... y lo eché en un cajón. Al poco tiempo empezaron á suce- derme cosas que cambiaron mi suer- te, pero que pueden explicarse to- das.... sin necesidad de milagro, — Aquí el barón sonrió y su sonrisa fué contagiosa. — Todos los días — prosiguió recobrando su expresión melancólica — estamos viendo que un hombre logra en cualquier te- rreno lo que no merece,. . . . y es co- rriente y usual que dueli.-?tas inex- pertos venzan á espadachines fa- mosos. Si yo tuviese la convicción de que existen talismanes, gozaría tranquilamente de mi prosperidad. Lo que me amarga, lo que me aba- te, es la idea de que puedo vivir juguete de una apariencia engaño- sa, y que el día menos pensado cae- rá sobre mi el sino funesto de mi estirpe y de mí raz^¡. Vea usted có- mo hacen mal los que me envidian, y cómo el tormento del miedo al porvenir compensa esas dichas tan cacareadas. Así y todo, con lo que tengo de fé me basta para rogar á usted me guarde bien la cajita. . . . porque la mayor desgracia de un hombre es el no ser escéptico del todo, ni creyente á macha martillo. Esta confesión leal me explicó la tristeza que había notado en el ros- del barón. Su estado moral me pa- reció digno de lástima, porque en medio de las mayores venturas le mordía el alma del descreimiento, que todo lo marchita y todo lo co- rrompe. La victoriosa arrogancia de los hombres grandes dimanó siempre de la confianza en su estre- lla, y el barón de Helynagy, incapaz de creer, era incapaz asimismo para el triunfo. BIBLIOTECA DE «EL MUNDO.» Levantóse el barón, y recogiendo el objeto que había traído, de:en- volvió un paño de raso negro y vi una cajita de cristal de roca con aristas y cerradura de plata. Alza- da la cubierta, sobre un sudario de lienzo guarnecido de encajes, que el barón apartó precavidamente, distinguí una cosa horrible, una figurilla grotesca, negruzca, como de una cuarta de largo, que repre- sentaba perfectamente el cuerpo de un hombre. Mi movimiento de re- pugnancia no sorprendió al barón. — ¿Pero qué es este mamarracho? — hube de preguntarle. — Esto — replicó el diplomático, — es una maravilla de la naturaleza; esto no se imita ni se finge: esto es la propia raíz de la mandragora, tal cual .^e forma en el seno de la tie- rra. Antigua como el mundo es la superstición que atribuN^e á la man- dragora antropomorfa las más ra- ras virtudes. Dicen que procede de la sangre de los ajusticiados, y que por eso, de noche, á las altas horas, se oye gemir á la mandragora co- mo si eri ella viviese cautiva un al- ma llena de desesperación. ¡Ah! Cui- de usted por Dios de tenerla envuel- ta siempre en un sudario de seda ó de lino: sólo asi dispensa protección la mandragora. — ¿Y usted cree todo eso? — excla- mé mirando al barón fijamente. — ¡Ojala! — respondió en tono tan amargo que al pronto no supe aña- dir palabra. — A poco el barón se despidió repitiendo la súplica de que tuviese el mayor cuidado, por lo que pudiera suceder, con la caji- ta y su contenido. Advirtióme que regresaría dentro de un mes, y en- tonces recobraría el depósito. Así que cayó bajo mi custodia el talismán, ya se comprende que lo miré más despacio, y confieso que si toda la leyenda de la mandrago- ra me parecía una patraña grosera, una vil superstición de Oriente, no dejó de preocuparme la perfección extraña con que aquella raíz imita- ba un cuerpo hnmano. Discurrí que sería alguna figura contrahecha^ pero la vista me desengañó, con- venciéndome de que la mano del hombre no tenía parte en el fenó- meno, y que el homunculus era na- tural, la propia raíz, según la arran- caran del terreno. Interrogué sobre el particular á personas veraces que habían residido en Palestina larga tiempo, y me aseguraron que no era posible falsificar una mandragora, y que así, cual la modeló la natura- leza, la recogen y venden los pasto- res de los montes de Galaad y de los llanos de Jericó. Sin duda la rareza del caso, para mí enteramente desconocido, fué lo que en mala hora exaltó mi fanta- sía. Lo cierto es que empecé á sen- tir miedo, ó al menos una repulsión, invencible hacia el maldito talis- mán. Lo había guardado con mis joyas en la caja fuerte de mi propio dormitorio, y cátate que me acome- te un desvelo febril, y que do}^ en la manía de que la mandragora di- chosa, cuando todo esté en silencio, va á exhalar uno de sus t[uejidos lúgubres, capaces de helarme la sangre en las venas .... Y el ruido más insignificante me despierta tem- blando, y á veces, el viento que mueve los cristales y estremece las cortinas se me antoja que es la man- dragora que se queja con voces del otro mundo. ... En fin, no me deja- ba vivir la tal porquería, y determi- né sacarla de mi cuarto y llevarla á una cristalera del salón, donde con- servaba yo monedas, medallas y al- gunos cachivaches antiguos. Aqui está el origen de mi eterno remor- dimiento, del pesar que no se me quitará en la vida. Porque la fata- lidad quiso que un criado nuevo, á quien tentaron las monedas que la BL TALISMÁN. cristalera eiicorraba, rompiese, los vidrios y al llevarse las monedas y los dijes, carg-ase también con la cajita del talismán. Fué para mi te- rrible g-olpe. Avisé á la policía, la policía revolvió cielo y tierra; el la- drón pareció, si señor, pareció; re- cobráronse las monedas, la cajita y el sudario. . . . pero el talismán con- fesó mi hombre que lo hal)ía arro- jado á un sumidero de alcantarilla, y no hubo medio de dar con él, aun á costa de las investigaciones más prolijas y mejor remuneradas del mundo. — ¿Y el barón de Helynagy? — pre- gunté á la dama que me había re- ferido tan singular suceso. — Murió en un choque de trenes, cuando regresaba á España — con- testó ella más pálida que de costum- bre y volviendo el rostro. — ¿De modo que el talisman era?. . — ¡Válgame Dios! — repuso. — ¿No quiere usted concederles nada á las casualidades ! FIN NIETO DEILCID El anciano cura del santuario de San Clemente de Boán cenaba sose- gadamente sentado á la mesa, en un rincón de su ancha cocina. La luz del triple mechero del velón se- ñalaba las acentuadas lineas del ros- tro del párroco, las espesas cejas ca- nas, el cráneo tonsurado, pero re- vestido aún de blancos mechones, la piel roja, sanguínea, que en robus tas dobleces rebosaba del alzacuello. Ocupaba el cura la cabecera de la mesa: en el centro su sobrino - guapo mozo de veintidós años, des' pachaba con buen apetito la ración; y al extremo, el criado de labranza, remangada hasta el codo la burda camisa de estopa, hundía la cucha- ra de palo en un enorme tazón de caldo humeante y lo trasegaba si- lenciosamente al estómago, Servía á todos una moza aldeana, que aprovechaba la^j()casión de me- ter también la cuchafada, ya que no en .los platos, en las conversacio- nes. El servicio se lo permitía, pues no pecaba de complicado, reduciéndo- se á colocar ante los comensales un mollete de pan gigantesco, á sacar de la alacena vino y platos, á em- pujar descuidadamente sobre el mantel el tarterón de barro colmado de patatas con unto. — Señorito Javier — preguntó en una de estas maniobras — ¿qué oj'ó de la gavilla qu(^ anda por ahi? —¿De la gavilla, chica? Aguárda- te — contestó el mancebo al- zando su cara animada y morena.. . —¿Qué oí yo de la gavilla? No, pues algo me contaron en la feria Sí, me contaron — Dice que al señor abad de Lu- brego le robaron barbaridá de cuartos cien onzas. Estuvieron esperando á que vendiese el cente- no de la tulla y los bueyes en la fe- ria del quince, y ala que te cojo. — ?Xo se defendió? — ¿Y no sabe que es un señor vie- jecito? Aun para más aquellos días estaba encamado con dolor de hue- sos. El párroco, que hasta entonces había guardado silencio, levantó de pronto los ojos, que bajo sus cejas nevadas resplandecieron como cuentas de azabache, y exclamó: -Qué defenderse ni qué. .n toda su vida supo Lubrego por dón- de se agarra una escopeta. 8 BIBLIOTECA DB «EL MUNDO.» — Es viejo. — Bah! lo que es por viejo Se senta y cinco años cumplo yo para Pentecostés y sesenta y seis hará el en Corpus: lo sé de buena tinta, me lo dijo él mismo. De modo que la edad.... lo que es á mí no me ha quitado la puntería, ¡alabado sea Dios! Asintió calurosamente el sobrino. — ¡Vaya! Y si no que lo digan las perdices de ayer, ¿eh? Me remendó usted la última. — Y la liebre de hoy, ¿eh, rapaz? — Yel raposo del domingo — inter- vino el criado, apartando el hocico de los vapores del caldo. — ¡ Cuando el señor abad lo trajo arrasfrado con una soga, así(y se apretaba el gasnate)gañía de Dios! Ouú Ouii : . . . . — Allí está el maldito — murmuró el cura señalando hacia la puerta, donde se extendía clavada por las cuatro extremidades, una sanguino- lenta piel. — No comerá más gallinas — agre- gó la criada amenazando con el pu- ño á aquel despojo. Esta conversación venatoria de- volvió la serenidad á la asamlolea, y Javier no pensó en referir lo que sa- bia de la gavilla. El cura, después de dar las gracias mascullando latín, se enjuagó con vino, cruzó una pier- na sobre otra, encendió un cigarri- llo, y alargando á su sobrino un pe- riódico doblado, murmuró entre dos chupadas: — A ver luego que trae La Fe, hombre. Dio principio Javier á la lectura de un artículo de fondo, y la criada, sin pensar en recoger la mesa, sacó para sí del pote una taza de caldo y sentóse á comerla en un banquillo al lado del hogar. De pronto cubrió la voz sonora del lector un aullido recio y prolongado. La criada se quedó con la cuchara enarbolada sin llevarla á la boca, Javier aplicó un segundo el oído, y luego prosi- guió leyendo, mientras el cura, indi- ferente, soltaba bocanadas de humo y despedía d<', lado frecuentes sali- vazos. Transcurrieron dos minutos, y un nuevo aullido, al cual siguie- ron ladridos furiosos, rompió el si- lencio exterior. Esta vez el lector dejó el periódico, y la criada se le- vantó tartamudeando: I —Señorito Javier.. . señor amo.... señor amo. — Calla— ordenó Javier, y de pun- tillas acercóse á la ventana, bajo la cual parecía que sonaba el alboro- to de los perros: más éste se aquietó de repente. El cura, haciendo con la diestra pabellón ala oreja, atendía desde su sitio. — Tío — siseó Javier. — Muchacho. * — Los perros callaron; pero jura- ría que oigo voces: — ¿Entonces, cómo callaron? No contestó el mozo, ocupado en quitarla tranca de la ventana con el menor ruido posible. Entreabrió suavemente las maderas, alzó la fa- lleba, y animado por el silencio, re- solvióse á empujar la vidriera. Un gran frío penetró en la habitación; vióse un trozo de cielo negro tacho- nado de estrellas, y se indicaron en el fondo los vagos contornos de los árboles del bosque, sombríos y amon- tonados. Casi al mismo tiempo ras- gó el aire un silbido agudo, se oyó una detonación, y una bala, rozan- do la cima del pelo de Javier, fué á clavarse en la p'ared de enfrente. Ja- vier cerró por instinto la ventana, y el cura, abalanzándose á susobriíio, comenzó á palparlo con afán. — ¡Re condenados! ¿Te tocó, rapaz? — Si aciertan á tirar coii munición lobera.... me dÍA^erten! — pronun- ció Javier algo inmutado. ÍIBTO DEL CID. —¿Están ahi? — Detrás de los primeros ca*año8 del soto. — Pon la tranca. . . . asi. . . . nda volando por la escopeta. ... la ba- las. ... el frasco de la pólvora. , . Trae también el Lafuché. . . . ¿oes? Aqni el párroco tuvo que el^ar la voz como si mandase una maio- bra militar, porque el desesperdo ladrido de los perros resonaba crta vez más fuerte. — Ahora, ahí, ladrar. . . . ¿Por qi^ callarían antes, mal rayo? — Conocerían á alguno de la ga villa; les siüíaría ó les hablaría— opinó el gañan, (jue estaba de pie, empuñando una horquilla de coger el tojo, mientras la criada, acurru- cada junto á la lumbre, temblaba con todos sus miembros y de cuando en cuando exhalaba una especie de chillido ratonil. El cura, abriendo un ventanillo practicado en las maderas déla ven- tana, metió por él el puño y rompió un cristal; enseguida pegó la boca á la abertura, y con voz potente gri- tó á los perros: — ¡ A ellos, Chucho, Morito, Lin- da... . Chucho, duro en ellos, ahi, ahí. . . . ánimo. Linda, hazlos peda- zos! Los ladridos se tornaron, de ra- biosos, frenéticos; oyóse al pie de la misma ventana ruido de lucha, ame- nazas sordas, un ¡ay! de dolor, una imprecación y luego quejas como de animal agonizante — El pobre Morito. . . . ya no dará más el raposo! — murmuró el ga- ñán. Entre tanto el cura, tomando de manos de Javñer su escopeta, la car- gaba con maña singular. — A mi déjame con mi escopeta de las perdices; vieja y tronada. . . . Tú entiéndete con oiLafuché. . . .yo, esas novedades. . . . ¡Bah! estoy por la antigua espoñola. ¿Tienes cartu- chos? — Si, señor — contestó Javier dis- poniéndose también á cargar la ca- rabina. — ¿Están ya debajo? . — Al pie mismo de la ventana Puede que estén poniendo las esca- las. — ¿Por el portón hay peligro? — Creo que no. Tienen que sal- tar la tapia del corral, y los podemos fusilar desde la solana. — ¿Y por la puerta de la bodega? — Si le plantan fuego .... Romper lio la rompen. — Pues vamos á divertirnos un rato .... Aguarday, aguarday, ami- guitos. Javier miró á la cara de su tío. Tenia éste las narices dilatadas, la »oca sardónica, la punta de la len- gua asomando entre los dientes, las lejillas encendidas, los oju(dos bri- llintes ni más ni menos, que cuando e. el monte el perdiguero favorito separaba señalando un bando de pe\dices oculto entre los retamares. Po' lo que hace á Javier, horrorizá- baile aquellos preparativos de caza hunana. En tan supremos instantes, mieitras deslizaba en la recámara el pnyectil, pensaba que se hallaría muelo más á gusto en los claustros de la universidad, en el café ó en la feria leí quince, comprándoles ros- quilla? y caramelos á las señoritas del Pajo de Valdomar. Volvió á ver en su imaginación la feria, los relu- cientes ijares de los bueyes, la man- sa miraia de las vacas, el triste pe- laje de los rocines, y oyó la fresca voz de Casilliña del Pazo, que le decía con el arrastrado y mimoso acento del país: — ¡Ay, déme el brazo, por Dios, que aquí no se anda con tanta gen- te! Creyó sentir la pre.sión de un bra- cito. . . . No: era la mano peluda y 10 BIBLIOTECA DB musculosa del cura que le impulsa- ba hacía la ventana. — A apagar el velón (hízolo de tres valientes soplidos). A empezar la fiesta. Yo cnrg'o, tú disparas. . . . tú cargas, yo disparo.— ¡Eh, Toma- sa ! — gritó á la criada; — no chilles, que pareces la comadreja, . . . Pon á hervir ag'ua, aceite, vino, cuanto ha- ya.... Tú — añadió dirig'íéndose al gañán — á la solana. Si montan á ca- ballo de la muralla, me avisas. Dijo, y con precaución entreabrió la ventana, dejando sólo un resqui- cio por donde cupiese el cañón de una escopeta y el ojo avizor de un hombre. Javier se extremeció al sen- tir el helado ambiente nocturno; pe- ro se rehizo presto, pues no pecaba de cobarde, y miró abajo. Un grupo negro hornagueaba,: se oía como una deliberación, en voz misteriosa. -¡Fuego! — le dijo al oído su tio. Con unfoco de dinero puede que se conforlm y nos dejen en paz, sin tener Je matar gente. — ¡ iJiero, dinero ! — exclamó ron- comei» el cura. — ¿Tú sin duda piensa/ Que en casa hay millones? los fondos del santuario? — Sfn del santuario, quoniam, y anteJne dejaré tostar los pies como le hi/eron al cura de Solas el año pasí/o, que darles un ochavo. Pero meijr será que le agujeren á uno la piejtle una vez y no que se la tues- ten ¡ Fuego en ellos! Si tienes mié- doíré yo. ¿—Miedo no — declaró Javier; y d/icansó la carabina en el alféi- z/ — Lárdales los tiros — mandó su o. Dos veces apoyó Javier el dedo n el gatillo, y á las dos detonacio- es contestó desde abajo formida- — Son veinte ó más — respondió Ja- /ble clamoreo; no había tenido tiem- """ po el mancebo de recoger la mano, cuando se aplastó en las hojas de la ventana una descarga cerrada, arrancando astillas y destrozándo- las: componía su terrible estrépito estallidos diferentes, seco tronar de pistoletazos, sonoro retumbe de ca- rabinas y estampido de trabucos y tercerolas. Javier retrocedió, vaci- lando; su brazo derecho colgaba; la carabina cayó al suelo. — ¿Qué tienes, rapaz? — Deben haberme roto la muñeca — gimió Javier, yendo á sentarse casi exánime en el banco. El cura, que cargaba su escopeta^ se sintió asido por los faldones del levitón, y á la dudosa luz del fuego del hogar vio un espect^'o pálido que se arrastraba á sus pies. Era la cria- da, que silabeaba con voz apenas inteligible: — Señor. . . . señor amo. . . .rínda- se, sf-ñor. . . .por el alma de quien la parió. . . . señor, que nos matan. . . . que aqui morimos todos. vier — Y qué! — gruñó el cura al mismoj tiempo que apartaba á su sobrin con impaciente ademán, y apoya do en el alféizar de la ventana el c ñon de la escopeta, disparó Hubo un remolino en el grupo, /3' el cura se frotó las manos. — ¡Uno cayó patas arriba. . . . qio- niam! — murmuró pronuncian do/ la palabra latina con la cual desdeAos tiempor del seminario, reemplaavba todas las interjecciones que aj^ lin- dan en la lengua española. — Añora tú, rapaz. Tienen una escala: ^ pri mero que suba Los dedos de Javier se crisj)aban sobre su hermosa carabina lefau- cheux, más al punto se aflojaron. — Tío — atrevióse á murmurar — entre esos hay gente conociaa; me acuerdo ahora de lo que dtcían en la feria. Aseguran que vienen el ci- rujano de Solas, el cohetero de Gun- sende, el hermano del médico de Doas. ¿Quiere usted que les hable? NIETO DEL (JID. 11 — ¡Suelta, quoniam! — profirió el cura lanzándose á la ventana. Javier, inutilizado, exhalaba aves, tratando de atarse con la niapo iz- quierda un pañuelo; la criada no se levantaba, paralizada de terror; pe- ro el cura, sin hacer caso de aque- llos inválidos, abrió rápidamente las maderas y vio una escala apo- yada en el muro, y casi tropezó con las cabezas de dos hombres que por ella ascendían. Disparó á boca de jarro y se desprendió el de abajo; alzó lueg'o la escopeta, la blandió por el cañón y de un culatazo echo á rodar al de arriba. Sonaron va- rios disparos, pero ya el cura esta- ba retirado adentro, cargando el arma. Javier, reanimándose, se le acer- co resuelto. — A este paso, tío, no resiste usted ni un cuarto de hora. Van á entrar por ahí ó por el patio. He notado olor á petróleo; quemarán la puerta de la bodega. Yo no puedo dispa- rar. Quisiera servile á usted de al- go. — Vier eles encima aceite hirvien- do con la mano izquierda. - -Voy á sacar la Babona de la cuadra por el portón, y echar un golpe hasta Doas. — ¿Al puesto de la Guardia? — Al puesto de la Guardia. — No es tiempo ya. Me encontra- ras difunto. Rapaz, adioe. Rézame un padre nuestro y que me digan misas. ¡Entra, taco, si quieres! ¡Haga usted que se rinde. . . . en- treténgalos. . . . ! Yo iré por el aire. La silueta negra del mancebo cu- brió un instante el fondo ro.jo de la pared del hogar, y luego se hundió en las tinieblas de la solana. El tío se encogió de hombros, y asomán- dose, descargó una vez más la es- copeta á bulto. Luego corrió al lar y descolgó briosamente el pesado pote que pendiente ce larga cade- na de hierro hervía sobre las bra- sas. Abrió de par en par la venta- na, y sin precaverse ya, alzó el pote y lo volcó de golpe encima dt- los enemigos. Se oyó un aullido in- menso, y como si aquel rocío abra- sador fuese incentivo de la rabia que les causaba tan heroica de- fensa, todos se arrojaron á la esca- la, trepando unos sobre los hom- bros de otros, y á la vez que por las tapias se descolgaban dos ó tres hombres y luchal)an con el gañán, una masa humana cayó sobre el cu- ra, que aún resistía á enlataos. Cuando el racimo de hombres se desgranó, pudo verse á la luz del velón que encendieron, al viejo, ten- dido en el suelo, maniatado. Venían los ladrones tiznados de carbón, con barbas poztizas, pañue- los liados á la cabeza, sombrerones de anchas alas y otros arreos que les prestaban endiablada catadura. Mandábales un hombre alto, resuel- to y lacónico, que en dos segundos hizo cerrar la puerta y amarrar y poner mordazas al criado y la cria- da. Uno de sus compañeros le dijo algo en voz baja. El jefe se acercó a' cura, vencido. Eh, señor abad. ... no se haga el muerto .... Hay ahí un hombre he- rido por usted y quiere confesión.. . Por la escalera interior de la bo- dega subían pesadamente condu- ciendo algo; así que llegaron á la cocina vióse que eran cuatro hom- bres que traían en vilo un cuerpo, dejando en pos charcos de sangre. La cabeza del herido se balancea- ba suavemente; sus ojos, que empe- zaban á vidriarse, parecían de por- celana en su rostro tiznado; la boca estaba entreabierta. — ¡Qué confesión, ni. . . . — dijo el jefe. — ¡Si ya está dando las boquea- das! Pero el moribundo, apenas le sen- taron en el banco sosteniéndole la 12 BIBLIOTECA DE >EL MUNDO-» cabeza, hizo un movimiento, y su mirada se reanimó. — ¡ Confesión ! — clamó en voz alta y clara. Desataron al cura y le empuja- ron al pie del banco. Los labios del herido se movían como recitando el acto de contrici«^n; el cura conoció el estertor de la muerte y distinguió una espuma color de rosa que aso- maba á los cantos de la boca. Alzó la mano y pronunció ego te absolvo en el momento en que la cabeza del herido caía por última vez sobre el pecho. — Llevádselo — ordenó el jefe. — Y ahora diga el señor abad dónde tie- ne los cuartos. — No tengo nada que darles á ustedes — respondió con firmeza el cura. Sus cejas se fruncían, su tez ya no era rubicunda, sino que mostra ba la palidez biliosa de la cólera, y sus manos, lastimadas, extrangula- das por los cordeles, temblaban con temblaqueteo senil. — Ya dirá usted otra cosa dentro de diez minutos Le vamos á freir á usted los dedos en aceite del que usted nos echó. Le vamos asen- tar en las brasas. A la una á las dos. El cura miró al rededor y vio, so- bre la mesa donde habían cenado, el cuchillo de partir el pan. Con un salto de tigre se lanzó á asir el ar- ma, y derribando de un puntapié la mesa y el velón, parapetado tras de aquella barricada, comenzó á de- fenderse á tientas, á obscuras, sin sentir los golpes, sin pensar masque en morir noblemente, mientras á que- marropa le acribillaban á balazos.. . . El sargento de la Guardia civil de Doas, que llegó al teatro .el com- bate media hora después, cuando aún los salteadores buscaban inútil- mente bajo las vigas, entre la hoja de maíz del jergón, y hasta en el Breviario, los cuartos del cura, me aseguró que el cadáver de éste no tenía forma humana, según quedó de agujereado, magullado y contu- so. También me dijo el mismo sar- gento que desde la muerte del cura de Boán abundaban las perdices, y me enseñó en la feria á Javier, que no persigue caza alguna, porque es manco de la mano derecha. I^líV. University of Toronto Library DO NOT REMOVE THE CARD FROM THIS POCKET Acme Library Card Pocket LOWE-MARTIN CO. Umited ir.-^^ vr 5**^ «^•A.\ i». t l^*:-i *«*^ ■/¿¿i:.**-^ i^^^: